Todo acabó y empezó el 30 de abril de 1945, hace ocho décadas, cuando Adolf Hitler se pegó un tiro en la cabezaen el búnker de la cancillería en Berlín. Su cadáver fue incinerado, siguiendo las instrucciones de su testamento. Dos días después … , los soviéticos izaban su bandera sobre el Reichstag. La derrota de Alemania, que capituló el 8 de mayo, propiciaría enormes cambios sociales y políticos, un verdadero terremoto cuyos efectos se extendieron hasta la caída del Muro de Berlín en 1989.
«La guerra lo cambió todo. La vuelta a la Europa de 1939 era imposible. Ésta era la visión de los jóvenes y los radicales, pero igual pensaban las personas de la anterior generación», escribe Tony Judt en su libro ‘Postguerra’. El general Charles de Gaulle lo expresó con unas palabras muy similares: «La catástrofe produjo un cambio de mentalidad. Muchos interpretaron 1939 como el fracaso del sistema y de las clases y los valores dominantes». Así era. En mayo de 1945, nadie pensaba en Europa en la restauración del orden imperante tras la I Guerra Mundial y los tratados de Versalles.
«La catástrofe produjo un cambio de mentalidad. Muchos interpretaron 1939 como el fracaso del sistema y de las clases y los valores dominantes»
El general Charles de Gaulle
Europa era un continente devastado al final de la contienda. Los miles de ciudades en escombros, las vías ferroviarias y carreteras destruidas, las fábricas inutilizables y cerca de diez millones de personas que tenían que ser reubicadas trazan un escenario de miseria y desolación sobre el que fue preciso edificar una nueva sociedad. La Unión Europea surgió de las ruinas de naciones destruidas por la guerra y una crisis moral y política sin precedentes.
Dos potencias
No se puede comprender el mundo tal y como es hoy, y eso incluye a Europa, sin conocer las decisiones que se tomaron tras la derrota de Alemania y Japón, que contribuyeron a configurar un nuevo orden mundial. Dos potencias emergieron de la catástrofe a la que hacía referencia De Gaulle: Estados Unidos y la Unión Soviética. Y ello mientras se aceleraba un proceso de descolonización, impulsado por la ONU, creada en 1945 para mantener la paz y la seguridad.
Mientras países como la India, Pakistán e Indonesia se emancipaban de sus potencias coloniales, empezaba a surgir en Europa la necesidad de una cooperación que evitara una repetición de la tragedia. Años más tarde, en sus memorias, Giscard d’Estaing evocaba que el canciller Schmidt le confesó en una cena en su casa de Hamburgo que uno de sus abuelos era judío. En un momento de gran emotividad, los dos hombres de Estado se pusieron de acuerdo en que ambos harían lo posible para estrechar las relaciones entre Francia y Alemania e impulsar una Europa fuerte y unida. «La única opción para evitar otra guerra es avanzar hacia la unión de Europa. Esa es la razón, puramente política y no económica, de la necesidad del Mercado Común», afirmó Schmidt.
1951
Fue el año de creación de la CECA, la Comunidad del Carbón y del Acero
Uno de los pasos para encaminarse hacia el Mercado Común europeo
La creación de la CECA, la Comunidad del Carbón y del Acero, data de 1951. Fue el precedente de los Tratados de Roma, suscritos en 1957, que marcan el nacimiento de la Comunidad Económica Europea, que establecía una unión aduanera y un mercado común. Un salto de gigante del que nacería la Europa del presente. Si hoy existe el euro como moneda única es porque, décadas antes, se creó la llamada «serpiente monetaria» que establecía un tipo de cambio semifijo entre el franco y el marco.
Mientras muchas naciones africanas y asiáticas procedían a declararse independientes y Europa comenzaba a dar pasos hacia su integración, Europa y la Unión Soviética se enzarzaban en una pugna por la hegemonía política que desembocó en la Guerra Fría. El propio Winston Churchill reconoció que el reparto del mundo en dos bloques y el enfrentamiento entre las dos potencias había comenzado en 1944 a medida que la Wehrmacht cedía terreno a los soldados aliados y al Ejército Rojo.
