Publicado: mayo 10, 2025, 10:45 pm
La fuente de la noticia es https://www.abc.es/internacional/caida-nazismo-secuelas-guerra-20250510194351-nt.html
Hace ochenta años que las tropas estadounidenses liberaron el campo de concentración de Dachau, al norte de Múnich. Las fuerzas alemanas se rindieron en el norte de Italia. Y Hitler dictó y firmó su última voluntad y testamento en el búnker. Sin embargo, aunque … el Tercer Reich se derrumbaba en todos los frentes, el final de esta guerra, que había matado a millones de seres humanos, seguía dependiendo de la vida de un solo hombre.
Los aliados habían cometido un error fundamental al creer, tras el complot de julio de 1944, que un ejército que había intentado matar a su propio comandante en jefe debía encontrarse en estado de colapso. Lo que no podían comprender era que el fracaso en matar a Hitler significaba que él, las SS, la Gestapo y el Partido Nazi obligarían a todos a seguir luchando hasta su muerte. Se trataba, una vez más, del problema del sesgo democrático de confirmación, que nos impide comprender adecuadamente la mentalidad de los dictadores y su entorno.
Los aliados, o más concretamente los estadounidenses, cometieron un error similar al entender a Stalin. Roosevelt, con la arrogancia de su gran encanto, pensó que podía hacer de Stalin un amigo. Eisenhower también pensó que podría ganarse la confianza de Stalin transmitiéndole sus planes para el avance de los aliados a través de Alemania. Ambos fueron engañados a su vez.
El 8 de marzo, Stalin supo por el general Susloparov, su oficial de enlace con el cuartel general de Eisenhower, que los estadounidenses estaban al otro lado del Rin, en Remagen. Los aliados también tenían un plan para lanzar paracaidistas sobre Berlín, la Operación Eclipse, en caso de un repentino colapso nazi. Stalin convocó inmediatamente a Zhukov a Moscú para empezar a planear lo que se conocería como la «Operación Berlín». Consistiría en tres frentes, o grupos de ejércitos, que atacarían a través de los ríos Oder y Neisse. El Primer Frente Bielorruso de Zhukov, en el centro, atacaría desde sus cabezas de puente a través del Oder directamente hacia Berlín. El Primer Frente Ucraniano del mariscal Konev cruzaría el río Neisse hacia el sur, y luego, en el norte, el Segundo Frente Bielorruso del mariscal Rokossovsky, habiendo despejado Pomerania, atacaría alrededor de Stettin.
Stalin, sabiendo que los británicos querían dirigirse a Berlín, se aseguró de que Eisenhower estuviera mal informado sobre sus intenciones. Pero Eisenhower, sin avisar a sus aliados británicos ni siquiera a su adjunto británico, el mariscal del Aire Tedder, informó a Moscú de sus propios planes en un telegrama destacado, el SCAF 252. Le dijo a Stalin que «Berlín ya no era un objetivo especialmente importante». Quería avanzar a través del centro de Alemania y más hacia el sur, habiendo oído hablar de los planes nazis para una defensa final en la Alpenfestung (fortaleza alpina), en la frontera entre Baviera y Austria.

Conferencia de Yalta febrero 1945
Churchill estaba horrorizado. Temía que los estadounidenses estuvieran demasiado interesados en contentar a Stalin y fueran demasiado cautos con los incidentes de fuego amigo. Los pilotos estadounidenses acababan de derribar seis cazas soviéticos sobre el Oder, al este de Berlín, pensando que eran alemanes. Los soviéticos estaban furiosos. Stalin también estaba furioso por la negativa estadounidense a incluir a la Unión Soviética en las conversaciones secretas sobre un armisticio en el norte de Italia. Seguía sospechando que los aliados occidentales podrían llegar a un acuerdo de paz por separado con Berlín en el último momento.
