En Donald Trump, fondo y forma son una misma cosa. «Estos países me están llamando, besándome el culo. Se mueren por hacer un trato», se jactaba la semana pasada el presidente estadounidense en un acto público, antes de parodiar con tono suplicante: «Por favor, … señor, hagamos un trato. Haré lo que sea. Haré lo que sea, señor». Sus aranceles universales, adornados con exabruptos, suponen la última manifestación de un despotismo que repele a la comunidad internacional y lustra, aunque solo sea por comparación, a su gran rival: China.
La arbitraria ejecución de esta campaña, el mayor golpe en décadas al libre comercio que sustenta la globalización, sumada a las caprichosas exigencias territoriales focalizadas en Groenlandia o la indulgencia para con Rusia definen un segundo mandato que amenaza con representar, como antes las guerras de Irak o Vietnam, quiebras generacionales de la imagen de Estados Unidos y su superioridad moral frente a sistemas autoritarios.
Un menoscabo que puede medirse, por ejemplo, mediante la claridad con la que mandatarios extranjeros se refieren al respecto. Si la presencia de EE.UU. en Asia antes estaba revestida de «legitimidad moral», ahora parece «un casero exigiendo el alquiler». La autoría de semejante caracterización corresponde al ministro de Defensa de Singapur, Ng Eng Hen, quien la pronunció a mediados de febrero durante la misma Conferencia de Seguridad de Múnich en la que el vicepresidente J.D. Vance abroncó a Europa. Declaraciones semejantes hubieran podido oírse años atrás en conversaciones privadas, pero hubieran resultado inconcebibles en público.
Trump, por tanto, ha dañado precisamente aquello que «China todavía no puede igualar, el mayor multiplicador de la fuerza de Estados Unidos: su sistema global de alianzas», en palabras de los reputados analistas Jude Blanchette y Ryan Hass. Este factor, de hecho, supuso la principal variable introducida por Joe Biden, quien mantuvo la mayoría de las restricciones contra China implementadas por su predecesor –y sucesor– pero mejoró la interacción con países aliados y reforzó la arquitectura política que la sostiene.
«Los dos principales logros en política exterior del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, fueron el fortalecimiento de las alianzas estadounidenses a ambos lados del Atlántico y del Pacífico, y la creación de una red transoceánica que las conecta entre sí. En los últimos años, se ha producido la ampliación de la OTAN; un pacto trilateral entre EE.UU., Japón y Corea del Sur; la formación de AUKUS, la asociación entre Australia, Reino Unido y EE.UU.; un respaldo constante a Ucrania; sanciones contra Rusia; y una coordinación en el G-7 en torno a las cadenas de suministro estratégicas. Gracias a este esfuerzo conjunto, EE.UU. y sus aliados han mejorado sus posibilidades de hacer frente al eje emergente entre una Rusia agresiva y una China cada vez más firme. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca amenaza con deshacer todo este trabajo», escribía antes de la investidura Robin Niblett, investigador de Chatham House, en un artículo publicado en ‘Foreign Affairs’.
El título del mismo contenía una urgente pregunta a responder durante los próximos cuatro años: «¿Pueden los aliados de América salvar las alianzas de América?». Al otro lado del espejo el interrogante se lee así: ¿Es Donald Trump un fenómeno aislado o el síntoma de un cambio profundo e irreversible en Estados Unidos?».
Calma china
Apenas cuatro meses después, las perspectivas distan de resultar halagüeñas. «EE.UU. parece estar cometiendo un suicidio nacional en tiempo real. La primacía, y no digamos ya la hegemonía, pueden perderse frente a un rival estratégico, por cambios estructurales que conduzcan a la multipolaridad o por otros factores», apuntaba Evan Feigenbaum, vicepresidente académico de Carnegie Endowment for International Peace y antiguo asesor de los secretarios de Estado Colin Powell y Condoleezza Rice, a través de una publicación en redes sociales. «Pero perderla simplemente por infligirse un ‘seppuku’ estratégico es algo inédito».
