Entre vítores, banderas gigantes ondeando en la Rosaleda y el aplauso cerrado de su equipo –con la notable ausencia de Elon Musk–, Donald J. Trump proclamó el 2 de abril de 2025 el «Día de la Liberación». Lo presentó como un momento … fundacional: «la jornada en que recuperamos el destino de Estados Unidos y comenzamos a hacer que América vuelva a ser próspera». Fue una escenografía milimétricamente coreografiada, plagada de símbolos patrióticos, para anunciar una ofensiva arancelaria sin precedentes, destinada a reordenar el comercio mundial por decreto.
Siete días después, ese mismo presidente que presume de nunca retroceder, que convierte la negación en doctrina y la improvisación en narrativa, cerró el día con un mensaje lacónico, casi cabizbajo, en redes: «¡Vaya día, pero cosas más grandes están por venir!».
Entre ambas escenas, el país atravesó una de las semanas económicas más turbulentas de su historia reciente: 10 billones de dólares evaporados en los mercados, desplome en los fondos de pensiones, señales claras de desaceleración, despidos preventivos en la industria del automóvil y, lo más alarmante, una fuga sin precedentes del mercado de bonos del Tesoro. El activo más seguro del mundo se volvió tóxico. Los inversores, en lugar de refugiarse en él, comenzaron a huir.
Lo que Trump llamó liberación fue, en la práctica, una hecatombe autoinfligida. Y su rectificación –envuelta en retórica triunfalista– no fue más que una retirada forzada por la presión de Wall Street, el desconcierto en el Congreso y el pánico en su propio equipo.
Trump, al principio, no mostró ni una señal de alarma. Tras anunciar los aranceles, voló a Florida. Quería que lo vieran jugando al golf, como si nada ocurriese, como si el mundo no ardiera. En Mar-a-Lago, entre hoyos y cenas con donantes, repitió en redes: «Ya está funcionando. Mis políticas no cambiarán jamás. ¡Este es un gran momento para hacerse rico, más rico que nunca!».
No era tan buen momento. Discretamente, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, un banquero afable y de perfil bajo pero con ascendencia sobre el presidente, viajó discretamente a Florida. Su mensaje fue claro: el incendio es real. Los empresarios están aterrados, los socios internacionales responden con sus propios aranceles, China no va de farol, y los mercados no perdonan. Advirtió, además, que Pekín posee 760.000 millones de dólares en bonos del Tesoro de EE.UU. Si decidía venderlos, los tipos subirían, el dólar se debilitaría y el sistema financiero entraría en espiral.
Bessent regresó a Washington. Trump también. Pero mientras sus asesores más radicales –como Peter Navarro o el secretario de Comercio, Howard Lutnick– defendían escalar el conflicto, andaban por la Casa Blanca sonrientes, lanzando pullas, con gruesas carpetas bajo el brazo, el pánico se filtraba a todos los niveles.
El equipo de comunicación difundía teorías inverosímiles sobre planes secretos de devaluación, entre ellos el llamado «acuerdo de Mar-a-Lago», que supuestamente consistía en provocar una recesión controlada para devaluar el dólar, impulsar las exportaciones y debilitar a China. Aquel plan, mítico para algunos y fantasioso para otros, quedó en nada, mientras los mercados acumulaban pérdidas diarias de dos dígitos.
Ni siquiera la visita del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, sirvió para enmendar el caos. Israel ofreció concesiones, rebajas de aranceles, cooperación. Trump, aun así, le mantuvo un 17% de arancel y añadió un golpe inusual: «Ya os damos miles de millones en ayuda militar cada año».
Las advertencias se acumularon el martes. Primero, una larga llamada con senadores republicanos como Ted Cruz y Lindsey Graham, que le imploraron reconsiderar su política. Luego, una cadena de llamadas desde Japón, Corea, Italia y Suiza, todas con el mismo mensaje: estamos dispuestos a negociar, pero si siguen estos aranceles, habrá represalias.
Musk, que al principio respaldó la estrategia, rompió públicamente con Navarro, a quien llamó «inútil» y «más tonto que un saco de piedras». La portavoz Karoline Leavitt trató de minimizar el conflicto: «Es solo una riña de patio de colegio». Pero era evidente la comunicación interna en colapso.
El golpe de gracia llegó desde Fox Business. Jamie Dimon, consejero delegado de JPMorgan Chase, uno de los titanes bancarios, dijo en directo que EE.UU. iba camino a una recesión. Lo vio Trump, que rara vez ignora esos programas, los ve religiosamente, son el mejor método de llegar a él.
Cuando los inversores comenzaron a vender masivamente bonos del Tesoro –el activo más seguro del mundo–, el pánico se instaló brevemente en la Casa Blanca. Ese movimiento fue mucho más alarmante que la caída de la Bolsa: significaba que incluso la estabilidad financiera de la primera potencia estaba en duda.
Era el momento de claudicar
El miércoles por la mañana, Trump se encerró en el Despacho Oval con Bessent y Lutnick. Sin consultar a los abogados, redactaron el mensaje. A las pocas horas, anunció una moratoria de 90 días para los aranceles generales, dejando solo el castigo a China, que subió al 125%. Lutnick, el gran arquitecto del plan, compartió la decisión llamándola «uno de los mensajes mas extraordinarios de su presidencia». Pero en realidad era una desautorización en toda regla de sus peregrinas teorías de comercio.
Nadie del gabinete parecía informado. La secretaria de Agricultura, Brooke Rollins, defendía en ese momento los aranceles en la puerta del Ala Oeste en el mismo momento.
Pero antes de todo eso, Trump publicó un mensaje que ya muchos comparan con un escándalo bursátil: «Este es un gran momento para comprar». Con los mercados hundiéndose, y su equipo discutiendo internamente nuevas subidas, ese tuit podría ser considerado una advertencia privilegiada a sus seguidores. En cualquier otra administración, sería motivo de investigación.
Tras el anuncio, Bessent, secretario del Tesoro, y Leavitt, portavoz, salieron a defender el giro, sin aparente preparación. Dijeron que Trump había logrado que 75 países se sentaran a negociar. Que China era el verdadero problema. Que el presidente lideraría en persona la nueva ronda de negociaciones. Y que todo esto formaba parte de «la estrategia original». No aclararon por qué se castigaba a China por responder con sus aranceles y no a la Unión Eurooea, que había hecho lo propio.
Para reforzar el relato de que aquí no había pasado nada, que todo era un gran plan, el equipo rescató fotos del libro «El arte del trato» y viejos tuits de Trump sobre su amor por la negociación, que él comparaba con un arte como la pintura o la escultura: «Es lo que me da la vida».
Pero dentro del Ala Oeste, nadie dudaba ya de la verdadera causa del viraje: un colapso financiero inducido por la Casa Blanca, del que ya no se podía culpar a Joe Biden ni a los demócratas.
Trump cerró la jornada con aquel mensaje resignado. «Vaya día», escribió. Lo fue, uno de los que marcarán su legado para siempre.