La rápida rendición de las fuerzas alemanas en el oeste aumentó su paranoia. No se le ocurrió que los alemanes iban a oponer una resistencia más desesperada al Ejército Rojo, tras haber oído hablar de sus atrocidades y actos de venganza. La propaganda soviética preguntaba por qué el Ejército Rojo tenía que luchar amargamente por cada pueblo, mientras los aliados avanzaban con facilidad por el oeste «conquistando con filmadoras», como escribió Ilya Ehrenburg. El Tercer Ejército de Patton se dirigía a Praga, donde los checos se habían sublevado, apoyados por el ejército de renegados rusos de Vlassov, que se volvieron contra sus aliados alemanes en el último momento, un acto desesperado que no les libraría de la venganza soviética.



La pesadilla recurrente de Stalin era que los estadounidenses pudieran rearmar a la Wehrmacht y atacar a la Unión Soviética. Esto no era del todo descabellado; poco después de la rendición de mayo, Churchill, horrorizado por la brutal represión soviética en Polonia, pidió a sus jefes de estado mayor que contemplaran la Operación Impensable, que incluía rearmar a las unidades de la Wehrmacht y hacer retroceder al Ejército Rojo. Los jefes volvieron para decir que, en efecto, era impensable: los estadounidenses nunca estarían de acuerdo, como tampoco lo estarían las tropas británicas, cuya moral había sido levantada por noticiarios prosoviéticos que alababan los sacrificios de sus aliados. Desastrosamente, se envió una señal prematura a Montgomery para que reuniera armamento de la Wehrmacht en caso de que fuera necesario. Algunos piensan que el espía John Cairncross pudo haberse enterado de esto y lo transmitió a Moscú.
Stalin, a diferencia de Eisenhower, veía a Berlín como vital. Era, por supuesto, el gran símbolo de la victoria soviética sobre la Alemania nazi, pero ofrecía otro premio. Los espías prosoviéticos del proyecto Manhattan le habían advertido de que los estadounidenses estaban a punto de crear un arma atómica. Por orden suya, se aceleró la Operación Borodino, pero la Unión Soviética carecía de uranio suficiente. Stalin ordenó a Lavrenti Beria, su jefe de la policía secreta, que preparara unidades de fusileros del NKVD y destacamentos especiales para que estuvieran listos para apoderarse de todo el uranio, el equipo y los científicos nucleares alemanes que pudieran encontrar.
Mientras Stalin instaba a Zhukov a acelerar sus preparativos para tomar Berlín, animaba a Eisenhower a continuar con su plan de dirigirse más al sur. El 31 de marzo le dijo al diplomático estadounidense Averell Harriman en Moscú que la última resistencia de los «alemanes estaría probablemente en las montañas del oeste de Checoslovaquia y Baviera». A la mañana siguiente, Stalin celebró su famosa reunión con los mariscales Zhukov y Konev para decidir los últimos detalles de la operación de Berlín. Stalin subrayó la importancia vital de tomar la capital antes que los aliados. Más tarde, ese mismo día 1 de abril, hizo señas a Eisenhower para que coincidiera en que «Berlín ha perdido su antigua importancia estratégica», y para que dijera que el mando soviético sólo enviaría tropas de segunda categoría contra ella. También mintió descaradamente sobre la fecha del ataque, diciendo que tendría lugar en la segunda quincena de mayo. Fue el mayor ‘April Fool’ (el Día de las Bromas en el mundo anglosajón) de la historia moderna. Incluso cuando comenzó la ofensiva sobre el Oder el 16 de abril, con un bombardeo de casi dos millones de proyectiles en un solo día, Stalin dijo a los americanos que sólo se enviaban fuerzas de reconocimiento hacia Berlín.
