En Corea del Sur, bonanza y peligro conviven con naturalidad. Por eso, aunque su cultura conquista el mundo y la recién estrenada presidencia de Lee Jae-myung aplaca la crisis sociopolítica desatada por el autogolpe de su predecesor Yoon Suk-yeol, no hay margen … para complacencias. La amenazante vecindad de Rusia, China y Corea del Norte agudiza un panorama convulso. Sobre todo ello reflexiona Ramón Pacheco Pardo en su libro ‘Corea. Una nueva historia del Sur y del Norte’ (Ático de los Libros), escrito junto a Victor D. Cha. Este título sale de imprenta tras haber sido publicado primero en inglés, como corresponde a un experto español, sí, pero reconocido a nivel global. Su conversación transcurre de lo urgente a lo estructural, urgente todo ello.
–La lectura general caracteriza la victoria de Lee como rotunda. Sin embargo, su margen de ocho puntos de ventaja se antoja ajustado teniendo en cuenta que se enfrentaba a una formación, el Partido del Poder Popular (PPP), que unos meses antes había tratado de suprimir la democracia, cuyo candidato había sufrido tanto las zancadillas de sus compañeros de filas como la aparición en su espectro ideológico de un competidor, el Partido Reformista, convertido en tercera fuerza precisamente con el 8% de los votos. ¿Hasta qué punto eso refleja la profunda polarización del país?
–Si vemos las elecciones que ha tenido Corea desde la transición democrática, en realidad Lee obtuvo, creo, el segundo mayor número de votos de todos los presidentes electos en la historia del país. En ese sentido, más que una polarización excepcional, lo que vemos es la continuidad de una división política ya establecida. Siempre ha habido un sector del electorado de corte liberal y otro de corte conservador, y ambos van a seguir votando por sus respectivos partidos. También creo que parte del resultado se explica por la campaña del PPP. Kim Moon-soo logró posicionarse mejor una vez que se distanció de Yoon. Si hubiera mantenido el mismo discurso que durante las primarias, cuando llegó a indicar que no apoyaba la declaración de ley marcial pero tampoco consideraba que Yoon debía rendir cuentas por ello, probablemente la diferencia hubiera sido mayor. En la historia democrática de Corea una distancia de quince puntos entre los bloques liberal y conservador nunca se ha dado. Por eso, aunque las encuestas señalaran una amplia distancia inicial, si esta se hubiera concretado hubiera representado un cambio radical. Lee se acercó al 50% del voto, un umbral que solo la presidenta Park Geun-hye logró superar.
–Lee, en cualquier caso, era un candidato percibido como problemático por amplios sectores de la población, en especial por sus cuentas pendientes con la Justicia. Durante la campaña trató de proyectar una imagen de pragmatismo, pero está por vez cómo actuará a partir de ahora. ¿Su victoria electoral ha cerrado la profunda crisis sociopolítica o la polémica que genera su figura podría provocar nuevas tensiones?
–Creo que, al menos en lo que respecta a la crisis de la democracia en sí, podemos decir que ha concluido, en el sentido de que Yoon ya no es presidente. El Tribunal Constitucional había validado la moción de censura en su contra y ahora el caso está en manos de la justicia penal, y por tanto ya no incide directamente sobre la gobernanza del país. En cuanto a las divisiones políticas dentro de la Asamblea Nacional, en mi opinión, es probable que en el próximo año y medio o dos años se atenúen, en parte porque no hay elecciones a la vista, y también porque el PPP está centrado en reconstruir su imagen y su mensaje. No obstante, cuando se acerquen nuevamente las elecciones legislativas de 2028 y posteriormente las presidenciales de 2030, cabe esperar que el partido conservador ya se haya restructurado, lo que reactivará la división política. Ahora bien, en este momento, tanto en la Asamblea Nacional como en la sociedad surcoreana en general, hay un deseo de pasar página y de rebajar el nivel de crispación.
–La situación judicial de Lee supuso uno de los ejes de la campaña. Recuerdo hablar con simpatizantes del PPP en varios mítines, quienes afirmaban que su principal argumento era evitar que un supuesto delincuente asumiera la presidencia. Al otro lado, en cambio, interpretaban estas investigaciones como una campaña de descrédito sin fundamento alguno orquestada por el Ejecutivo anterior. ¿La suspensión indefinida de las causas abiertas elimina estos obstáculos?
