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Trump da oxígeno a Lula y a Maduro

En medio de una ofensiva de política exterior destinada a reconfigurar la diplomacia estadounidense, el presidente Donald Trump ha acabado dando oxígeno político a dos líderes de la izquierda latinoamericana: Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Nicolás Maduro en Venezuela. … En las últimas semanas, Trump tomó decisiones drásticas contra ambos países –un alza arancelaria inédita contra Brasil y un polémico canje de prisioneros con Venezuela– que, lejos de debilitar a sus adversarios extranjeros, terminaron reforzándolos en el plano interno e internacional.
Trump anunció un arancel del 50% a todas las importaciones brasileñas, a partir del 1 de agosto, como represalia por lo que calificó de persecución política contra su aliado, el expresidente inhabilitado Jair Bolsonaro. El propio Trump vinculó explícitamente la decisión con el juicio al que se enfrenta Bolsonaro en Brasil, al que describió como una «caza de brujas», instando a que el proceso «termine de inmediato». Sin embargo, la maniobra resultó contraproducente: desató indignación nacional en Brasil ante lo que muchos vieron como un chantaje extranjero.
El presidente Lula condenó el arancelazo como «un chantaje inaceptable», «arbitrario y sin fundamento», denunciando que violaba la soberanía de su país. «Nadie le dará órdenes a este presidente», espetó Lula ante una multitud de estudiantes, enardeciendo el sentimiento nacionalista.

Lejos de amedrentarse, las instituciones brasileñas endurecieron su postura frente a Bolsonaro. Apenas días después de la amenaza arancelaria, el Tribunal Supremo intensificó el caso contra el exmandatario: agentes federales registraron la residencia de Bolsonaro y un juez ordenó colocarle una tobillera electrónica, restringir sus desplazamientos y prohibirle usar redes sociales, ante el riesgo de fuga.
Paradójicamente, la presión de Washington unió a amplios sectores brasileños detrás de Lula. Incluso figuras de derecha y empresariales –habituales críticos del presidente– repudiaron la injerencia extranjera y cerraron filas en defensa de la soberanía nacional.
Paralelamente, Trump gestionó un sorpresivo intercambio de prisioneros con Venezuela que terminó reforzando a Nicolás Maduro, tras haber retomado un contacto con la dictadura suspendido en los últimos meses de Joe Biden.
El 18 de julio, Caracas liberó a 10 ciudadanos estadounidenses que estaban detenidos en Venezuela, a cambio de la repatriación de más de 250 emigrantes venezolanos que EE.UU. había deportado a una cárcel de máxima seguridad en El Salvador meses atrás bajo medidas migratorias extraordinarias de Trump. La operación, negociada con la mediación del presidente salvadoreño Nayib Bukele, permitió que dos aviones con los venezolanos aterrizaran en Caracas, hecho celebrado por el mismo Maduro como un acto de «justicia y rectificación» por parte de Washington.
Esta inusual diplomacia de canje no solo significó el regreso a casa de los estadounidenses detenidos, sino que otorgó a Maduro un triunfo político valioso. El mandatario venezolano corrió a proyectarse como firme defensor de sus ciudadanos frente a los abusos denunciados en la prisión salvadoreña, e incluso obligó a algunos de sus opositores internos a reconocer la gravedad de la situación que él venía denunciando.