Eisenhower y el general
Omar Bradley
eran reacios a atacar. Bradley pensaba que tomar Berlín les costaría 100.000 bajas, una estimación que más tarde admitió que era demasiado alta
El dictador estaba alarmado por la rapidez del avance americano. El 12 de abril, cuatro días antes de que comenzara su propia Operación Berlín, los estadounidenses habían cruzado el Elba al sur de Dessau. Sus comandantes de división estimaban que podrían llegar a Berlín en 48 horas. Todas las unidades de las SS estaban en el Frente Oriental y las tropas del 12º Ejército de Wenck estaban formadas principalmente por jóvenes apenas entrenados que no tenían tanques ni armas antitanque. El jefe de estado mayor del 12º Ejército y el jefe de operaciones, a los que entrevisté, dijeron que no habrían podido resistir ni un día.
Aun así, Eisenhower y el general Omar Bradley eran reacios a atacar. Bradley pensaba que tomar Berlín les costaría 100.000 bajas, una estimación que más tarde admitió que era demasiado alta. Además, se preguntaba qué sentido tendría tomar a un alto coste un territorio que luego tendrían que devolver a los soviéticos en virtud del acuerdo de la Comisión Consultiva Europea sobre las Zonas de Ocupación. El problema era que los aliados no tenían ni idea de las condiciones y actitudes dentro de Alemania. Aparte de las SS, la mayoría de las unidades estaban preparadas para rendirse rápidamente a los aliados occidentales; de hecho, los que estaban en los alrededores de Berlín ansiaban que llegaran los estadounidenses antes que los rusos. Como decía el chiste berlinés de moda, «los optimistas aprendían inglés y los pesimistas aprendían ruso».
En cambio, el general William Hood Simpson, comandante del Noveno Ejército, no tenía ninguna duda de que podría abrirse paso hasta Berlín en poco tiempo. En la mañana del 15 de abril, había reunido suficientes fuerzas en su cabeza de puente para un ataque. Sus hombres ansiaban partir, pero esa mañana Bradley le convocó en el cuartel general del Grupo de Ejércitos y le comunicó que Eisenhower había decidido detenerse en el Elba. Simpson, abatido, regresó a su cuartel general preguntándose cómo iba a comunicar la noticia a sus hombres.
Esto nos lleva a una pregunta contrafáctica obvia. ¿Qué habría ocurrido si el Noveno Ejército norteamericano se hubiera lanzado de lleno sobre Berlín el 16 de abril, por ejemplo, el mismo día en que Zhukov y Konev lanzaron sus ataques sobre el Oder y el Neisse? Mi instinto me dice que habrían avanzado rápidamente, probablemente hasta las afueras de Berlín e incluso hasta Dahlem. Ninguna de las formaciones de las SS podría haberse retirado de la línea al este de la ciudad mientras luchaban contra el Primer Frente Bielorruso y el Primer Frente Ucraniano. Por otra parte, la aviación soviética seguramente habría detectado el avance estadounidense, y mi suposición es que Stalin habría ordenado inmediatamente a sus fuerzas aéreas que los atacaran, fingiendo que creían que eran refuerzos alemanes. Entonces habría acusado a los estadounidenses de aventurerismo criminal y les habría culpado del malentendido. Eisenhower, desesperado por evitar bajas entre los aliados, habría retirado sus fuerzas inmediatamente.
El plan de Stalin para la Operación Berlín no era ir directamente a la ciudad. Primero había que rodearla, con los ejércitos de Zhukov girando desde el este hacia el norte, mientras las fuerzas de Konev subían desde el sur para sellar el lado occidental. Todo ello para evitar que los estadounidenses llegaran primero y asegurarse de que el NKVD de Beria se hiciera con el uranio. Los soviéticos, sin embargo, no sabían que los alemanes habían enviado la mayor parte de su uranio a Haigerloch, en la Selva Negra, o incluso que los estadounidenses ya habían asegurado una reserva cerca del Elba, que más tarde se utilizó en la bomba atómica lanzada sobre Japón.
