Alejandro Sánchez Berrocal y Francisco Fernández-Jardón
La secuencia inicial de Europa (Lars von Trier, 1991) convierte al espectador en el pasajero de un tren que le transporta al año 1945, cuando el viejo continente había sido devastado por la Segunda Guerra Mundial. La voz de Max von Sydow se encarga de abrir las puertas a una pesadilla en blanco y negro a través de la hipnosis:
“Ahora escuche mi voz. Mi voz le ayudará y le llevará hacia Europa, cada vez más profundamente (…) Ahora voy a contar de uno a diez; cuando llegue a diez estará en Europa”.
Desde la victoria del leave sobre el remain en el Referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea (2016), millones de británicos eligieron el camino inverso al de la secuencia que comentamos, como si hubieran roto con esa “regresión hipnótica” que llevaba al espectador a Europa. Sin embargo, salir de Europa (en realidad, de la Unión Europea) parecía el inicio de otra pesadilla kafkiana todavía más tenebrosa.
Por ejemplo, ante la perspectiva del Brexit, el entonces presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, afirmó que podía ser “el principio de la destrucción no solo de la UE sino también de la civilización política occidental en su conjunto”. Poco después, en la prensa empezaríamos a leer sobre el Apocalipsis Brexit que anunciaba la “escasez de alimentos y fármacos, fuga de talentos e inversiones, y peligro de recesión económica”.
Finalmente, el 31 de enero de 2020, a medianoche, entró en vigor el Acuerdo de Retirada y el Brexit terminó por materializarse de forma definitiva. Frente a los peores augurios, el –en palabras de Boris Johnson– “amanecer de una nueva era” no desencadenó el apocalipsis.
Pero lo cierto es que otra catástrofe estaba en marcha: la crisis derivada de la pandemia de Covid-19. En realidad, estas circunstancias exponían al Brexit y sus más acérrimos y eurófobos defensores ante un auténtico experimentum crucis: nada más y nada menos que el reto de enfrentar en solitario la peor crisis sanitaria, económica y social de las últimas décadas.
Así pues, ¿qué nos dice esto sobre la Unión Europea y qué balance arroja el Brexit a la hora de afrontar la pandemia?
De la solidaridad europea al sálvese quién pueda… ¿otra vez?
La estrategia de vacunación presentada en junio de 2020 por la Unión Europea anunciaba un esfuerzo coordinado entre los 27 países miembros para desarrollar, adquirir y administrar las vacunas según el principio de solidaridad: todo ciudadano europeo, con independencia del país en que viva, tendría acceso a la vacuna en igualdad de condiciones.
Al menos sobre el papel, quedaba la voluntad de ahuyentar los fantasmas, demasiado recientes, de dos heridas aún abiertas en la respuesta de la UE ante la pandemia: las tensiones entre los denominados “frugales” y los países del sur a propósito de la mutualización de la deuda y la ruptura de la unidad del Mercado Interior en la primera ola de la pandemia.
Esta última experiencia fue especialmente traumática para países como España o Italia, cuando se bloqueó la exportación intraeuropea de productos sanitarios como mascarillas y respiradores (Alemania llegó a retener partidas de material sanitario ya comprometidas con empresas españolas). Al mismo tiempo que veíamos imágenes de militares rusos y médicos chinos y cubanos prestando asistencia médica en la región de Lombardía (Italia), los socios europeos habían cerrado sus fronteras y aceptado tácitamente una situación de “sálvese quien pueda”.
Ante una crisis sin precedentes, la famosa “solidaridad europea” no acertó a ir más allá de la retórica; se impuso el egoísmo nacional. La primera víctima política de la pandemia había sido “el relato”.
En su formulación y diseño, la estrategia de vacunación ofrecía a la Unión Europea una nueva oportunidad de resarcir sus errores y revitalizar el relato de una actuación eficaz y solidaria al mismo tiempo. Sin embargo, como suele ser habitual cuando la UE debe afrontar un desafío colectivo de importancia, los problemas no tardaron en llegar. Algunos se deben a problemas estructurales de la UE, otros a graves errores en la ejecución de la estrategia.
