«Se ha pasado la vida creando caos, rodeándose de caos, para que sea él la persona que emerge del caos al mando. El ganador. El tipo que está arriba. Es una forma de acabar con sus enemigos». Así ha retratado a Donald Trump alguien … que lo conoce bien. Barbara Res, que fue vicepresidenta de la compañía del ahora presidente de EE.UU., la Trump Organization. Trabajó con él en la Torre Trump de la Quinta Avenida de Manhattan durante dos décadas. Eso se lo contó en el verano de 2017 a Michael Kruse para una radiografía en ‘Politico’ del momento que vivía entonces EE.UU. ‘Para América, parece el caos. Para Trump, solo es otro martes’, llevaba por título aquella pieza que recogía los incendios varios de los primeros compases de la presidencia de Trump. Los ataques a su propio fiscal general y al director del FBI. Las filtraciones constantes de la Casa Blanca. Sus latigazos en la red social que todavía se llamaba Twitter.
Tras casi tres meses de segundo mandato de Trump y, sobre todo, ante lo ocurrido las dos últimas semanas, muchos mirarán aquella época -turbulenta, para los estándares de entonces- con melancolía. El mismo caos, peligros mucho mayores. La última curva de la montaña rusa en la que Trump tiene metido a EE.UU. ha amenazado con descarrilar a la economía global. El multimillonario ha comandado un despliegue y repliegue de aranceles demencial, una ceremonia de la confusión y de la incertidumbre -los peores enemigos del mercado- con él de protagonista. El mejor y el peor ejemplo del gobierno en el caos que ha instalado Trump en la Casa Blanca.
El viernes del pasado fin de semana, la Bolsa se desplomaba. Habían pasado dos días desde la ceremonia pomposa -el ‘Día de la Liberación’- y también confusa -los mandatarios de todo el mundo ampliaban capturas de pantalla para intentar ver qué arancel tendrían sus exportaciones a EE.UU.- en la que Trump declaró la guerra comercial global.
Era un ‘viernes negro’ después de un ‘jueves negro’ y Trump jugaba al golf. Había volado la noche anterior a su mansión en la costa de Florida. Durante todo el fin de semana jugó el torneo senior de su club de golf en Palm Beach, en el que -sorpresa- ganó. En solo dos sesiones de la Bolsa de Nueva York, la reacción a sus aranceles había pulido 6,6 billones de dólares en capitalización. «Es irresponsable, es inaceptable, ha provocado un destripamiento de la riqueza que hemos reconstruido desde la pandemia», protestaba a este periódico el célebre ‘trader’ Peter Tuchman, delante de la columnata del parqué neoyorquino. «Es pegarse un tiro al pie».
El mundo ardía y Trump tiraba bolas a un ‘green’. Era Nerón con un hierro 7. «Es un gran momento para hacerse rico, más rico que nunca», compartía en su red social antes de coger los palos A su alrededor, todo era pánico.
Desplome y golf
El secretario del Tesoro, Scott Bessent, voló a Florida. De puertas afuera, defendía con la fe del converso -solo hace unos meses criticaba intervenciones económicas de este tipo- los aranceles. En la intimidad de la Casa Blanca, fue uno de los que apostó por medidas proteccionistas más mesuradas. Trump escuchó más a otros, como Peter Navarro, el agresivo asesor comercial que pasó por la cárcel para no traicionar a Trump. Nada valora más que la lealtad.
Bessent tenía las orejas calientes del teléfono. Le llamaban legisladores republicanos, los CEO, inversores, donantes de la campaña. ‘¿Cuál es el plan?’, ‘¿qué estamos haciendo?’, le preguntaban. El plan es lo que diga Trump, se hace lo que diga Trump. Desde su llegada a la Casa Blanca, se comporta cada vez más como un rey. A veces, desnudo.
Entre hoyo y hoyo, Bessent se esforzó en encontrar un momento con el presidente. La negociación bursátil de futuros anticipaba un ‘lunes negro’, el mismo color que empezaba a tomar el episodio de los aranceles. El nerviosismo lo compartían un operario de fábrica de Vietnam y un granjero de Iowa. Los grandes inversores de Wall Street y sus votantes esperando a jubilarse en su querida Florida, con buena parte de las pensiones en EE.UU. invertidas en bolsa.