–Sí, yo creo que, por ahora, esta cuestión ha quedado aparcada. Las discusiones jurídicas que ha habido apuntan que, conforme al marco legal surcoreano, no se trata de supuestos delitos que puedan ser juzgados durante su mandato. Es evidente que la situación cambiará cuando finalice su presidencia, pero eso no ocurrirá hasta dentro de cinco años, cuando al perder la inmunidad presidencial la cuestión podría reactivarse.
–Dado que los presidentes surcoreanos solo pueden cumplir un único mandato de cinco años, incluso si eso ocurriera el impacto en la política nacional sería menor.
–Claro, porque él no puede postularse nuevamente como candidato. Como sabe, se está discutiendo la posibilidad de reformar el sistema para adoptar un modelo similar al estadounidense, con un máximo de dos mandatos de cuatro años. Sin embargo, aunque esa reforma llegara a aprobarse, tanto Lee como su partido han afirmado que solo entraría en vigor a partir del próximo presidente. Esa fue también la postura expresada por el PPP durante la campaña.
–¿Esta reforma puede hacerse realidad?
–Ya ha habido varios ciclos electorales en los que distintos candidatos han expresado su voluntad de avanzar hacia una reforma del sistema. De hecho, el propio Moon Jae-in, cuando era presidente, intentó impulsarla. Pero, al final, la aritmética parlamentaria no lo permitió. Ahora parece haber cierto consenso sobre la necesidad de una reforma institucional. En teoría, ese acuerdo debería facilitar que el cambio ocurra. Pero, en la práctica, entran en juego múltiples factores. Por eso no estoy completamente seguro, no de que la reforma pueda llevarse a cabo, sino de que este debate vaya a ocupar un lugar prioritario.
–La llegada al poder de Lee representa, decía, el cierre de una crisis. También un viraje en política exterior, con el que pretende reequilibrar posturas muy marcadas de la Administración anterior, en particular ante la amenaza existencial que supone Corea del Norte. Durante la campaña, Lee expresó su intención de reactivar el diálogo. De hecho, ya se han producido algunos gestos en ese sentido, como la decisión de apagar los altavoces de propaganda en la Zona Desmilitarizada, a lo que el régimen ha respondido de manera recíproca. ¿Hay margen real para que la situación mejore?
–Creo que todo depende, en gran medida, de Kim Jong-un. Actualmente, Kim parece encontrarse en una posición cómoda, sobre todo porque cuenta con el respaldo de Rusia. Lo hemos visto con el anuncio de que Corea del Norte enviará trabajadores a colaborar en proyectos de construcción en Kursk, lo que sugiere que seguirá recibiendo apoyo ruso, tanto en materia tecnológica como en ayuda económica y energética. Dicho esto, también sabemos que Putin, cuando le ha convenido, no ha dudado en dejar a un lado a Corea del Norte y reforzar sus vínculos tanto con Corea del Sur como con Estados Unidos. Kim Jong-un es consciente de que, tarde o temprano, tendrá que explorar vías para mejorar las relaciones con Corea del Sur y con EE.UU. Además, Donald Trump ha dejado muy claro que está dispuesto a reunirse de nuevo con Kim, y eso podría abrir una ventana de oportunidad para la distensión. Ahora bien, hasta qué punto ese espacio de diálogo puede traducirse en avances concretos es otra cuestión. Las cumbres de 2018 y 2019 dejaron un precedente de expectativas frustradas, y es probable que esa experiencia limite el margen de mejora durante el mandato de Lee. Él mismo ha reconocido que no será fácil.
–EE.UU. acudió a esas cumbres con el objetivo esencial de lograr la desnuclearización de la península de Corea, una aspiración recurrente de todo el que ha pasado por la Casa Blanca. Sin embargo, la sucesión de crisis bélicas recientes –ahora Irán y Ucrania, antes Libia– ofrece una moraleja evidente: la supervivencia está estrechamente ligada a la tenencia de armas nucleares. ¿Hasta qué punto supone una utopía pretender que Corea del Norte renuncie a las suyas?
–Es significativo, en ese sentido, que en EE.UU. ya se esté hablando de manera más abierta sobre la realidad de que Corea del Norte es una potencia nuclear de facto, y que se esté debatiendo si hay que apostar por un acuerdo no centrado en la desnuclearización sino en la no-proliferación, similar al que existió entre la Unión Soviética y EE.UU. para el control de arsenales. Todo esto sugiere que hay un mayor grado de realismo en el debate actual dentro de EE.UU. Creo que en Corea del Sur también se asume, en privado, que esa es una postura más realista. Sin embargo, ningún presidente surcoreano puede permitirse el lujo renunciar al objetivo de la desnuclearización de Corea del Norte, porque es un asunto que les afecta directamente. Para Estados Unidos, en cambio, el cálculo es distinto: si lograran que Corea del Norte dejase de desarrollar misiles de largo alcance, la amenaza nuclear directa hacia su territorio quedaría evidentemente ya no estaría tan clara. En definitiva, creo que el debate público se está moviendo en esa dirección.