Demasiado poco, demasiado lento: Entre la pasividad y la guerra de todos contra todos
La Comisión Europea optó por centralizar todo el proceso relativo a la compra conjunta de vacunas guiada por un objetivo encomiable: evitar asimetrías en la adquisición entre los Estados más ricos y los más pobres, ya que estos últimos podrían verse perjudicados tanto en el número de dosis obtenidas como en el precio a pagar por ellas.
En manos del Ejecutivo Comunitario estaba, entonces, la firma de los contratos con las diferentes compañías cuyas vacunas aportaban resultados prometedores (Pfizer y BioNTech, AstraZeneca, Johnson & Johnson y Moderna, entre otras). Sin embargo, para evitar desigualdades entre los Estados miembros se pagó el precio de ir demasiado lento y cometiendo no pocos errores. Y, lo que es peor, esas desigualdades volvieron a suceder.
La burocracia no ayudó en esto. Las negociaciones de los diferentes acuerdos y contratos implicaban contar con los 27 Estados, cada uno con sus presupuestos, planes de vacunación e incluso reticencias sobre alguna de las vacunas; de fondo, la necesidad de ofrecer una campaña de vacunación rápida a la población y, con ello, el inicio de la recuperación económica.
Pero la lentitud no era lo único que abriría una brecha en la estrategia de vacunación. Un error colosal consistió en que la Unión Europea, a diferencia de otros países, no hizo nada por garantizar un suministro prioritario de vacunas cuando se trataran de antídotos fabricados en territorio europeo.
Nacionalismo inmunológico
Ahora, este desatino pretende ser arreglado con una peligrosa prohibición de exportación de vacunas con efectos geopolíticos considerables y que, paradójicamente, colocaría al club de los 27 en una posición incómoda, a saber, el “nacionalismo inmunológico” del que habrían acusado a los Estados Unidos de Trump o al Reino Unido de Boris Johnson.
Así, cuando los “cuellos de botella” en la producción y las dudas logísticas empezaron a aparecer, la UE estaba indefensa y, literalmente, la última en la cola para las compañías farmacéuticas, las cuales se sentían vinculadas a cumplir sus contratos con otros países que incluyeron cláusulas ventajosas.
El investigador del Real Instituto Elcano, Enrique Féas, lo apuntaba del siguiente modo:
“El mayor error estratégico en la negociación de vacunas no parece haber estado tan relacionado con el precio pagado como con la ausencia de garantía de suministro preferente en vacunas localmente manufacturadas, algo que Estados Unidos aseguró por vía legislativa y Reino Unido por vía contractual. En todo caso, tanto si la UE ha pecado de torpeza como de ingenuidad, la realidad es que la imagen de ‘una Europa que protege’ ha salido dañada”.
Por su parte, desde el think tank Bruegel se lamentaban de que la Unión Europea “encargara demasiadas pocas vacunas y demasiado tarde”.
La lentitud e ineficacia de la centralización en el Ejecutivo Comunitario empezaba a provocar serios problemas en la producción, adquisición y distribución de vacunas que se reflejó en la velocidad de las campañas de vacunación.
Algunos países empezaron a ponerse nerviosos y la pretendida “solidaridad”, al fracasar, provocó un clima de inseguridad generalizado en que salvar vidas implicaba salirse de los márgenes impuestos por la Comisión. Todos los países entraron en una carrera contrarreloj que aún no ha terminado.
Por ejemplo, Francia y Alemania confesaron haber obtenido más vacunas que las cuotas asignadas. Por si fuera poco, Alemania firmó un acuerdo con BioNTech para obtener 30 millones de dosis, en contra de la decisión de Bruselas que impedía que los Estados miembros negociasen por separado las vacunas y permitiera un acceso equitativo a las mismas.
A medida que pasaban las semanas, se abría la veda para un descontrol mayor en este sentido. Si primero países como Hungría y Eslovaquia compraron la vacuna rusa Sputnik, ahora Austria y Dinamarca pactan con Israel un acuerdo sobre vacunas, lo que está creando un ambiente de división y hostilidad entre los Veintisiete.
Incluso la canciller alemana Angela Merkel ha afirmado que podría haber una vía alemana para aprobar la vacuna Sputnik si la Agencia Europea del Medicamento se retrasa.