Los tres actores
En febrero de 1945, cuando Stalin, Roosevelt y Churchill se reunieron en Yalta (Crimea) en un antiguo palacio de los zares, la desconfianza entre los tres dirigentes era patente. Sabían que la derrota de Hitler era inevitable e intentaban negociar el futuro de Europa desde una posición de fuerza. Stalin temía que las tropas de Estados Unidos extendieran sus tentáculos hasta Polonia y los territorios del Este y Roosevelt tenía muy presente que el líder comunista había pactado con Hitler en 1939. Fue de allí de donde salió el reparto de Europa en áreas de influencia, un acuerdo ratificado meses después en Potsdam, ya fallecido Roosevelt y con Truman en el poder.
En enero de 1945, varias semanas antes de acudir a Yalta, Churchill afirmó: «No se llamen a engaño. Todos los Balcanes, excepto Grecia, pasarán a ser bolcheviques. No podré hacer nada para evitarlo. Igual sucederá con Polonia». Estas palabras fueron proféticas. No resulta exagerado decir que la Guerra Fría nació en aquel palacio de Crimea. La confrontación entre el bloque capitalista que encabezaba Estados Unidos y el modelo soviético era tan previsible como inevitable.
«No se llamen a engaño. Todos los Balcanes, excepto Grecia, pasarán a ser bolcheviques»
Winston Churchill
Primer ministro británico
Tras la invasión de Rusia por el Ejército de Hitler en junio de 1941, Stalin había empezado a desconfiar de Roosevelt y creía que los americanos se estaban aprovechando del esfuerzo de guerra soviético. Pensaba que Estados Unidos no ayudaban lo suficiente y que su estrategia era permitir que la Unión Soviética quedara desangrada para luego erigirse como la potencia hegemónica en un nuevo orden mundial.
El final de la guerra coincide con el comienzo de la Guerra Fría, un concepto acuñado por George Orwell. El Ejército Rojo ocupa Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria y la zona oriental de Alemania, incluido el este de Berlín. Surge entonces el Telón de Acero, que dividiría Europa desde 1945 a 1989, el año en el que cae el Muro de Berlín y la Unión Soviética da sus últimas bocadas con un Gorbachov desbordado por los acontecimientos.
Aprovechando la presencia de los soldados soviéticos, Stalin organiza una farsa de elecciones en esos países y coloca a los dirigentes comunistas, muchos de ellos, formados en Moscú, al frente de los gobiernos. Los medios de producción son nacionalizados, la prensa pasa a ser controlada y las libertades civiles, abolidas. Bajo un discurso antiamericano y anticapitalista, Stalin impone una férrea disciplina en el bloque comunista. Cualquier forma de disidencia es perseguida y castigada con la pena de muerte. «Todo lo que el Ejército Rojo necesitaba hasta llegar del mar del Norte al Mediterráneo eran botas», escribió Dennis Healey, futuro ministro laborista.
«Todo lo que el Ejército Rojo necesitaba hasta llegar del mar del Norte al Mediterráneo eran botas»
Dennis Healey
Futuro ministro laborista
La frase no es una exageración. Refleja la destrucción de una Europa ocupada por las fuerzas aliadas y los tres millones de soldados de Stalin. No hay mejor ejemplo del nivel de destrucción provocado por el conflicto que Berlín. El 90% de los edificios de la capital alemana quedó reducido a ruinas por las 40.000 toneladas de bombas de la aviación soviética, lanzadas en las dos últimas semanas de abril. Hamburgo, Colonia, Dusseldorf y Dresde corrieron la misma suerte. La magnitud de la devastación sólo es comparable a la de la Unión Soviética con 700 ciudades y 60.000 pueblos destruidos, 52.000 fábricas en ruinas y 40.000 millas de ferrocarril, inutilizables. Las víctimas mortales rusas se cifraron entre 20 y 25 millones de personas, según las diferentes estimaciones. Las dos terceras partes eran civiles. Alemania sufrió entre siete u ocho millones de muertos, de los cuales 1,5 millones a causa de los bombardeos aliados. Polonia registró casi siete millones de víctimas, una cifra mucho más alta que las pérdidas de Francia o Gran Bretaña.
