«Aquel que salva al país no viola ninguna ley». La cita se atribuye a Napoleón Bonaparte. A mediados del mes pasado, alguien que sin duda se atribuye mayor peso histórico que el emperador francés, Donald Trump, la compartió en su red social. El … presidente la compartió sin dar explicaciones, pero con toda la intención. Y queriendo que nadie se la perdiera: la colocó durante un tiempo como su mensaje destacado, arriba de todo en la portada de su red social, la que visitan millones de personas todos los días para ver por dónde respira el presidente de Estados Unidos.
La cita no tenía explicación, pero sí contexto. Trump llevaba entonces algo menos de un mes en la Casa Blanca y ya había dejado claras las intenciones para su segundo mandato: imprimir una transformación radical de EE.UU. –como prometió en campaña– desde una concepción expansiva del poder ejecutivo del presidente.
Trump desembarcó en la Casa Blanca con una actividad ejecutiva frenética, en medio de una cascada de decretos presidenciales que no solo han desmantelado las políticas de su antecesor, Joe Biden, sino que ha arrollado concepciones previas sobre los límites del presidente. Por ejemplo, la toma de control de organismos supervisores independientes o la eliminación de agencias o de fondos aprobados por el Congreso.
Con aquella frase napoleónica, Trump buscaba conmocionar, provocar. Pero era también un aviso a navegantes sobre el asunto central de su segunda presidencia: el examen a la fortaleza institucional de EE.UU., la democracia más vieja y estable del mundo, el cuestionamiento de la separación de poderes, el giro autoritario hacia un ‘Presidente Sol’ que se impone sobre el Congreso y el poder judicial.
Crisis constitucional
El camino hacia una crisis constitucional ha tenido su episodio más revelador en los últimos días, en la guerra abierta contra uno de los jueces que ha buscado limitar la expansividad ejecutiva de Trump. La respuesta del Gobierno ha sido una que lleva hacia la colisión entre poderes: ignorar las órdenes de un juez. Ocurrió con el caso de las deportaciones exprés a El Salvador de migrantes a los que Trump acusa de pertenecer a la banda criminal venezolana Tren de Aragua. El presidente invocó una ley de 1798 pensada para tiempos de guerra, la Ley de Enemigos Extranjeros, para expulsarlos saltándose el proceso legal convencional. Adujo que EE.UU. sufre una «invasión» –uno de sus grandes lemas de campaña– y que el régimen de Maduro en Venezuela dirige la llegada de esas bandas.
Dos organizaciones de derechos civiles interpusieron demandas de urgencia para paralizar los vuelos de deportación. Lo hicieron ante las dudas de que el presidente tuviera autoridad para estas deportaciones y por la falta de evidencias presentadas por el Gobierno de que esos inmigrantes son miembros de Tren de Aragua. De hecho, abogados y familiares han clamado que algunos no lo son. Por ejemplo, un exfutbolista profesional con un tatuaje inspirado en el Real Madrid que para las autoridades está relacionado con la banda.
El juez James Boasberg ordenó al Gobierno que paralizara los vuelos. Exigió que, si ya habían despegado, se dieran la vuelta. La Administración Trump desafió al juez y la incumplió.
Esta última semana, el Gobierno ha intensificado el enfrentamiento con Boasberg. Ha rehusado entregar información sobre cuándo salieron y aterrizaron los vuelos –que el juez exige para determinar si se incumplió o no su orden– y ha defendido que no desoyó al juez. Argumenta que el magistrado solo dijo de forma verbal que los aviones regresaran y que los migrantes ya estaban volando fuera del territorio de EE.UU. cuando se emitió la orden.
Pero el desafío es más de fondo. La fiscal general, Pam Bondi, ha calificado esta y otras actuaciones de jueces que limitan a Trump como una «intrusión en las prerrogativas del poder ejecutivo». Y el propio presidente, en un movimiento extraordinario para alguien en su cargo, ha llegado a pedir el ‘impeachment’ o juicio político para expulsar al juez. El presidente se sumaba así a la campaña impulsada por su mano derecha, Elon Musk, contra los jueces que han bloqueado la acción ejecutiva. El polémico magnate ha llegado a hablar de «golpe de Estado judicial» y ha concedido ya la donación máxima que permite la ley electoral a los republicanos que han defendido ese ‘impeachment’ de Boasberg.