–En este nuevo mundo, mucho más realista que liberal en el contexto de las relaciones internacionales, son mucho los factores que sugieren que el curso más lógico de los acontecimientos pasa porque Corea del Sur acabe desarrollando sus propias armas nucleares.
– Sí, yo creo que el debate en Corea del Sur va a continuar, porque en el momento en que se empieza a asumir que la desnuclearización de Corea del Norte parece una utopía, el paso siguiente es si Corea del Sur toma la decisión de que necesita armas nucleares propias para situarse en una posición de paridad con el Norte. Al fin y al cabo, por muy estrecha que sea la alianza con EE.UU., todos sabemos que, sobre todo con Trump, no ha sido siempre un aliado completamente fiable. Entonces sí, ese debate probablemente se va a intensificar. Ahora bien, Lee ha dicho en varias ocasiones que está en contra de que Corea del Sur desarrolle armamento nuclear. Si hubiera un presidente conservador, el debate sería seguramente más abierto, porque suelen mostrarse más proclives a apoyar esa opción. Aun así, creo que en los próximos cinco años, con Lee en el poder, se va a seguir hablando del tema, especialmente si se produce una cumbre entre Kim y Trump que permita a Corea del Norte mantener su arsenal nuclear. En ese caso, Corea del Sur tendrá que considerar cómo responder a esa amenaza.
–¿Eso cómo sucedería? Tengo entendido que la estrategia previsible consistiría en no tener armas nucleares per se, sino la capacidad de desarrollarlas de manera casi inmediata.
–Sí, eso es lo que se conoce como latencia nuclear. Es decir, desarrollar la capacidad técnica y los materiales necesarios para, en cuestión de semanas o meses, poder fabricar armamento nuclear. Es la situación en la que se encuentra actualmente Japón. Corea del Sur no puede hacerlo debido al acuerdo de cooperación nuclear que mantiene con EE.UU. Por eso, lo que se está discutiendo en Corea del Sur es la posibilidad de alcanzar un nuevo acuerdo con EE.UU. que le permita llegar a ese nivel de latencia que ya tiene Japón. Otra forma de sería seguir el modelo israelí de desarrollar armamento nuclear pero sin llevar a cabo ensayos, esto facilitaría que Corea del Sur evitara sanciones internacionales. También se habla del modelo indio, que consiste en realizar un par de ensayos y asumir las consecuencias. EE.UU. y la Unión Europea impusieron sanciones a India que en un pocos años ya no tenían efecto, en la práctica fueron más bien cosméticas.
–Volviendo al Norte, con una mirada a largo plazo. Un lugar común entre los académicos que estudian regímenes autoritarios es que el problema esencial de toda dictadura es la sucesión. En los últimos años la hija de Kim Jong-un, Kim Ju-ae, ha tenido un papel muy destacado en apariciones públicas junto a su padre. ¿Está en efecto siendo posicionada como sucesora, pese a la anomalía que representa el hecho de que sea mujer?
–Hay precedentes. Es lo que hizo Kim Il-sung con Kim Jong-il: durante décadas fue preparándolo como su sucesor. En el caso de Kim Ju-ae, hay dos elementos importantes. El primero es que ni siquiera sabemos con certeza si Kim Jong-un tiene un hijo varón. Se cree que tiene dos hijos, pero no hay confirmación oficial. Si tuviera un hijo varón, podría decidir que debe ser él quien lo suceda. Pero, por otro lado, más relevante que el género es el hecho de pertenecer a la familia Kim. En ese sentido, Kim Jong-un podría simplemente optar por dejar el poder en manos del vástago que considere más preparado, sea quien sea. Si él considera que es Kim Ju-ae, el hecho de que sea mujer no sería un obstáculo. El hecho de que la lleve a tantos actos públicos sugiere que está construyendo su imagen como posible sucesora. Pero claro, en cualquier momento, si es necesario podría ser desplazada, borrar toda la historia y colocar un nuevo candidato.