En este terrible escenario, millones de europeos tuvieron que emigrar sea de manera forzosa o sea porque eran prisioneros de guerra. Casi dos millones de alemanes (eran la cuarta parte de la población) fueron expulsados de Checoslovaquia, 623.000 se tuvieron que marchar de Hungría y 1,3 millones, de Polonia. En la conferencia de Potsdam, se pactó que las poblaciones alemanas de los países del Este fueran evacuadas a su país de origen étnico. En sentido contrario, más de dos millones de trabajadores forzosos rusos en el Tercer Reich tuvieron que volver a su patria. Muchos de ellos, fueron acusados de traición e internados en campos de concentración. Había refugiados que habían perdidos su casa y su familia y no sabían donde volver. Un periodista británico narró como vio con sus ojos a una columna de más de 20.000 cosacos que eran expulsados de sus hogares en Crimea.
Uno de los episodios más oscuros, ocultado hasta hace pocos años, fue el avance del Ejército Rojo hacia Berlín tras cruzar la frontera polaca. Algunos historiadores como Antony Beevor calculan que cerca de un millón de mujeres alemanas fueron violadas por los soldados comunistas, que saquearon cientos de miles de viviendas. Stalin lo justificó y lo permitió. Está documentado que, a finales de 1945 y los primeros meses de 1946, nacieron unos 150.000 niños en Alemania como resultado de esas violaciones.
En Francia, Italia, Holanda, Dinamarca y los países que quedaron bajo la tutela de las tropas americanas, los primeros meses de la postguerra estuvieron marcados por el castigo a los colaboracionistas. «La venganza no tiene sentido, pero ciertos hombres no pueden ocupar un lugar en el mundo que queremos construir», escribió Simone de Beauvoir.
Ejecuciones
Cerca de 100.000 colaboracionistas fueron ejecutados en Francia desde julio de 1944 a finales de 1946, según datos recopilados por Tony Judt en su libro. Las escenas de mujeres rapadas y semidesnudas, castigadas por haber tenido relación con los alemanes, eran habituales en las calles de las ciudades francesas. Pétain fue condenado a muerte y luego indultado por De Gaulle. Pierre Laval, ex primer ministro de Vichy, fue fusilado. En Holanda, 100.000 personas fueron enviadas a prisión. De ellas, 154 fueron juzgadas y condenadas a muerte. En Bélgica, fueron fusiladas más de un centenar. En Checoslovaquia, se dictaron 700 penas máximas.
Mientras en la Europa occidental se debatía el castigo a quienes habían colaborado con Hitler, los principales dirigentes nazis eran juzgados y sentenciados a penas de muerte en Nuremberg. Anne O’Hare McCormick, una periodista del ‘New York Times’, escribió: «Nunca ha habido en la historia tanta destrucción y dolor. Tampoco hay precedentes de tanto resentimiento. El odio llena el aire». Es cierto, pero era imposible pasar por alto los terribles crímenes cometidos contra la humanidad por los nazis y sus cómplices. Seis millones de judíos habían perecido en el Holocausto.
«La guerra ha hecho retroceder a los napolitanos a la Edad Media. Anhelan milagros y sacerdotes para curar las heridas», manifestó Norman Lewis. Ése era el estado de ánimo de millones de europeos, que se volcaron en la religión en un intento de buscar consuelo y redención. H. G. Wells observó: «No es que Europa viviera una lenta decadencia como Roma y otras civilizaciones que se fueron tambaleando y declinando. Sencillamente todo saltó de golpe por los aires».
Conscientes de que el orden anterior había desaparecido y que era necesario crear una nueva legalidad internacional, los vencedores firmaron el 25 de junio de 1945 en San Francisco la carta fundacional de la ONU. Se adhirieron 5i países, que acordaron la disolución de la Sociedad de Naciones. Tres años después, la ONU adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La esperanza de los fundadores era que el organismo sirviera para evitar nuevas guerras, una utopía que no se cumplió. Pero desde el primer momento la Unión Soviética, Estados Unidos, Gran Bretaña, China y Francia gozaron de derecho de veto en el Consejo de Seguridad, una prerrogativa que no dudaron en utilizar en lo sucesivo y que debilitó la legitimidad de la institución.