Bessent logró hablar con algo de calma con Trump en el Air Force One, en el vuelo de vuelta a Washington. Las pantallas del avión proyectaban Fox News, la cadena amiga. El secretario del Tesoro buscó la mejor -¿la única?- táctica que funciona con Trump, la adulación. Le dijo que era el «negociador más astuto», según contó ‘The New York Times’. Pero también que los mercados necesitaban certidumbre. Cuando el avión presidencial tocó tierra en la base Andrews, Trump solo estaba convencido a medias. Decidió que el desplome de los mercados sería temporal. Igual que bajan, suben. Pero Bessent sí consiguió algo: Trump empezó a hablar de negociaciones con otros países para llegar a acuerdos.
De la filtración a la adulación
El ala oeste de la Casa Blanca es una olla a presión. Siempre lo es, por el desempeño caótico que envuelve a Trump. Esta última semana, estuvo cerca de estallar.
El multimillonario es intempestivo. Alardea de sus instintos, que mueven sus decisiones. Le aburren las reuniones técnicas, no quiere informes abrumadores, sino explicaciones escuetas. Toma la temperatura del país con la tele -una de sus pasiones- y descolgando el teléfono y hablando con amigos.
Su primera presidencia fue un coladero de filtraciones a la prensa, de escándalos internos. Trump se convirtió en una trituradora de altos cargos, como si fuera una nueva temporada de ‘The Apprentice’, aquel ‘reality’ que disparó su fama y que, para muchos, fue su trampolín a la Casa Blanca. ‘You are fired!’ (‘¡estás despedido!’) gritaba a concursantes y, después, a secretarios.
Las peleas intestinas eran una constante en aquel mandato. También una oposición blanda de los llamados ‘adultos en la sala’, muchos de ellos militares, gente como John Kelly -primero secretario de Seguridad Interior, después jefe de Gabinete- o H.R. McMaster, asesor de seguridad nacional. Un anónimo explicó que había una ‘resistencia’ dentro de la Casa Blanca para «apartar a Trump de sus peores inclinaciones». Por ejemplo, sacar documentos poco convenientes de su escritorio.
El equipo de Trump asegura que ahora no hay nada de eso. Que reina la disciplina. Que nadie se mueve un milímetro de la foto, que Susie Wiles, su todopoderosa jefa de Gabinete, lo tiene bajo control.
Esa supuesta disciplina se traduce ante todo en un seguidismo ciego y una adulación casi sin límites. El ejemplo más revelador fue la última reunión de su Gabinete. Trump invitó a las cámaras de la prensa y aquello fue una escena norcoreana.
Uno tras otro, los secretarios tomaron la palabra para alabar el «fantástico liderazgo» de Trump y su «gran trabajo», en una escena infrecuente en la Casa Blanca. Los responsables de Comercio, Energía y Defensa elogiaron por turnos su «valentía», su «lucidez» y su «liderazgo sin igual». Críticos como el excongresista republicano Joe Walsh calificaron la escena de «repulsiva» y la describieron como «un culto en pleno funcionamiento».
Y, en lugar de ‘adultos’, lo que muchas veces hay en la sala es gente como Laura Loomer, una ‘influencer’ extremista y conspiranoica que empujó a Trump a una purga sin precedentes en el Consejo de Seguridad Nacional.
El giro
A comienzos de esta semana, el desconcierto sobre los aranceles empezaba a desatarse. Algunos altos cargos decían que eran innegociables, pero otros defendían que Trump siempre está abierto a una buena negociación. El lunes, el director del Consejo Nacional Económico, Kevin Hassett, dio una respuesta confusa sobre la posibilidad de una moratoria para negociar aranceles, mal interpretada además por Reuters, y las bolsas se dispararon. Luego se hundieron con el desmentido. Esa mismo noche, Bessent fue a cenar a Cafe Milano, un lugar tradicional de comidas de negocios en la capital de EE.UU. Era un encuentro tradicional con exsecretarios del Tesoro. ¿Con qué cara miraría a sus antecesores?