Mundo de traición
Volvamos a Hitler en su búnker. Como descubrí en el Archivo Especial RGVA de Moscú, Hitler acababa de enterarse del linchamiento de Mussolini, ahorcado en el pórtico de una gasolinera por partisanos italianos. Los detalles fueron mecanografiados para él en la Führerschrift (máquina de escribir para el führer) de gran tamaño con papel con encabezamientos dorados. Su miedo visceral era ser capturado por los rusos y llevado de vuelta a Moscú en una jaula de hierro.
Hitler estaba de un humor violento. Tras la traición de Göring en el sur, la tarde del 28 de abril se enteró de que su fiel Himmler estaba en contacto con los aliados occidentales a través de los suecos. Esa tarde hizo arrestar y ejecutar al representante de las SS en el cuartel general del führer, Hermann Fegelein, justo antes de que escapara de Berlín. Fegelein estaba casado con la hermana de Eva Braun, y ésta se negó a intervenir en su favor. Hitler ordenó entonces a su recién ascendido jefe de la Luftwaffe, el mariscal Ritter von Greim, que volara desde el Tiergarten, a pesar de que tenía una pierna destrozada. Iba a ser asistido por la aviadora Hanna Reitsch. Su misión era volar hasta el almirante Dönitz en Flensburg para asegurarse de que Himmler fuera arrestado.
Entonces, en las primeras horas de esta noche ‘mouvementé’, Hitler se casó con Eva Braun. Se trajo a un nervioso oficial nazi del servicio de centinelas del Volkssturm para llevar a cabo una ceremonia matrimonial nacionalsocialista adecuada. Incluía preguntar tanto a Hitler como a su novia, adecuadamente vestidos de negro, si eran de pura ascendencia aria y estaban libres de enfermedades hereditarias. Cuando firmaron el registro, Eva empezó a escribir «Braun» y luego lo tachó. Ahora era Frau Hitler e insistía en que los criados se dirigieran a ella como tal. La mano de Hitler temblaba tanto que su firma era ilegible. En un mundo de traición, Eva Braun había sido recompensada por su lealtad hasta la muerte, la cláusula tácita de su contrato matrimonial.



Después de que el séquito superviviente se reuniera para felicitar a la pareja y brindar por ellos, Hitler se llevó a una de sus secretarias, Traudl Junge, a otra habitación del submarino de hormigón para dictar su testamento personal y público. La hasta entonces admirada Junge se sintió abatida al no escuchar más que la misma retahíla de tópicos y recriminaciones de que los judíos habían iniciado la guerra, un caso típico de dictadores que confunden causa y efecto.
Aunque aceptó como inminente su propia muerte «al frente de sus tropas» en Berlín, Hitler procedió a nombrar un fantasioso gobierno nazi de sustitución con leales –Dönitz, Goebbels y Martin Bormann– en los puestos clave. Mientras tanto, la muy apagada fiesta de bodas en el subsuelo iba acompañada de una orgía en el piso de arriba, como descubrió Traudl Junge, cuando fue en busca de comida para los hambrientos niños Goebbels ignorados en sus literas por sus padres. «Una fiebre erótica parecía haberse apoderado de todo el mundo», escribió. «Por todas partes, incluso en el sillón del dentista, vi cuerpos estrechándose en abrazos lascivos». Los oficiales de las SS de la escolta habían estado tentando a jóvenes impresionables para que volvieran a la Cancillería del Reich con promesas de fiestas, champán y comida. También parecía ofrecer una impresión de seguridad mientras se extendían las noticias de las violaciones masivas por parte del Ejército Rojo en los suburbios e incluso más cerca.
Nadie podía escapar a la atmósfera de un Götterdämmerung nazi en la capital, donde Hitler insistía en quedarse. Albert Speer coincidió con él, en su último encuentro en el búnker, en que la caída de Berchtesgaden no tuvo el mismo dramatismo que la de Berlín, con los monumentos derrumbándose.
