The Conversation
María del Carmen Pérez-Fuentes, Universidad de Almería; José Jesús Gázquez Linares, Universidad de Almería, and María del Mar Molero Jurado, Universidad de Almería
Son muchas las situaciones que nos generan emociones en nuestro día a día. La canción que sonaba de fondo en aquella velada inolvidable. La escena de la película en la que empatizamos con el protagonista. El recuerdo del lugar donde jugábamos en la infancia…
En todo caso, emocionarnos nos recuerda que estamos vivos. Las emociones dejan huella en nuestro camino. Cualquiera de nosotros podría poner ejemplos de experiencias, situaciones o estímulos que elicitan una emoción. Las emociones están ahí, para ser vividas, comprendidas, expresadas. En la medida en que seamos capaces de gestionar nuestra vida emocional, podemos charlar sobre inteligencia emocional.
La inteligencia emocional no es algo nuevo, aunque tendamos a pensar que sí. Le ocurre también a otros términos aparentemente “novedosos”, como la resiliencia. Presentes desde hace mucho en familias que no llegan a final de mes y, aun así, nunca se rinden.
Desde el principio de los tiempos, venimos afrontando situaciones que requieren de un manejo efectivo de nuestras emociones. Solo que ahora se le asigna un nombre para estar seguros de que hablamos todos de lo mismo. Además de que nos da pie a medirlo y proponer intervenciones orientadas a su mejora.
Inteligencia emocional, ¿cueces o enriqueces?
Imaginemos que estamos preparando un guiso y que le echamos ingredientes como la alegría, la tristeza, o la ira, emociones que experimentamos a diario de manera casi automática. El guiso se está cociendo y resulta aceptable. Ahora bien, ¿podemos mejorar la receta?
La respuesta de nuestras abuelas, expertas cocineras, sería que el secreto no está en los ingredientes, sino en la calidad del proceso. De manera que podríamos mejorar el guiso si atendemos al modo en que tratamos los ingredientes.
Traducido a las emociones, significa que no basta con sentir alegría, hay que saber reconocerla. Que no basta con sentir tristeza, sino ser capaces de detectar que está presente en otros. Tampoco basta con experimentar la ira, sino expresarla de manera controlada con los oportunos ajustes circunstanciales.
Bien, sigamos con nuestro guiso. Disponemos de ingredientes de todo tipo. A priori, degustamos como dulces, salados, amargos, picantes, etc. a sabiendas de que el sabor se mantiene agradable mientras se administre con buena medida.
Porque, ojo, a nadie le gusta un postre excesivamente dulce. Tampoco un aderezo que se rinda al fuego del picante. Las emociones, al igual que los sabores, pueden enriquecer nuestra vida. Pero lo hacen, independientemente de su valencia positiva o negativa, siempre y cuando su disposición contribuya a la homeostasis (equilibrio) emocional.
¿Emociones confinadas o confitadas?
Y entonces, la pandemia de covid-19 llegó y nos sorprendió cocinando… Cuando parecía que lo teníamos todo bajo control, se acabaron los contactos familiares, los abrazos, las conversaciones cara a cara… Ahora debemos sonreír bajo una mascarilla. ¿Acaso las emociones también deben guardar confinamiento?
Con esta especie de cambio de las reglas del juego, no resulta tan fácil sentir y expresar emociones en un contexto social limitado. Durante las primeras semanas de confinamiento las emociones pasaron desapercibidas. Confinadas por la situación de encierro, la incertidumbre y la propia enfermedad.
Sin embargo, ahí estaban los sentimientos de tristeza-depresión, ira-hostilidad y ansiedad, los más frecuentes entre la población. Además, los datos apuntan a un perfil de riesgo o mayor vulnerabilidad en mujeres jóvenes con hijos menores a su cargo.
Igualmente, hay que tener en cuenta el posible efecto protector de la inteligencia emocional ante la percepción de amenaza por la covid-19. Es decir, nos enfrentamos a circunstancias que parecen ir en contra de nuestra salud (en su concepción más amplia) y bienestar. Pero no vamos a la trinchera sin luchar: vamos cargados de recursos emocionales que nunca se debieron confinar.
Volviendo a la jerga culinaria, la RAE define el término “confitar” como “endulzar o suavizar”. Es decir, cubrir con un baño de azúcar para hacer algo más agradable al paladar. Jugando con ese concepto, podríamos pensar en confitar nuestra vida emocional. Tomando las emociones positivas como aderezo principal para que la (di)gestión de emociones negativas sea más fácil.
Viviendo una pandemia hemos aprendido algunas cosas:
- Que, al igual que la buena cocina, la gestión o el manejo de nuestras emociones requiere de tiempo (a fuego lento) y equilibrio (armonía entre los ingredientes).
- Que un cambio en las circunstancias conlleva necesarias adaptaciones en nuestro modo de pensar, pero también de sentir, de experimentar…
- Que cualquier cambio ha de ser visto desde la oportunidad, un reto personal para poner a prueba las fortalezas del ser humano.
¡Buen provecho emocional!
María del Carmen Pérez-Fuentes, Profesora Titular de Universidad, Universidad de Almería; José Jesús Gázquez Linares, Catedrático de Psicología Evolutiva, Universidad de Almería, and María del Mar Molero Jurado, Profesora Titular en el Departamento de Psicología, Universidad de Almería
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.