El mundo estaba en vilo el martes, la víspera de la entrada en vigor de los aranceles. Trump se puso un esmoquin y se fue a una gala de los republicanos del Congreso. «Los países me están besando el culo», dijo sobre las negociaciones de los aranceles. Pero él y su equipo insistían en que no cedería.
Para entonces, la olla a presión pitaba con fuerza. Algo muy preocupante ocurría en los mercados: la venta masiva de bonos del Tesoro de EE.UU. Es un activo al que recurren los inversores en tiempos de incertidumbre. Ahora lanzaban un mensaje: el EE.UU. de Trump no es fiable.
La madrugada del miércoles entraron en vigor los aranceles, en pleno duelo de tasas cruzadas con China, con nuevas agitaciones en la Bolsa. Trump pedía calma de sus redes sociales, insistía en que es un gran momento para invertir. En el Despacho Oval había todo menos calma. Esa mañana, Trump vio en Fox News a Jamie Dimon, el presidente de JP Morgan Chase, el mayor banco del país, decir que probablemente EE.UU. se encaminaba a la recesión. Las alertas se acumulaban: el regreso de la inflación, los primeros despidos en el sector de la automoción, críticas entre legisladores republicanos, a los que necesita para impulsar su agenda económica.
Ardían los teléfonos del equipo del presidente. Trump recibió a Bessent, a Hassett y a su secretario de Comercio, Howard Lutnick. La situación era insostenible, sobre todo por la venta de bonos. El mismo que unos días antes proclamó «nunca cambiaré mis políticas» buscaba una rampa de salida. Tras trece horas de vida de los aranceles, Trump pegó un volantazo: moratoria de 90 días para negociar acuerdos con otros países y refuerzo del castigo a China, que soportará aranceles del 125% (después la Casa Blanca aclararía que serían del 145%).
Lo comunicó en su red social y mandó a Bessent y a su portavoz, Karoline Leavitt, a la puerta de la Casa Blanca a defender ante la prensa lo indefendible: «Esta ha sido la estrategia desde el principio», decía el secretario del Tesoro; «está claro que no habéis sido capaces de ver lo que el presidente estaba haciendo», amonestó Leavitt a los periodistas.
Con el trasero al aire
El giro brusco dejó a muchos de la Administración con el trasero al aire: la secretaria de Agricultura, Brooke Rollins, ensalzaba los aranceles ante la prensa en la Casa Blanca al mismo tiempo que, cerca de allí, pasada la puerta del Despacho Oval, Trump los tumbaba. Y Jamieson Greer, el representante comercial de EE.UU., responsable de las relaciones comerciales con el exterior, comparecía ante la Cámara de Representantes para defender la política comercial de Trump, que acababa de dar un giro brusco. «¿Usted es el representante comercial y se acaba de enterar?», le recriminó un diputado demócrata.
El propio Trump se encargó de tumbar la defensa de su equipo. Frente a la estrategia planificada, dijo que actuó «por instinto» en su volantazo, y que redactó el cambio de planes «desde el corazón». Lo que su equipo negaba -que hubiera actuado por el terror en el mercado-, admitió que la gente estaba «agitada», «con un poco de miedo».
El episodio de caos y confusión aterró al mundo, pero era un día más en la oficina para Trump. Los casi tres meses que lleva en la Casa Blanca dan la medida de un presidente desatado, en una misión rupturista, en la que está dispuesto a echar un pulso al orden constitucional de EE.UU. y al orden mundial surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Eludir cuatro causas criminales, sobrevivir de milagro un intento de atentado y ganar la elección con claridad refuerzan la infalibilidad que siempre ha creído tener, con un barniz de mesianismo.
Desde el momento en el que puso el pie en el Despacho Oval, su presidencia ha sido una cascada de órdenes ejecutivas y de declaraciones explosivas. No hay semana que no firme varias, no hay día que no aparezca hablando en pantalla, en una presidencia convertida en ‘reality’, en un ciclo interminable de creación y resolución de conflictos. Por el medio, la transformación radical del sector público liderada por Elon Musk, el acercamiento a Rusia, la marginación de sus aliados internacionales, la bronca a Volodímir Zelenski, los desafíos a las órdenes judiciales en su contra, sus amagos con un tercer e inconstitucional mandato… Un camino de caos con un destino incierto.