Sin embargo, Speer, al ser interrogado por los interrogadores estadounidenses unos días después del final de la guerra, hizo una amarga observación. «La historia siempre hace hincapié en los acontecimientos terminales», se quejó en aquel momento. Speer odiaba la idea de que lo que él consideraba los primeros logros del régimen de Hitler quedaran oscurecidos por su grotesco colapso final. Simplemente se negaba a reconocer que nada revela más sobre la verdadera naturaleza de una dictadura que la forma de su caída. Por eso, el tema de la derrota final del nacionalsocialismo es tan fascinante, y también tan importante.
80 años después
La Historia rara vez es ordenada. Normalmente hay solapamientos y asuntos pendientes que se extienden de una época a otra. Pero de repente, 80 años después del final de la Segunda Guerra Mundial, que estableció a través de las Naciones Unidas un orden internacional de respeto a la soberanía nacional y a las fronteras, nos enfrentamos a un momento guillotinador que nos separa completamente de ese pasado. El 24 de febrero de este año, las naciones occidentales se escandalizaron cuando Estados Unidos votó con Rusia y se negó a condenar su agresión y sus crímenes de guerra contra Ucrania. La Administración Trump incluso apoyó la propaganda de Putin contra Zelenski y Ucrania.
La Segunda Guerra Mundial fue una guerra como ninguna otra y, sin embargo, ha llegado a definir la idea misma de guerra. Tanto los políticos como los medios de comunicación siguen sin poder resistirse a la tentación de dramatizar la importancia de una crisis concreta haciendo comparaciones a menudo engañosas. Las paradojas de nuestra actitud ante el tema son sorprendentes. El conflicto unió por primera vez la historia del mundo, en parte por su alcance global, pero también porque aceleró el fin del colonialismo en África, Oriente Próximo y Asia Meridional y Oriental. Y sin embargo, a pesar de su carácter abrumadoramente internacional, cada país implicado creó y luego tendió a aferrarse a su propia narrativa nacional.
Muchos no se ponen de acuerdo sobre cuándo comenzó la Segunda Guerra Mundial. Cada país tiene su propia versión histórica de los acontecimientos porque las experiencias y los recuerdos son muy diferentes. Para los estadounidenses, la guerra empezó en diciembre de 1941 con el ataque japonés a Pearl Harbor y la declaración de guerra de Hitler a Estados Unidos unos días después. Vladímir Putin, por su parte, insiste en que no empezó hasta junio de 1941, cuando Hitler invadió la Unión Soviética. Intenta encubrir así la invasión de Polonia por el propio Stalin en septiembre de 1939 en virtud de los protocolos secretos del Pacto Nazi-Soviético.
Hay muchos paralelismos superficiales entre el presente y la Segunda Guerra Mundial: desde la traición a los checos en el acuerdo de Múnich hasta la deliberada confusión de causa y efecto tanto de Hitler como de Putin sobre las razones de la guerra que ellos iniciaron. Yo, por supuesto, no iría tan lejos como para equiparar el apaciguamiento de Roosevelt y Eisenhower con Stalin con el presidente Trump actuando como el «tonto útil» de Putin, pero la imprevisibilidad de toda la situación actual hace que parezca que estamos sin timón en un remolino.
Me gustaría terminar con el relato de la exasesora presidencial Fiona Hill sobre la conversación de Trump y Putin en la conferencia del G-20 en Osaka en 2019. Putin, para complacer a Trump, dijo en un momento dado lo mucho que había estado haciendo en secreto para ayudar a Israel. Trump se jactó inmediatamente: «Nadie ha hecho tanto como yo para ayudar a Israel».
Putin, poniendo cara seria, dijo: «Tal vez deberían cambiar el nombre del país por el suyo».
Trump, tras considerar seriamente la sugerencia, respondió: «No, creo que eso sería ir demasiado lejos». Semejante narcisismo está realmente más allá de la parodia.