De tú a tú con Washington

A pesar de no ser reconocido como presidente legítimo por Washington y otros gobiernos afines, Maduro aprovechó el episodio para reafirmar su autoridad dentro de Venezuela –su base chavista cerró filas– y mostrar que, lejos de estar aislado, puede negociar de tú a tú con la Administración Trump. Una medida concebida por Trump para endurecer su política migratoria terminó dándole a Maduro un respiro y una plataforma propagandística internacional.
Estos episodios tienen lugar en una América Latina ideológicamente reconfigurada, donde la mayoría de las mayores economías están gobernadas por fuerzas de izquierda. Actualmente, líderes socialistas o comunistas ocupan el poder en países clave: Lula da Silva en Brasil, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile, Claudia Sheinbaum en México, Luis Arce en Bolivia, además del propio Maduro, dictador en Venezuela. Este giro regional –una suerte de segunda ola de la llamada «marea rosa»– contrasta con la estrategia de Trump, quien ha buscado aliados en el reducido grupo de mandatarios afines a su agenda de derecha.
Desde que volvió a la Casa Blanca en enero, Trump ha sellado alianzas explícitas con los pocos líderes latinoamericanos de derecha. Ha elogiado y respaldado abiertamente a Javier Milei en Argentina y a Nayib Bukele en El Salvador, con quienes comparte una retórica dura y un estilo directo en el ejercicio del poder. De hecho, Milei y Bukele se han convertido en los dos aliados más cercanos de Trump en la región, al punto de ser los únicos presidentes latinoamericanos invitados a Washington estos pasados meses.
Trump llegó a calificar a Bukele como un modelo para otros países y ha llamado a Milei su «presidente favorito», celebrando sus agendas neoliberales y autoritarias. Al mismo tiempo, Trump mantiene su apoyo declarado a Jair Bolsonaro en Brasil –a pesar de que fue inhabilitado por la Justicia electoral hasta 2030– presentándolo como un socio estratégico para frenar la influencia de Lula y del Foro de Sao Paulo y su sucesor, el Grupo de Puebla (la alianza regional de partidos de izquierda).
La confrontación entre Trump y Lula escaló a cotas sin precedentes en la relación bilateral. El 18 de julio, Washington anunció sanciones directas contra miembros del Poder Judicial brasileño: el secretario de Estado, Marco Rubio, informó de la revocación de visados para ocho de los once jueces del Supremo Federal, incluido el magistrado Alexandre de Moraes. Rubio acusó a De Moraes y sus colegas de orquestar una persecución política y violar los derechos humanos de los partidarios de Bolsonaro.
Es la primera vez que un gobierno estadounidense castiga a jueces en ejercicio de una democracia aliada por sus fallos internos, una medida extraordinaria que Lula tachó de arbitraria, denunciando que viola los principios básicos de respeto y soberanía entre naciones. «Ninguna intimidación o amenaza, venga de quien venga, comprometerá la misión de nuestras instituciones de defender el Estado de Derecho», afirmó Lula en un comunicado de protesta.

Un enfrentamiento rentable

La sanción de EE.UU. llegó apenas horas después de que la Corte brasileña autorizara nuevos operativos contra Bolsonaro por sus intentos de desconocer la derrota electoral de 2022. La Policía Federal allanó la casa del exmandatario y una orden judicial le impuso toque de queda nocturno, prohibición de usar redes sociales y contactar a funcionarios extranjeros –incluyendo a aliados clave–, además de retenerle el pasaporte. Trump ve en ese castigo algo similar a lo que le ocurrió a él tras la insurrección en el Capitolio de 2021.
Lula, de 79 años, ha aprovechado políticamente este choque frontal con Trump. Con una popularidad que antes rondaba el 40% y desafíos internos en economía y seguridad, el veterano líder brasileño ha logrado reposicionarse como estadista firme frente a la agresión externa, y algunas encuestas le dan un alza en intención de voto.
Su mandato, que se extiende hasta 2026, se enfrenta a una oposición dura de los bolsonaristas, pero la confrontación simbólica con Trump le permite consolidar apoyos moderados y proyectar autoridad frente a la extrema derecha interna. Pese a su avanzada edad, dice que se presentará a la reelección.
En Venezuela, Trump mantiene un complicado equilibrio: reanudó discretamente los contactos con el régimen de Maduro, sin restablecer formalmente lazos diplomáticos, y ha sostenido un embargo parcial sobre el crudo venezolano que deja margen para excepciones negociadas. Al tiempo, su Gobierno ha promovido intercambios de prisioneros y facilitado excarcelaciones, una estrategia ambigua que combina presión económica y gestos de distensión.