Nada de esto sorprende a China, cuyas autoridades comprobaron durante el primer mandato de Trump que este ofrecía virulencia e imprevisibilidad a corto plazo pero también más oportunidades estratégicas. «Trump dejó a China espacios abiertos en el mundo en desarrollo durante su primer mandato. No viajó ni una sola vez a África. La única vez que fue a Iberoamérica fue a Buenos Aires para una cumbre del G-20. La falta de interés, atención y cuidado por el mundo en desarrollo generó un espacio que China supo aprovechar muy bien, fortaleciendo la iniciativa de la Franja y la Ruta [Nueva Ruta de la Seda], creando una red de cumbres bilaterales con diferentes zonas del mundo, convirtiéndose en el principal socio comercial de 120 países, tratando de liderar los BRICS para que sean la alternativa al G-7. China ha avanzado muchísimo en el mundo en desarrollo», explicaba Rafael Dezcallar, embajador de España en Pekín entre 2018 y 2024, en una entrevista concedida la semana pasada a ABC.
«Si Trump sigue la misma política que en el primer mandato, sin duda seguirá abriendo espacios que China aprovechará, porque tiene el objetivo de erigirse en el líder del mundo en desarrollo y cambiar con su apoyo el orden internacional, promoviendo así su sistema político y de valores. A nosotros, los países democráticos, nos va en ello algo esencial: la capacidad de que nuestros valores sobrevivan, como los que han marcado por ejemplo el contenido de la Carta de Naciones Unidas o de aspectos esenciales del orden internacional. Tenemos que luchar contra eso. La forma de hacerlo es haciendo nosotros mejor las cosas. Si EE.UU. no las hace, tiene que hacerlas Europa», incidía el exdiplomático.
Por eso China mantiene de momento un perfil poco reactivo, más allá del contragolpe proporcional a los aranceles de Trump que ya alcanzan un desorbitado 145% frente a su 125%, para que su paciente confianza no se tome por temerosa pasividad. El régimen disfruta entretanto de la favorecedora ironía de alzarse como adalid del multilateralismo y el libre comercio pese a su mercado semicontrolado con altas barreras de entrada, mientras EE.UU. adopta el papel de disruptiva fuerza proteccionista.
España voluntariosa
Dicha coyuntura brinda una oportunidad de mejorar relaciones tirantes, en especial con la UE. Fuentes europeas de alto nivel consultadas por este medio, sin embargo, cuentan que China no ha realizado ningún gesto o concesión de calado a la hora de facilitar ese entendimiento. Aguarda esta, por contra, que el proceder de Trump acerque a la comunidad internacional a su puerta sin pagar un precio por ello.
Sánchez, en su tercer visita a China, pretende liderar el acercamiento de la UE al gigante asiático ante la tensión con EE.UU
Ya hay quien se ha apresurado a hacerlo: el presidente del Gobierno Pedro Sánchez realizó este viernes su tercera visita a China en apenas dos años, una inusitada frecuencia en el histórico de relaciones que demuestra lo extraordinario de un movimiento con el que Sánchez pretende liderar el acercamiento de la UE al gigante asiático ante la tensión con EE.UU. Un aventurado avance que ha colocado a España en primera línea de confrontación geopolítica entre superpotencias y que ya ha merecido el rechazo explícito de EE.UU. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, advertía este miércoles que «alinearse con China sería como cortarse el cuello» y exigió «enfrentarla como bloque», hasta el punto de que el ministerio de Exteriores chino acudió en defensa, o todo lo contrario, de España.
Ante las críticas, Sánchez incidió a su paso por Pekín que «la política Exterior de España no va contra nadie; va a favor del entendimiento entre países, de la defensa del orden multilateral y del libre comercio». «Queremos contribuir a esa relación positiva entre Unión Europea y Estados Unidos que creo que ha sido mutuamente beneficiosa. Y al mismo tiempo creemos necesario seguir avanzando en el establecimiento de relaciones sólidas entre China y Europa».
Quizá el curso de los acontecimientos acabe por validar su arriesgada jugada: Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión, y António Costa, presidente del Consejo, confirmaron que acudirán a la capital china para celebrar la cumbre UE-China el mismo día que Sánchez estrechaba, ventajosamente, la mano de Xi Jinping. «El mundo necesita que tanto China como Estados Unidos hablen», sentenció el español. Una conversación sin duda importante, también la opinión de todos los que están alrededor.