Plan Marshall para la reconstrucción
En 1948, la Administración dirigida por el presidente Truman aprobó el Plan Marshall con una inversión de 13.000 millones de dólares para reconstruir Europa. En los siguientes cuatro años, el dinero se invirtió en recuperar infraestructuras y en modernizar la industria. El objetivo no confesado del Plan era evitar la propagación del comunismo. La CIA desplegó todos sus medios para poner en evidencia el peligro de la ideología soviética en una auténtica batalla cultural.
Fue en la década de los 50 cuando, gracias a la ayuda de Estados Unidos y una gran estabilidad política, el Estado del Bienestar se desarrolló en Europa con una educación y una sanidad que llegaban prácticamente a toda la población. La alternancia en el poder entre democristianos y socialistas propició una etapa de prosperidad que duró casi tres décadas hasta el estallido de la crisis del petróleo en 1973.
En el bloque comunista, la muerte de Stalin en 1953 terminó con una represión salvaje y una serie de purgas que habían sembrado el terror entre la población. Kruschev, su sucesor, emprendió tímidas reformas. «Era necesario enseñar a la gente a no pensar, obligar a las personas a ver lo que no existía y a creer lo contrario de lo obvio», afirmó Boris Pasternak, el autor de ‘Zhivago’, sobre un estalinismo que sufrió en sus carnes cuando le obligaron a renunciar al Nobel tras prohibir la difusión de su novela.
En este clima de abierta confrontación ideológica, Estados Unidos impulsó la creación de la OTAN en 1949 mediante un tratado firmado en Washington. Canadá y una decena de Estados europeos se adhirieron a la alianza que implicaba el concepto de defensa mutua en caso de agresión. Luego se sumaron Grecia y Turquía. Todavía el 80% del gasto de la OTAN era asumido por Estados Unidos en la década de los años 60. Ni que decir tiene que el mando militar y las líneas políticas estaban en manos de Washington.
La réplica a la OTAN fue la puesta en marcha del Pacto de Varsovia en 1955, diseñado a la medida de los intereses de la Unión Soviética. Fue en ese momento cuando surgió el concepto de «equilibrio del terror», que suponía que los dos bloques tenían la capacidad para destruir al adversario. La Unión Soviética y Estados Unidos disponían de armamento atómico. La Guerra Fría alcanzó el máximo nivel de tensión en los últimos años de la década de los 50 cuando se dispararon los temores de un ataque nuclear en los dos lados del Telón. Estados Unidos instaló misiles en Alemania, franceses y británicos desarrollaron armas nucleares y la OTAN construyó bases en toda Europa, mientras el Ejército Rojo movilizaba una enorme fuerza militar en los países satélites. Alemania Oriental se convirtió en un país ocupado por los soldados soviéticos y la omnipresente Stasi, el servicio de espionaje interior y represión de la disidencia.
La población de los Estados del bloque soviético no gozó del desarrollo económico y social de Europa Occidental, cuyo crecimiento en las dos décadas posteriores al final de la guerra fue espectacular. Por el contrario, Moscú tuvo que intervenir militarmente en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968 para abortar las reformas que cuestionaban el comunismo. Cerca de 700.000 soldados y 2.000 tanques del pacto de Varsovia fueron enviados a Praga para reprimir la llamada «revolución de terciopelo», iniciada por Alexander Dubcek.
Mientras la Guerra Fría seguía su escalada, el proceso de descolonización ponía fin a los antiguos imperios de Gran Bretaña, Francia, Italia y otros países europeos. En agosto de 1947, India consiguió su independencia tras más de dos siglos de dominio británico. El movimiento de protesta pacífica, encabezado por Mahatma Gandhi, obligó al Imperio de Jorge VI a ceder bajo una fuerte presión internacional. En los años siguientes, numerosos países africanos y asiáticos siguieron el mismo camino. Marruecos no obtuvo su independencia hasta 1956 y Kenia hasta 1963. «Para nosotros el comunismo es tan malo como el capitalismo. Lo que queremos es derrotar al imperialismo y construir una nación propia, Que nuestras cosechas y nuestro ganado alimenten a nuestros hijos», aseguró Jomo Kenyatta, el padre del Estado recién nacido.
