A las ocho menos diez de la tarde del pasado sábado, a muchos estadounidenses se les atragantó la cena. La pantalla de los móviles mostraba la noticia: EE.UU. entraba en guerra con Irán, Donald Trump anunciaba que el ejército había ejecutado ataques a … tres instalaciones nucleares de Irán.
Era una apuesta tan audaz como arriesgada, con capacidad de definir su presidencia. Trump daba el paso que sus antecesores no se atrevieron a dar: ir de forma directa a por el programa nuclear iraní, una nube negra que ha condicionado la política exterior de EE.UU. en la región durante décadas. El multimillonario se jugaba mucho en la apuesta: su capital político interno, con una decisión contraria a la inclinación aislacionista de sus bases; y, sobre todo, amenazaba con embarrar a la primera potencia mundial en un conflicto en Oriente Próximo de consecuencias impredecibles.
Dos días después, Trump celebraba un alto el fuego entre Irán e Israel, dos enemigos irreconciliables. Anunciaba que la paz había llegado, felicitaba a los rivales, hablaba de un futuro de prosperidad y armonía para todos. La fragilidad del cese de hostilidades y incertidumbre del panorama que se abre por delante no desmerecen las 48 horas de sorpresas, ataques, negociaciones y caos con las que Trump ha podido cambiar Oriente Próximo.
El ataque
«Hemos completado un ataque muy exitoso de las tres instalaciones nucleares de Irán», compartió Trump a las 19.50 del sábado, al comienzo de la madrugada del domingo en España, en su red social. Trump llevaba días amagando con la posibilidad de atacar a Irán. Unos días antes, su gran socio en la región, Israel, había iniciado los ataques contra su gran enemigo, con la intención de debilitar su programa nuclear y sus instalaciones militares más avanzadas.
Después de muchos años alertando sobre la inminencia de la consecución de un arma nuclear por parte de Irán, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, había abierto la guerra contra Irán el 13 de junio. Un conflicto que le serviría para retrasar el programa nuclear iraní pero también para que Netanyahu, cada vez más debilitado, reforzara su posición de puertas adentro.
La de EE.UU. fue una operación militar -bautizada como ‘Martillo de Medianoche’- de alto voltaje: siete bombarderos B-2 -indetectables y de gran rango y capacidad- acompañados de decenas de cazas, el lanzamiento por primera vez de una bomba anti-búnker de casi 15.000 kilos -el arma convencional de mayor peso-, y misiles Tomahawk desde submarinos nucleares. Fue rápida, quirúrgica y sin coste humano. Y ejecutada con total secretismo y con despiste: un escuadrón de B-2 tomó rumbo hacia el Pacífico, con una trayectoria detectable, lo que confundió a muchos sobre la existencia del ataque. También, con probabilidad, a Irán.
La decisión
«Nadie sabe lo que voy a hacer», alardeó Trump unos días antes de que se produjera el ataque. Era verdad. En su estilo caótico, de mensajes contradictorios y confusos, el presidente de EE.UU. apuntaba a sumarse a Israel con un ataque al programa nuclear de Irán, después de no haber conseguido avances diplomáticos para un objetivo inaceptable para el Gobierno de Teherán: renunciar al enriquecimiento de uranio.
La posición de la Administración Trump fue cambiante tras conocerse los primeros ataques de Israel. Primero, dijo que fue una decisión unilateral de su socio, en la que no había participado. Después, Trump, en plena cumbre del G7 en Canadá, se abrió a sumarse. Trufaba sus mensajes de lenguaje agresivo: amenazas veladas con el asesinato del Líder Supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei, advertencias del «control total de los cielos de Irán», llamamientos a la evacuación de Teherán, exigencias de «rendición incondicional». Pero siempre mantenía la puerta abierta a las negociaciones y decía que las conversaciones con Irán iban muy bien.
El jueves, su portavoz, Karoline Leavitt, leyó en una rueda de prensa un mensaje de Trump que decía que el presidente decidiría sobre atacar o no Irán en un plazo de dos semanas. No se cumplió ni de lejos. Treinta horas después, el multimillonario daba luz verde. La operación estaba planeada antes de que Trump hablara de ese periodo de dos semanas. Era una cortina de humo.