Publicado: julio 22, 2025, 8:45 am

La fuente de la noticia es https://www.abc.es/internacional/trump-oxigeno-lula-maduro-20250722205420-nt.html

En medio de una ofensiva de política exterior destinada a reconfigurar la diplomacia estadounidense, el presidente Donald Trump ha acabado dando oxígeno político a dos líderes de la izquierda latinoamericana: Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Nicolás Maduro en Venezuela. En las últimas semanas, Trump tomó decisiones drásticas contra ambos países –un alza arancelaria inédita contra Brasil y un polémico canje de prisioneros con Venezuela– que, lejos de debilitar a sus adversarios extranjeros, terminaron reforzándolos en el plano interno e internacional.

Trump anunció un arancel del 50% a todas las importaciones brasileñas, a partir del 1 de agosto, como represalia por lo que calificó de persecución política contra su aliado, el expresidente inhabilitado Jair Bolsonaro. El propio Trump vinculó explícitamente la decisión con el juicio al que se enfrenta Bolsonaro en Brasil, al que describió como una «caza de brujas», instando a que el proceso «termine de inmediato». Sin embargo, la maniobra resultó contraproducente: desató indignación nacional en Brasil ante lo que muchos vieron como un chantaje extranjero.

El presidente Lula condenó el arancelazo como «un chantaje inaceptable», «arbitrario y sin fundamento», denunciando que violaba la soberanía de su país. «Nadie le dará órdenes a este presidente», espetó Lula ante una multitud de estudiantes, enardeciendo el sentimiento nacionalista.

Lejos de amedrentarse, las instituciones brasileñas endurecieron su postura frente a Bolsonaro. Apenas días después de la amenaza arancelaria, el Tribunal Supremo intensificó el caso contra el exmandatario: agentes federales registraron la residencia de Bolsonaro y un juez ordenó colocarle una tobillera electrónica, restringir sus desplazamientos y prohibirle usar redes sociales, ante el riesgo de fuga.

Paradójicamente, la presión de Washington unió a amplios sectores brasileños detrás de Lula. Incluso figuras de derecha y empresariales –habituales críticos del presidente– repudiaron la injerencia extranjera y cerraron filas en defensa de la soberanía nacional.

Paralelamente, Trump gestionó un sorpresivo intercambio de prisioneros con Venezuela que terminó reforzando a Nicolás Maduro, tras haber retomado un contacto con la dictadura suspendido en los últimos meses de Joe Biden.

El 18 de julio, Caracas liberó a 10 ciudadanos estadounidenses que estaban detenidos en Venezuela, a cambio de la repatriación de más de 250 emigrantes venezolanos que EE.UU. había deportado a una cárcel de máxima seguridad en El Salvador meses atrás bajo medidas migratorias extraordinarias de Trump. La operación, negociada con la mediación del presidente salvadoreño Nayib Bukele, permitió que dos aviones con los venezolanos aterrizaran en Caracas, hecho celebrado por el mismo Maduro como un acto de «justicia y rectificación» por parte de Washington.

Esta inusual diplomacia de canje no solo significó el regreso a casa de los estadounidenses detenidos, sino que otorgó a Maduro un triunfo político valioso. El mandatario venezolano corrió a proyectarse como firme defensor de sus ciudadanos frente a los abusos denunciados en la prisión salvadoreña, e incluso obligó a algunos de sus opositores internos a reconocer la gravedad de la situación que él venía denunciando.

De tú a tú con Washington

A pesar de no ser reconocido como presidente legítimo por Washington y otros gobiernos afines, Maduro aprovechó el episodio para reafirmar su autoridad dentro de Venezuela –su base chavista cerró filas– y mostrar que, lejos de estar aislado, puede negociar de tú a tú con la Administración Trump. Una medida concebida por Trump para endurecer su política migratoria terminó dándole a Maduro un respiro y una plataforma propagandística internacional.