A principios de año, el medio Politico EU publicaba un reportaje basado en docenas de entrevistas con diplomáticos, funcionarios europeos y representantes de compañías farmacéuticas. En él, se preguntaban sobre los costes de que la UE haya intentado asegurarse los precios más bajos del mundo. El texto concluía así:
“El esfuerzo lento, deliberativo y cooperativo puede haber costado un tiempo y unas vidas preciosas”.
Incluso en medios profundamente europeístas se ha apuntado que “la crisis de las vacunas ha mostrado lo peor de la UE. Por el contrario, ha mostrado lo mejor de Reino Unido”.
Uno de los mayores especialistas en asuntos europeos, Wolfgang Münchau, anteriormente editor del Financial Times y ahora director de Eurointelligence, afirmaba:
“La cuestión más importante son las conclusiones que sacarán los ciudadanos de la UE. Para empezar, la UE acaba de ofrecer un argumento retrospectivo a favor del Brexit. El Reino Unido no habría procedido con las vacunas tan rápido si se hubiera sometido a la misma política. Lo último que la UE quiere hacer es dar a la gente una razón racional y no ideológica para el euroescepticismo. Acaba de hacer eso”.
Claves de la estrategia británica
Reino Unido, sin embargo, parece el espejo invertido de la UE. La vacunación avanza allí a mucha más velocidad que en el bloque europeo. Esto en buena medida es debido al despliegue capilar de centros de vacunación (en torno a 1.500) por todo el territorio. Actualmente casi la mitad de la población británica ha recibido ya una dosis de la vacuna.
Como es sabido, según algunos estudios preliminares, la primera dosis de la vacuna proporciona ya un nivel de inmunización relevante. De ahí que la estrategia británica se haya centrado, precisamente, en inocular la primera dosis al máximo número de personas posible.
Pero el éxito del programa de vacunación británico no se basa únicamente en esta decisión médica. También en una minuciosa planificación que se remonta al mes de febrero de 2020. El objetivo de la taskforce encargada del proceso de vacunación, según declaró su directora, la gestora de activos de riesgo Kate Bingham, era lograr el máximo número de vacunas en el menor tiempo posible, sin hacer del coste de cada dosis algo prioritario.
Para garantizar este objetivo, los británicos procuraron asegurarse el suministro de vacunas priorizando las de aquellas compañías cuya producción tenía lugar en suelo británico (AstraZeneca) o europeo (Pfizer-BioNTech), frente a Moderna, cuyas dosis estaban comprometidas por los Estados Unidos.
Por consiguiente, se trata de una estrategia que podemos sintetizar en tres principios:
- Anticipación en los acuerdos con las farmacéuticas (Reino Unido inició las negociaciones con las farmacéuticas en mayo de 2020, mientras que la Unión Europea empezó en agosto).
- Aseguramiento del suministro priorizando la producción nacional y el control de la cadena de suministros.
- Supeditación de la negociación del precio de compra a los precedentes objetivos.
El razonamiento de fondo que subyace a esta estrategia parece evidente: evitar que se alargue en el tiempo una pandemia cuyo coste macroeconómico siempre será superior al de la compra de las vacunas.
La ambición y determinación de la estrategia británica es, justamente, la que se ha echado de menos en el caso del bloque europeo. Como ha puesto de manifiesto recientemente el prestigioso economista Paul Krugman, a la Unión Europea le ha fallado no disponer de mecanismos de toma de decisiones resolutivos y de una administración ágil. También reconoce que en la esfera política europea cunde la falta de ambición y la desconfianza entre los actores clave, como ya puso en su día de manifiesto la Crisis del Euro.
La campaña de vacunación ante nuestro presente político
La “guerra de las vacunas” ha tenido, inevitablemente, una lectura política. Para los partidarios del Brexit, el significado de las dificultades que ha atravesado la estrategia de vacunación no es más que otro argumento ex post facto para la salida de la Unión Europea.
