Los secuestran por separado. Un grupo se lleva a Yardén Bibas, el padre de la familia, judío yemenita de 34 años, y otro, a Shiri Silberman, su mujer de 32, de origen argentino, con sus dos niños, Ariel de 4 años y Kfir … de uno. En el camino frente a su casa de Nir Oz, la madre aparece con los ojos descoyuntados por el espanto, rodeada de terroristas, con sus dos hijos pelirrojos en brazos. Los terroristas le gritan, ella llora, agarra a sus hijos, no sabe qué hacer ni adónde ir.
Esa mañana, día nacional del desconcierto en Israel, el país empieza a comprender que Hamás ha invadido el sur y que han asesinado a cientos de personas. La imagen de Shiri y los dos críos absortos ante la escena que se desarrollaba a su alrededor es grabada por los terroristas y recorre los informativos de todo el mundo.
Edith Silberman, la tía de Shiri, no la ve hasta la noche cuando sus hijos le comunican que tienen algo que enseñarle y no reconoce a su sobrina. «No parecía ella», admite ahora. Para entonces, los niños se han convertido en un símbolo de la violencia de Hamás y las fotos familiares de los pequeños llenarían las paradas de los autobuses, los reportajes de los periódicos, los monumentos que la gente improvisó en las plazas con un mensaje: ‘Bring them back now’ (‘Traedlos de vuelta ahora’).
Carteles con las fotos de los dos niños pelirrojos
Ch. A.
Los monumentos se iluminaron de naranja, los restaurantes sirvieron en manteles naranjas y soltaron al cielo globos naranjas como el pelo de los niños. Los doscientos rehenes tenían que volver, pero, sobre todo y por encima de todo, tenían que volver ellos. Eran, en su fragilidad, un mandato, una línea que, si se cruzaba, rompería muchos límites. «La gente me decía que no iba a hacerles daño porque eran una imagen emblemática. Nunca regresaron».
Desmembrados
En febrero, Hamás devolvió muertos a la madre –primero entregaron un cuerpo falso–, y los hijos alegando que habían muerto en un bombardeo de Israel. Tel Aviv asegura que desmembraron los cadáveres de los niños para simular este final. Tras 484 días de cautiverio liberaron a Yarden, que vive en el Kibutz de sus padres. «Recibe tratamiento en un hospital y pasa los días acudiendo a los actos en los que se homenajea a su familia y bautizan con el nombre de sus hijos plazas, colegios y salas de juego de hospitales. Es un hombre callado, tranquilo», explica Edith en la sala de reuniones de un hotel de la capital israelí frente a un grupo de periodistas que ha concitado la asociación Fuente Latina.
«Todo es distinto: lo dulce ya no es tan dulce. La alegría no es tan alegre. No sé si algún día volveré a ser la misma»
Antes de hablar posa sobre la mesa un paquete de clínex y narra la historia desde un lugar doloroso y resignado, un lugar emocional que queda más allá de la rabia, y más acá de la resignación, un desierto áspero y desabrido por el que transita hace dos años.
«No he visitado la casa de Nir Oz porque quiero recordar las cosas lindas y los buenos momentos de cuando estábamos juntos», afirma. La vivienda sigue igual que tras el 7 de octubre y que en el aniversario del 7 de octubre como un mausoleo desordenado, la puerta cerrada con un candado, la casa consumida por el fuego, las fotos de los críos y de la madre pegadas a la pared mirando desde un tiempo que no existe, el mismo gato huérfano y pegajoso…
Los juguetes de los niños –bicicletas, patinetes, peluches y una casita de plástico junto al árbol– se han descolorido por efecto del sol y de una ausencia que parece eterna. Alguien ha colocado unas vallas para proteger todo aquel revoltijo de triciclos volcados que nadie aún se ha atrevido a tocar. «Shiri era maestra jardinera, una madre buenísima, calmada, amable, Ariel era un terremoto y no paraba ni un minuto y Kfir, sencillamente, un bebé», recuerda su tía abuela, y sonríe entre lágrimas del mismo azul que los ojos de los críos.
Un poco más allá estaba la casa de los abuelos Yossi (José Luis), su hermano, y su mujer. «Cuando entró el ejército, nos dijeron que los habían secuestrado también, pero a las dos semanas los arqueólogos que vinieron encontraron algunos restos suyos. La casa había ardido durante horas. Yossi, que llegó a Israel de Argentina con 18 años, trabajaba en un taller arreglando maquinaria de agricultura y llevaba a los gazatíes enfermos al hospital en Israel.