Estos episodios tienen lugar en una América Latina ideológicamente reconfigurada, donde la mayoría de las mayores economías están gobernadas por fuerzas de izquierda. Actualmente, líderes socialistas o comunistas ocupan el poder en países clave: Lula da Silva en Brasil, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile, Claudia Sheinbaum en México, Luis Arce en Bolivia, además del propio Maduro, dictador en Venezuela. Este giro regional –una suerte de segunda ola de la llamada «marea rosa»– contrasta con la estrategia de Trump, quien ha buscado aliados en el reducido grupo de mandatarios afines a su agenda de derecha.

Desde que volvió a la Casa Blanca en enero, Trump ha sellado alianzas explícitas con los pocos líderes latinoamericanos de derecha. Ha elogiado y respaldado abiertamente a Javier Milei en Argentina y a Nayib Bukele en El Salvador, con quienes comparte una retórica dura y un estilo directo en el ejercicio del poder. De hecho, Milei y Bukele se han convertido en los dos aliados más cercanos de Trump en la región, al punto de ser los únicos presidentes latinoamericanos invitados a Washington estos pasados meses.

Trump llegó a calificar a Bukele como un modelo para otros países y ha llamado a Milei su «presidente favorito», celebrando sus agendas neoliberales y autoritarias. Al mismo tiempo, Trump mantiene su apoyo declarado a Jair Bolsonaro en Brasil –a pesar de que fue inhabilitado por la Justicia electoral hasta 2030– presentándolo como un socio estratégico para frenar la influencia de Lula y del Foro de Sao Paulo y su sucesor, el Grupo de Puebla (la alianza regional de partidos de izquierda).

La confrontación entre Trump y Lula escaló a cotas sin precedentes en la relación bilateral. El 18 de julio, Washington anunció sanciones directas contra miembros del Poder Judicial brasileño: el secretario de Estado, Marco Rubio, informó de la revocación de visados para ocho de los once jueces del Supremo Federal, incluido el magistrado Alexandre de Moraes. Rubio acusó a De Moraes y sus colegas de orquestar una persecución política y violar los derechos humanos de los partidarios de Bolsonaro.

Es la primera vez que un gobierno estadounidense castiga a jueces en ejercicio de una democracia aliada por sus fallos internos, una medida extraordinaria que Lula tachó de arbitraria, denunciando que viola los principios básicos de respeto y soberanía entre naciones. «Ninguna intimidación o amenaza, venga de quien venga, comprometerá la misión de nuestras instituciones de defender el Estado de Derecho», afirmó Lula en un comunicado de protesta.

Un enfrentamiento rentable

La sanción de EE.UU. llegó apenas horas después de que la Corte brasileña autorizara nuevos operativos contra Bolsonaro por sus intentos de desconocer la derrota electoral de 2022. La Policía Federal allanó la casa del exmandatario y una orden judicial le impuso toque de queda nocturno, prohibición de usar redes sociales y contactar a funcionarios extranjeros –incluyendo a aliados clave–, además de retenerle el pasaporte. Trump ve en ese castigo algo similar a lo que le ocurrió a él tras la insurrección en el Capitolio de 2021.

Lula, de 79 años, ha aprovechado políticamente este choque frontal con Trump. Con una popularidad que antes rondaba el 40% y desafíos internos en economía y seguridad, el veterano líder brasileño ha logrado reposicionarse como estadista firme frente a la agresión externa, y algunas encuestas le dan un alza en intención de voto.

Su mandato, que se extiende hasta 2026, se enfrenta a una oposición dura de los bolsonaristas, pero la confrontación simbólica con Trump le permite consolidar apoyos moderados y proyectar autoridad frente a la extrema derecha interna. Pese a su avanzada edad, dice que se presentará a la reelección.

En Venezuela, Trump mantiene un complicado equilibrio: reanudó discretamente los contactos con el régimen de Maduro, sin restablecer formalmente lazos diplomáticos, y ha sostenido un embargo parcial sobre el crudo venezolano que deja margen para excepciones negociadas. Al tiempo, su Gobierno ha promovido intercambios de prisioneros y facilitado excarcelaciones, una estrategia ambigua que combina presión económica y gestos de distensión.

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