Aquel mensaje de Trump motivó una reacción igual de inusual del magistrado jefe del Tribunal Supremo, el conservador John Roberts. Sin nombrar al presidente, le advirtió de que el ‘impeachment’ no es la forma de enfrentarse a un desacuerdo judicial. La vía es la apelación, le recordó.
Este caso de las deportaciones es solo uno entre decenas de decisiones ejecutivas que están siendo peleadas en los tribunales: desde la eliminación de la agencia de desarrollo Usaid hasta la expulsión de los transgénero en el Ejército. Para Trump y sus aliados, son «jueces activistas» que abusan de su posición para hacer descarrilar una agenda política respaldada por las urnas. Y el reforzamiento del poder del presidente, defienden ideólogos cercanos a Trump, como Russell Vought, su director de la Oficina de Gestión y Presupuestos, es una forma de cumplir con lo que impone la Constitución, después de décadas en el que la burocracia estatal ha constreñido al jefe del Estado.
Desde los sectores progresistas, se han desatado las alarmas. «El presidente está blandiendo un poder dictatorial y hablar de ‘crisis constitucional’ no captura la gravedad de la situación», opina en ‘The New York Times’ Jamal Greene, profesor de la Universidad de Columbia, ante el aparente incumplimiento de la Administración de órdenes judiciales para saltarse los procesos legales de deportación. «Estos dos primeros meses han sido mucho más agresivamente autoritarios que casi cualquier otro caso comparable de declive democrático», ha defendido Steven Levitsky, profesor de Harvard y autor del libro ‘Cómo mueren las democracias’.
Pero la preocupación también ha llegado desde sectores conservadores. Por ejemplo, un editorial en ‘National Review’, que reconoce que las deportaciones de Trump pueden estar «justificadas» e incluso ser «populares» (lo son, sin duda, cuando se trata de criminales). «Pero el sistema constitucional no puede ser su víctima», advierte sobre el incumplimiento de las órdenes del juez.
En ‘The New York Post’, un medio afín a Trump, otro editorial arremetía contra él desde el titular: «No hagas caso a la peligrosa tentación de atacar el imperio de la ley». Dentro, condenaba declaraciones explosivas de altos cargos del Gobierno, como el ‘zar’ de la frontera Tom Homan: «No vamos a parar, no me importa lo que piensen los jueces».
Trump, en sus volcánicos mensajes en redes sociales, ha dado a entender que los jueces no tienen la legitimidad que él posee tras su triunfo en las urnas. A Boasberg, al que ha calificado de «lunático radical de izquierdas», «no lo ha elegido nadie». Es una visión en la que el poder del presidente está por encima del judicial, cuando la Constitución les da un tratamiento igual.
En manos del Supremo
Esa visión tendrá como juez último al Supremo. El alto tribunal, con una mayoría conservadora reforzada durante el primer mandato de Trump –nominó a tres jueces–, ha sido muy beneficioso para el presidente. La sentencia del año pasado con una visión muy expansiva de la inmunidad presidencial le libró de buena parte de sus cuitas judiciales, cuando estaba acosado por cuatro causas penales. «No lo olvidaré», le dijo Trump a Roberts hace unas semanas en su discurso sobre el Estado de la Unión, sin importarle que las cámaras estuvieran delante. Más pronto que tarde, estará en manos de esos nueve jueces decidir si Trump se está saltando o no la separación de poderes.
Otra cosa distinta es qué podría pasar después. Una de las primeras decisiones de Trump tras regresar a la Casa Blanca fue colocar en el Despacho Oval el retrato de su antecesor Andrew Jackson. El séptimo presidente –agresivo, autoritario– es una de sus inspiraciones. Una de sus posiciones más polémicas fue cuestionar el cumplimiento de las decisiones del Supremo: «John Marshall ha tomado su decisión», dijo sobre el entonces magistrado jefe del alto tribunal. «Ahora a ver cómo la hace cumplir».