¿Aún cree en la paz?
En este país hemos vivido muchas guerras y nosotros pensábamos que podíamos vivir unos al lado de otros. Ya no. El odio hacia nosotros es demasiado fuerte. Aquí educamos en el amor y allí, en el odio. No puedes salir de él si los libros te explican cuando eres un niño que tienes que hacerte mayor para matar a los judíos. Cuando tienes veinte años, haces lo que has escuchado. Nosotros celebramos la vida y ellos, la muerte. ¿Con quién vamos entonces a hacer la paz?
¿Cree que hay civiles al margen de Hamás?
Después de los terroristas entraron muchos civiles a robar y a matar con machetes y hoces. Yo pensaba que estaba Hamás y, después, el resto de la gente. Ahora ya no sé quién es quién. Quizás haya gente que quiera vivir en paz, pero son una minoría.
Edith pide un café con leche y por un momento, abandona el llanto momentáneamente para enfadarse. La saca de allí la mención al Gobierno de Israel, que no la ha visitado, «porque saben que no serán bien recibidos. Debería haber una investigación neutral a toda la gente que tuvo la culpa y que vayan a la cárcel. Es algo que no se puede vivir. El Gobierno de Netanyahu lleva veinte años en el poder y sabían que Catar pasaba valijas de dinero a Hamás, que hacían túneles, que se estaban armando para hacer esto, y no hicieron nada. ¿Cómo el Mossad, que hizo la operación de los buscapersonas en el Líbano, no fue capaz de cuidar de nosotros? Esto hay que investigarlo. Debemos saber lo que pasó·.
«El día en que liberaron a los veinte últimos rehenes, hubo una fiesta. yo me repetía: ‘¿Por qué volvieron ellos y los míos no?’»
Edith es fisioterapeuta y tardó meses en poder volver a trabajar. «Estaba en shock». Esta mujer sabe que «la vida no va a volver a ser lo que fue por ese dolor tan profundo. Todo es distinto: lo dulce ya no es tan dulce. La alegría no es tan alegre. No sé si algún día volveré a ser la misma».
Una boda, una tragedia
No podía ni puede salir de aquella angustia de bebés raptados, asombro del Gobierno y de un país herido en su orgullo. Toda su vida sigue girando alrededor del 7 de octubre. «Hace un mes casé a mi hijo y lo que tenía que ser una alegría fue una tragedia».
Ni siquiera las buenas noticias de la guerra la llenaban o, peor, ahondaban en la herida. «El día en que liberaron a los veinte últimos chicos, hubo una fiesta. Tenía la televisión encendida para ver qué es lo que pasaba. La gente estaba contenta y todo el mundo lloraba por la calle. Yo quería llorar de alegría, pero no podía hacerlo. Me preguntaba: ‘¿Por qué volvieron ellos y los míos no?’ Esta es una sensación muy difícil de contar. Por un lado, sientes alivio porque esto se ha terminado aunque quedan tres cuerpos por entregar, pero por otro sientes un vacío muy grande».
Todo aquel vacío solo lo llenaba el comportamiento de la gente. El Gobierno de Argentina otorgó la nacionalidad a toda la familia Bibas. «Pensamos que así sería más fácil negociar. Se portaron muy bien», reconoce. La gente le llevaba comida, regalos, de todo. Les hacían la compra. A las familias con niños les regalaban juguetes, ropa, cepillos de dientes.
¿Cómo ha vivido la oposición a Israel de muchos países como España?
Ha sido terrible, como si me clavaran un cuchillo en el corazón. Toda esa gente negando lo que pasó, o diciendo que nos merecíamos lo que nos hicieron. ¿Los bebés pelirrojos se lo merecían? ¿Mi hermano, que nunca hizo mal a nadie, se lo merecía? ¿En serio? Mi cuñada, que era maravillosa, o Shiri, una maestra jardinera… Es una tremenda injusticia que duele muchísimo. La posición de España sobre el 7 de octubre me mató, quizás por cercanía, o porque sigo las noticias de allí. Es horrible. Lo que ha hecho el Gobierno de España es un asco. Politizaron nuestra tragedia para tapar sus cosas. Es una ofensa constante.