Cayó el ‘familión’, y lo hizo de forma decisiva, catastrófica. El izquierdismo imperante de la familia Zelaya en Honduras no alcanzó el 20% de los votos y su modelo quedó al descubierto como un proyecto agotado, sostenido más por apellidos y cargos que por … respaldo social. Las urnas cerraron el ciclo con una claridad incómoda para la izquierda bolivariana: el país dio la espalda al nepotismo envuelto en ideología.
En tiempo de descuento, la familia presidencial reaccionó con un guion conocido. Denunció un golpe del «imperialismo» de Washington y una supuesta injerencia directa de Donald Trump en un país presentado, una vez más, como vasallo. Pero los números no acompañan el relato. La oposición en su conjunto rozó el 80% de las papeletas. Una cifra de ese calibre deja poco margen para la épica victimista. Los mensajes de Xiomara Castro y su entorno suenan menos a denuncia que a coartada, más a final de ciclo que a resistencia.
En Honduras, el ‘familión’ es una palabra cargada de ironía popular y precisión política. Sirve para describir el nepotismo convertido en sistema: una red densa de parientes y allegados colocados en puestos clave del Estado, con apellidos que se repiten de ministerio en ministerio, de asesoría en asesoría, como si la administración pública funcionara como una empresa familiar ampliada. No alude a una sola persona ni a un caso aislado, sino a un patrón reconocible.
El poder que se hereda
Es el poder que se hereda, se reparte y se protege dentro de casa. Cargos de confianza, nombramientos cruzados y sueldos que, sumados, acaban pareciendo un presupuesto paralelo. El chiste, contado en serio, es evidente: no hace falta un partido para gobernar si se dispone de un árbol genealógico suficientemente frondoso.
En el entorno de los Zelaya-Castro, hijos, hermanos, sobrinos y parientes políticos fueron ocupando posiciones relevantes en la administración, el Congreso, la diplomacia y empresas públicas
El término apunta directamente al entramado construido en torno al matrimonio Zelaya-Castro durante el mandato de Xiomara Castro, iniciado en 2022. La presidenta llegó al poder con un discurso de ruptura, regeneración y justicia social. Prometió poner fin a las prácticas del pasado y limpiar las instituciones. Sin embargo, el ejercicio del poder derivó pronto en una concentración familiar que evocó los mismos vicios que su partido, Libre, había denunciado cuando estaba en la oposición.
Manuel Zelaya, presidente entre 2006 y 2009 y esposo de la mandataria, se consolidó como figura central del poder real. Sin cargo electo, pero con influencia decisiva, operó como eje político del Gobierno, con control de resortes clave del Estado y capacidad de veto o impulso sobre decisiones estratégicas. A su alrededor, hijos, hermanos, sobrinos y parientes políticos fueron ocupando posiciones relevantes en la administración, el Congreso, la diplomacia y empresas públicas.
Zelaya se dirige a sus seguidores a través de un megáfono en Tegucigalpa
EFE
La lealtad se premiaba
El fenómeno no se limitó al núcleo presidencial. Otras familias del entorno de Libre replicaron el esquema, extendiendo redes de afinidad por ministerios, secretarías, organismos autónomos y embajadas. El mensaje implícito era claro: la lealtad se premiaba, el apellido abría puertas y la cercanía al poder sustituía al mérito como principal credencial.
Informes del Consejo Nacional Anticorrupción, una organización de la sociedad civil, documentaron decenas de nombramientos de familiares directos en la administración. Muchos de ellos se amparaban en la figura legal de los «puestos de confianza», una fórmula válida desde el punto de vista jurídico, pero políticamente corrosiva. Ese goteo constante terminó instalando la percepción de que el Estado se había convertido en un sistema de reparto entre clanes, blindado por la ideología.
El coste político fue acumulativo. La identificación del proyecto de Xiomara Castro con el nepotismo, sumada a la sensación de que el poder se había cerrado sobre sí mismo, erosionó de forma rápida su base social. Para amplios sectores urbanos y para buena parte de los jóvenes, el relato de justicia social quedó sepultado bajo la imagen de un gobierno donde los apellidos pesaban más que la capacidad y donde la ideología funcionaba como coartada para proteger intereses familiares.
La derrota electoral de la heredera política del clan, la exministra de Defensa Rixi Moncada, no fue solo un castigo a una gestión concreta. Fue una enmienda a la totalidad a una forma de entender el poder. El voto no se dirigió únicamente contra la izquierda, sino contra la idea de que el Estado podía administrarse como patrimonio doméstico.
Moncada intentó desactivar el estigma. Incluso se llegó a componer una canción, «Somos el familión», con la que se pretendía apropiarse del insulto y transformarlo en consigna: Honduras como una gran familia feliz, cohesionada y solidaria. La respuesta en las urnas fue contundente. La mayoría de los hondureños no compró la metáfora. Optó por cerrar el capítulo y mirar hacia otra parte, convencida de que el cambio, incluso con sus riesgos, era preferible a la continuidad de un poder heredado.