El contexto
La Administración Trump sabía desde hacía meses que Netanyahu atacaría a Irán. La cuestión era qué hacer al respecto. Trump tenía que manejar intereses internacionales y domésticos. La prioridad de su política exterior es Oriente Próximo, donde ve una oportunidad para la estabilidad basada en la transacción económica, no en ninguna intención de impulso democrático, como amagaron con resultado desastroso sus antecesores demócratas. Lo dejó claro en su primer viaje internacional, que inició con sus socios del golfo Pérsico, desde Arabia Saudí a Qatar. Las referencias que hizo entonces a Irán pasaron desapercibidas, entre escándalos de menor fondo, como los groseros conflictos de interés con su empresa familiar. En su importante discurso en Riyad, Irán fue uno de los grandes protagonistas. Trump dijo que quería un acuerdo con Irán, que le ofrecía una rama de olivo, que su intención es que sea un país exitoso. Pero la base es que renuncie a su programa nuclear: «Las cosas están ocurriendo rápido. Tienen que tomar su decisión en uno u otro sentido«, advirtió.
Trump había dado un ultimátum a Irán de 60 días para dar pasos decisivos sobre su programa nuclear. Israel atacó nada más concluir ese plazo. El presidente de EE.UU. sabía que eso iba a ocurrir.
Las complicaciones eran mayores dentro de EE.UU.: la posibilidad de la intervención militar despertó críticas entre sus bases, a las que prometió ser un «pacificador» y dejar un legado basado en «las guerras en las que no entraré». Con buena parte de su electorado cansado de las ‘forever wars’, las guerras interminables, desde Irak a Afganistán, el riesgo político de enzarzarse en un conflicto con Irán era formidable.
El impacto
Trump ofreció un mensaje televisado a la nación el sábado a última hora de la noche para informar sobre los ataques. Aseguró que fueron un éxito total. Pero su impacto se mediría en dos elementos: el alcance del debilitamiento del programa nuclear de Irán -el objetivo de la operación militar- y la respuesta que daría Irán, que definiría el tamaño de la crisis en la que Trump había metido a EE.UU.
El presidente corrió a decir que el programa nuclear de Irán quedó «completamente destruido», algo que sus altos cargos han matizado y cuyo alcance tardará en comprobarse. Y también se apresuró en advertir a Irán de que cualquier represalia sería contestada con una fuerza «mucho mayor» que la mostrada en los ataques del sábado.
Trump se pasó el domingo defendiendo estos dos puntos, en medio de la tensión en todo el mundo, a la espera de la acción militar de Irán. Cuando esta llegó el lunes, fue la mejor noticia: un ataque simbólico, telegrafiado, controlado, sin víctimas ni daños materiales, a una base militar de EE.UU. en Qatar. Irán no quería guerra.
La paz
Entre el caos, las amenazas públicas, las contradicciones, las idas y venidas, la maniobra le salió redonda a Trump: apoyó a su gran socio -Israel- en una guerra que debilita a Irán, dañó de manera contundente -habrá que comprobar cuánto- el programa nuclear iraní, arrinconó a Teherán en la región y ejecutó una operación militar contra un rival estratégico sin meter a EE.UU. en una nueva guerra. El comandante-en-jefe de EE.UU. celebró el ataque a su base en Qatar como un triunfo de la paz, lo que su público quiere escuchar. Poco después, cuando todavía no se habían cumplido 48 horas del anuncio del ataque a Irán, remataba la gestión con el anuncio de un acuerdo de alto el fuego entre Israel e Irán. Lo hizo con un mensaje confuso, en el que era difícil entender a ciencia cierta cuándo empezaba el cese de hostilidades. Y que probablemente contribuyó a que ambos bandos lo incumplieran en los primeros momentos. El presidente los abroncó este martes por la mañana, con apenas un par de horas de sueño antes de salir a la cumbre de la OTAN en La Haya.
Pese a la fragilidad del alto el fuego, pese a la incertidumbre que flota en Oriente Próximo, Trump volaba a Europa reforzado, dentro y fuera de EE.UU., tras dos días de una combinación de mano dura y diplomacia nunca vistas.