Pero también para los defensores de la permanencia en la UE: “Piensa en los 400 millones de ciudadanos europeos y cómo se deben sentir ahora. ¿Quiénes lideran el abastecimiento de vacunas y ante quiénes son responsables? ¿Quién los nombró? ¿Con qué frecuencia han estado sujetos al escrutinio de la prensa y el parlamento?”, se preguntaba en el portal Reaction el analista remainer Steve Moore.
Ciertamente, la experiencia británica, como ha declarado un funcionario de la Comisión Europea al medio de comunicación europeo Politico, es “un interesante microcosmos de algunas de las oportunidades y riesgos del Brexit”. Pero también nos brinda la ocasión de pensar, a partir de lo concreto, los problemas internos a la organización política europea. En este sentido, el Brexit no es más que un espejo en el que los europeos estamos irremediablemente obligados a mirarnos.
En relación con el proceso de vacunación, los resultados de la estrategia europea nos enfrentan a una situación paradójica. La Unión Europea, como argumenta Daniel Innerarity, es una poliarquía en la que intervienen muchos actores en procesos toma de decisiones colectivos con vistas a solucionar problemas comunes que resultan inasumibles en solitario para los Estados miembros.
De ahí que la pertenencia a la UE se presente como una solución eficaz para enfrentar los retos planteados por la acelerada integración sistémica mundial de las últimas décadas. Una eficacia que, por otra parte, compensaría el reconocido déficit democrático de las instituciones europeas, cuya legitimidad dependería más de los resultados de su acción política (output legitimacy) que de la participación política de los ciudadanos, como defiende, entre otros, Andrew Moravcsik.
Sin embargo, los pobres resultados de la estrategia de vacunación de la UE, en comparación con su homóloga británica, obliga a poner en cuarentena esta tesis. El caso de la vacunación pone de manifiesto que un Estado puede desenvolverse con relativa eficacia ante un problema global.
Esta conclusión, naturalmente, debe ser medida con la concreta realidad social, económica y (geo)política británica. Asimismo, su éxito circunstancial no garantiza necesariamente el triunfo del Brexit en el largo plazo. Pero, en todo caso, le ha permitido superar con éxito su bautismo de fuego. Y eso, como poco, ha permitido, como señala un funcionario británico, convencer a muchos británicos de que Reino Unido está mejor fuera de la UE
La Unión Europea, por el contrario, parece atrapada en el mismo trilema de Rodrik al que, en teoría, vendría a dar respuesta. Según expone el economista turco, la mundialización nos ha conducido a una circunstancia en la que no es posible armonizar globalización, Estado y democracia. La elección de dos de estas opciones excluye necesariamente una tercera.
Sin embargo, la construcción europea se balancea, como el caso de las vacunas ha puesto una vez más de manifiesto, entre una gobernanza que no termina de ser democrática, unos intereses nacionales que no dejan de estar presentes en los juegos de poder del bloque y una globalización que demanda agilidad y determinación en la toma de decisiones y en la ejecución de políticas públicas.
En definitiva, el presente es demasiado complejo como para recurrir a la confusa disyuntiva entre “egoísmo nacional” y “gobernanza global” como marco explicativo de los movimientos (geo)políticos de nuestro tiempo, de los que el Brexit no es sino el ejemplo más significativo en el escenario europeo.
Precisamente, los problemas de la estrategia de vacunación europea no hacen sino mostrar cómo en el interior de la Unión conviven de forma poco armónica los mecanismos de gobernanza supranacional con los diferentes intereses nacionales.
En el contexto de una globalización cada vez menos idílica, Reino Unido ha solucionado esta tensión mediante la retirada del club europeo y, por el momento, parece que se ha sabido desenvolver en solitario. Ésta no es, desde luego, la única alternativa posible.
Ahora bien, la vía de una mayor federalización europea que permita activar verdaderos mecanismos de “solidaridad” y poner fin a las asimetrías económicas y sociales entre Estados miembros no parece tampoco estar en la agenda política. En estas circunstancias, optar por un “europeísmo ingenuo” que cierre los ojos ante la realidad y cancele cualquier aproximación crítica al proyecto europeo puede ser mucho más dañino que el propio euroescepticismo.
Alejandro Sánchez Berrocal, Investigador predoctoral (FPU) y Francisco Fernández-Jardón, Investigador predoctoral (FPU) de Filosofía
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.