El papel de la China comunista
China se liberó de la ocupación japonesa en 1945, pero ello no supuso la paz. En 1927, había comenzado una guerra civil entre el líder nacionalista Chiang Kai-shek y Mao Tse Tung, dirigente comunista. Millones de personas perdieron la vida y extensas regiones quedaron devastadas hasta que en 1949 Mao logró doblegar a su enemigo. Chiang tuvo que huir a Taiwan, mientras China se transformaba en una sociedad comunista. Mao eliminó cualquier atisbo de oposición, depuró el partido y creó una nueva clase fanatizada para llevar la Revolución a toda la población. A finales de los años 50 y pese a la afinidad ideológica, la relación con la Unión Soviética empezó a tensarse hasta llegar a una hostilidad abierta. En la época de Nixon, en los años 70, Kissinger normalizó la relación de Estados Unidos con China, mientras Mao invertía enormes recursos en un Ejército para amedrentar a sus vecinos soviéticos.
A nivel geoestratégico, el ascenso del comunismo en China durante la postguerra pudo ser contrarrestado por Estados Unidos mediante una estrecha alianza militar y económica con Japón, que, tras su derrota, aceptó la desmilitarización y una administración bajo la supervisión de Estados Unidos. Japón, Corea del Sur, Tailandia, Vietnam del Sur, Filipinas y otros países del sudeste de Asia se alinearon con Washington.
En la década de los 60, como consecuencia de los pactos de la postguerra y el reparto territorial de Yalta, el mundo estaba dividido en tres esferas de influencia: Occidente, con Europa y Norteamérica a la cabeza, el bloque soviético y los países no alineados, un movimiento creado en 1955 en la conferencia de Bandung por líderes como Nasser, Nehru y Sukarno.
«El éxito y el porvenir de los países no alineados estará en no dejarse engañar por la ideología imperialista. Sólo la alianza más estrecha de las fuerzas progresistas nos dará la victoria sobre el colonialismo y el racismo», afirmó Fidel Castro, que intentó conjugar el comunismo como la pertenencia a este movimiento. Muchos países rechazaron este punto de vista.
Cae el Muro de Berlín
El mundo que emergió de la II Guerra Mundial se mantuvo sin grandes cambios hasta 1989, la fecha de la caída del Muro de Berlín. La Unión Soviética desapareció de la noche a la mañana, los antiguos países del bloque comunista se transformaron en democracias parlamentarias y el Pacto de Varsovia se derrumbó tras la destitución de Gorbachov. Fue en esa época cuando el historiador Francis Fukuyama acuñó el concepto de «final de la historia», que sugería que el capitalismo y la libertad de mercado habían ganado al comunismo. Pero el optimismo que produjo el derrumbe del sistema soviético no trajo la paz ni el final de las injusticias sociales ni el desarme de las naciones. El ataque a las Torres Gemelas en septiembre de 2001 despertó al mundo de la ensoñación de un futuro en paz y en libertad.
Ocho décadas después de la derrota de Alemania y el final de la II Guerra Mundial, la llegada al poder de Donald Trumpsupone la liquidación definitiva del orden configurado por Roosevelt, Stalin y Churchill. China ha emergido como la gran potencia mundial, mientras Trump rompe sus vínculos con Europa y proclama sus deseos de instaurar una República imperial, retrocediendo más de un siglo en el tiempo. Ya no hay una guerra con armas, pero sí con aranceles, mientras Trump amenaza con anexionarse Canadá y Groenlandia. En un planeta globalizado donde la información fluye en tiempo real, los Estados se repliegan mientras la OTAN se desmorona y Europa planea su rearme frente a la agresión de Putin. Aquel mundo de la postguerra ya no es éste, pero no podemos entender lo que ha pasado en las últimas décadas si desconocemos la historia. «Los tiempos felices son páginas en blanco», escribió Hegel hace más de dos siglos. No hay páginas en blanco en la historia de Europa.