Daniel Pardo
Corresponsal de BBC Mundo en Colombia
«La gente estrato seis se armó porque se les iban a meter a las casas«, me dijo una señora de 60 años, cuyo nombre pidió reservar, en una tradicional panadería en un sector pudiente de Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia y epicentro de las protestas.
En Puerto Resistencia, el bastión de la protesta en Cali, también le escuché a «La mona», una joven encapuchada vocera de la «Primera Línea», hablar en estos términos: «Acá es donde realmente está la gente de bien, la de estrato bajo, la que ha sido vista como escoria por tanto tiempo y ahora despertó porque se cansó».
Los estratos en Colombia son mucho más que una jerarquización socioeconómica: son una manera de identificar el perfil cultural, estético y, en estos días, político de una persona.
Lo que inició como un término burocrático en los años 80 hoy sirve para todo y, en el contexto de las protestas, establecer quién es lo que algunos colombianos consideran como la «gente de bien«.
Colombia es un país profundamente desigual, no solo en términos socioeconómicos —ocupa el segundo lugar de países menos equitativos en América Latina, según el Banco Mundial—, sino también en lo que se refiere al acceso a la propiedad, la educación y el empleo formal.
«La estratificación formalizó, desde el Estado, la desigualdad a través de un sistema de organización territorial que nos segrega como sociedad», dice Gerardo Ardila, antropólogo y urbanista que ha estudiado el tema desde la academia y el sector público.
«Este es un país terriblemente racista, clasista, machista, excluyente, y los estratos profundizaron esa segregación que ahora está en la raíz de la violencia que vemos en las calles», explica el profesor de la Universidad Nacional.
¿Qué son, entonces, los estratos en Colombia?
¿De dónde y para qué surgieron?
Creados en 1985, los estratos buscaron garantizar el acceso de todos los colombianos a los servicios básicos: agua, electricidad y gas.
La Constitución de 1991 declaró el acceso a los servicios básicos como un derecho fundamental.
Con eso, el Estado dividió a la sociedad colombiana en seis franjas para que los más ricos —5 y 6— pagaran por los servicios de los más pobres —1, 2 y 3—.
El estrato 4 sería el punto medio, que ni da ni recibe y muestra los precios del mercado.
Se creó, entonces, un sistema «solidario» que permitía en teoría redistribuir la riqueza ante la creciente desigualdad.
¿Cómo se establecen y por qué son únicos?
Colombia es el único país del mundo en clasificar a la sociedad a través de un criterio espacial.
Los estratos no se definen por la capacidad adquisitiva de una persona o el barrio donde vive, sino por la fachada del edificio, los materiales con que está construido y el estado de la calle de enfrente.
En la mayoría de países, en cambio, la clasificación social se hace a partir de las características económicas de cada individuo. Para lograrlo, hacen que todos los ciudadanos declaren su renta cada año, no importa cuán chica sea, para actualizar sus particularidades con frecuencia.
En Colombia, sin embargo, solo las personas de clase alta declaran renta.
¿Cuál es el problema?
En un diverso y desigual país donde, según la Encuesta Mundial de Valores, la desconfianza marca las relaciones sociales más que en cualquier otro país de la región, la estratificación se convirtió en un marcador de muchas otras cosas.
Los estratos son tenidos en cuenta para otorgar créditos bancarios, acceder a becas educativas o calificar la competitividad de una persona para un trabajo.
«La política social del Estado también se colgó de los estratos», dice Ardila.
Hace unas semanas, por ejemplo, el presidente, Iván Duque, anunció que «los estratos 1, 2 y 3 gozarán de matrículas cero» como parte de sus iniciativas para contrarrestar el Paro Nacional.
El problema, señala Ardila, es que una persona estrato 6 puede ser pobre porque se quedó sin trabajo o sin pensión, mientras que una persona rica puede ser estrato 1 porque su edificio entra en alguna de las incontables exenciones del sistema, como el patrimonio arquitectónico.
«El sistema terminó generando asimetrías mucho más fuertes, porque no recoge de manera exhaustiva las marcadas diferencias en la distribución del ingreso en Colombia», dice Lina Buchely, filósofa, abogada y profesora del Instituto Colombiano de Estudios Superiores, en Cali.
El desplazamiento interno, los cambios demográficos y la urbanización, además, diversificaron zonas que hace medio siglo quizá eran más homogéneas.
«Un sistema de subsidios cruzados que en principio era solidario, progresivo, se fue convirtiendo en un sistema regresivo y en una suerte de estructura de castas», dijo Roberto Lippi, coordinador por siete años de la sección colombiana de ONU Hábitat, un programa de urbanismo de las Naciones Unidas.
Además de su poder institucional, la estratificación pasó a tener un poder cultural: muchos colombianos empezaron a definir a las personas bajo el rótulo de estrato, convirtiendo la condición socioeconómica en una forma de identidad.
Decir con ironía que alguien es «estrato 8» es una manera de despreciarlo por rico, mientras que alguien «estrato 3» es supuestamente carente de categoría, de sofisticación, aunque no se diga que es «estrato 1» porque el fin del comentario es calificarlo de arribista, no de pobre.
«La sectorización generó un efecto simbólico de frontera que hizo que la pobreza fuera más cruel y la asimetría se empezara a vivir en carne propia», dice Buchely.
¿Por qué es relevante para entender ahora las protestas?
La segregación social oficializada por los estratos es evidente en todas las ciudades de Colombia, pero quizás en ningún lugar es tan claro como en el Valle del Cauca y en su capital, Cali, allí donde las protestas han sido más violentas y consistentes y donde los colombianos han visto choques abiertos entre manifestantes, algunos de ellos indígenas, y gente de clase alta.
La pobreza en Cali aumentó durante la pandemia el doble que en el resto del país, y el número de pobres creció más del triple que a nivel nacional, según datos oficiales. Cali es, además, la ciudad más violenta del país y la segunda con más población afro en América Latina después de Salvador de Bahía en Brasil.
En ese contexto, «acá tienes la sociedad más segregada y más racializada de un país ya marcado por el clasismo y el racismo», dice Buchely.
«Acá hay un estilo apartheid con el que nos enfrentamos constantemente, en el que las clases altas emergentes —no los notables, sino aquellas que ascendieron rápidamente durante el boom del narcotráfico— muestran su riqueza no solo con sus carros, sus casas y sus armas, sino con la cantidad de gente, casi siempre afrodescendientes, que emplean para lavar, planchar, cocinar o conducir el carro».
«Por otro lado, tienes a la gente que está en la primera línea de las protestas, aquella que antes llamábamos el lumpen, los que nos limpian el parabrisas, los «ñeros» que no veíamos nunca, los que viven del rebusque. Son gente que está tan mal que come mejor durante las protestas porque reciben el apoyo de los vecinos, que no le tienen miedo a la muerte porque su vida es una miseria».
Durante estos días muchos han recordado la famosa foto en Hola, una revista de farándula, en la que una familia de mujeres blancas y emprendedoras posaba en su lujosa piscina de Cali con dos sirvientas afrodescendientes detrás sosteniendo bandejas de plata con las manos.
Esa segregación que sigue siendo oficializada por el Estado a través de los estratos es lo que, para muchos colombianos, está en el corazón de las actuales demandas del estallido.
Esta nota fue publicada por BBC Mundo. Lea la original acá.