–Corea del Norte es el último sistema totalitario, el otro monstruoso por excelencia. ¿Qué revela sobre nuestro mundo el hecho de que tantas décadas después y pese a su brutalidad el régimen resista?
–Lo primero que revela es que la familia Kim ha tenido un gran éxito a la hora de mantenerse en el poder, nadie más ha conseguido sostener durante tres generaciones una dictadura hereditaria de estilo comunista. Lo segundo, la importancia geoestratégica de la península coreana y de Corea del Norte en particular. Uno de los factores clave que ha permitido esta continuidad es el respaldo que el régimen ha recibido de China y Rusia. Estar ubicado en una región de valor estratégico para las grandes potencias ha sido esencial para su supervivencia. Y, lo tercero, demuestra que aunque muchas dictaduras terminan cayendo, hay mecanismos de represión que puede funcionar durante décadas. Por muy brutal que sea el régimen, hay dictadores que pueden verlo como un modelo de estabilidad. Incluso en China hay quien bromea diciendo que pensaban que Corea del Norte acabaría pareciéndose a China, pero en realidad China se está convirtiendo en Corea del Norte.
–El reverso de este proceso histórico es obviamente Corea del Sur, no solo por su tránsito de un régimen autoritario a una democracia plena y próspera, también por la apreciación universal de su cultura frente al hermetismo de Corea del Norte. ¿Cuáles son los elementos esenciales que explican este fenómeno global?
–Para mí, lo primero es justamente lo que mencionas: la transición democrática. Fue ese proceso el que permitió a los artistas coreanos desplegar plenamente su creatividad. Como sabes, durante la dictadura, la expresión cultural estaba muy limitada; predominaban la canción protesta o el cine con críticas al sistema. Sin democracia, todo lo que ha venido después habría sido prácticamente imposible. Hoy vemos que en muchos países donde persiste la censura, su cultura contemporánea tiene mayores dificultades para proyectarse universalmente. Así que ese marco de libertad creativa es, en mi opinión, el punto de partida. Después, hay que señalar el sólido sistema de apoyo al sector cultural, tanto desde el ámbito público como desde el privado.
Las grandes discográficas responsables del éxito del K-pop son empresas privadas, igual que los estudios de cine, y muchos de ellos cuentan con el respaldo de grandes conglomerados como Samsung. A eso se suma el impulso del sector público, que ha sido tanto directo como indirecto. Corea del Sur es uno de los pocos países que, en las últimas dos o tres décadas, ha incrementado su inversión en educación universitaria en áreas como las humanidades, las artes o la producción audiovisual. Mientras que en otros países se recortan esos presupuestos por considerarse poco rentables, Corea ha apostado por ellos. Y luego está todo el ecosistema institucional que se ha creado: festivales organizados por el gobierno, centros culturales surcoreanos repartidos por todo el mundo… Todo eso ha contribuido enormemente a la proyección internacional. Por último, diría que un factor clave ha sido el nivel de digitalización de la sociedad surcoreana. Es una sociedad que adoptó con rapidez las nuevas tecnologías y supo aprovecharlas para difundir su cultura. Muchos artistas de K-pop, por ejemplo, se hicieron conocidos gracias a plataformas como YouTube, y más recientemente a través de Spotify. Hace años, hubiera sido impensable que una radio internacional pusiera una canción de K-pop. Corea del Sur entendió antes que otros países cómo utilizar esos canales para internacionalizar su producción cultural.
–El título de su libro habla de Corea como un único ente. ¿Están las Coreas destinadas a reunificarse? ¿Existe todavía un sentimiento de nación compartida? ¿O acaso esta división durante siete décadas en modelos radicalmente opuestos ha creado dos sociedades que ya no son amalgamables?
–En Corea del Norte todavía persiste una visión muy centrada en la idea de la raza coreana. En Corea del Sur eso está desapareciendo, al menos en parte. Ahora, también hay que decir que, cuando se pregunta por la reunificación, los encuestados más jóvenes suelen mostrar más dudas. Pero sería muy distinto si esa posibilidad llegara a convertirse en algo real. Hoy por hoy parece imposible. Pero si, por ejemplo, se produjera una crisis interna en Corea del Norte, el régimen se volviera inestable y acabara cayendo, o si el país cambiara y se abriera más, creo que en ese contexto sí aumentaría el apoyo a la reunificación en Corea del Sur. Y no solo por razones políticas, sino también por el peso de la historia: al fin y al cabo, Corea fue un país unificado durante siglos, y esa es una narrativa muy fuerte, difícil de rechazar si realmente se diera la oportunidad.