La aversión de Petro hacia los militares y la trivialización de las drogas recrudecen la violencia en Colombia - Colombia
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La aversión de Petro hacia los militares y la trivialización de las drogas recrudecen la violencia en Colombia

Los últimos meses han supuesto un notable incremento de la violencia en Colombia, país que parece encontrarse de nuevo en un espiral descendente: la evolución puede reconducirse, pero la polarización política complica una reacción eficiente. La presidencia de Gustavo Petro ha acelerado el deterioro … de la situación. Exmilitante del desaparecido grupo terrorista M-19, la desconfianza de Petro hacia el Ejército, su indulgencia hacia la producción de coca y un cierto engreimiento sobre su capacidad para negociar con los grupos armados una «paz total», como él la bautizó, han creado las condiciones para un recrudecimiento de la violencia.
El acuerdo de paz firmado en 2016 con las FARC, que el próximo año cumplirá una década, no estuvo bien cimentado. La presidencia de Iván Duque (2018-2022) implementó algunos de sus aspectos, pero al no percibirlo como propio no puso empeño en resolver problemas que objetivamente planteaba el acuerdo. La crisis del Covid en 2019 y 2020 motivó la vuelta a las armas de quienes tenían estas como un modo de subsistencia y redujo la capacidad del Estado, desbordado por la emergencia sanitaria, para avanzar en la prestación de seguridad en territorios que habían ocupado los guerrilleros.

En ese contexto, la llegada al poder en agosto de 2022 del primer presidente de izquierda marcó un giro que el tiempo ha demostrado negativo en esta cuestión. Nada más alcanzar la presidencia, Petro retiró a una cincuentena de generales de las fuerzas de seguridad y apartó a otros mandos que no eran de su confianza; redujo drásticamente las campañas de erradicación forzosa del cultivo de coca (con un discurso de comprensión hacia los pequeños productores, intento de despenalización del consumo y culpabilización de Estados Unidos como gran mercado final), y suavizó la presión sobre los grupos armados, con frecuentes altos al fuego, en el marco de negociaciones de su propuesta electoral de «paz total».
La consecuencia ha sido un incremento de las acciones violentas, con una ola de asesinatos selectivos y el resurgimiento del secuestro. A comienzos de año los enfrentamientos entre facciones de las antiguas FARC y el ELN, a su vez confrontados por el Ejército, provocó el desplazamiento de miles de civiles en el Catatumbo, reviviendo situaciones del largo conflicto armado sufrido anteriormente por el país.
El recuerdo de aquel pasado ha sido quizá más simbólico con el asesinato de un candidato para las presidenciales de 2026, Miguel Uribe Turbay, en un país donde los atentados contra políticos marcaron décadas de violencia partidaria. Los ataques de la semana pasada contra objetivos de las fuerzas de seguridad, obra de dos disidencias de las FARC enfrentadas entre sí (ataque con dron contra un helicóptero policial, en el que murieron trece agentes, y con dos camiones cargados con explosivos, con muerte de siete civiles), han acabado por generar esa sensación de desplome de la convivencia.
A esa violencia ha contribuido un fuerte incremento de la extensión del cultivo de coca. De 2023 a 2024 la producción de droga aumentó un 53%, alimentando los ingresos de los grupos armados, que son quienes controlan el territorio donde se realizan actividades ilícitas. La trivialización del consumo de droga, con un ministro del Interior, Armando Benedetti, abiertamente cocainómano y un Petro sobre el que públicamente se ciernen sombras al respecto, resta autoridad moral al Gobierno para el combate en este terreno. También la glorificación oficial que ha hecho Petro de la memoria del M-19, por otra parte, le quita credibilidad ante cualquier confrontación con los grupos armados.
Estos suman hoy unos 20.000 miembros, los mismos que tenían las FARC en el momento de su desmovilización en 2016. A diferencia de lo que ocurrió en la década previa al acuerdo de paz, cuando el esfuerzo en seguridad del Estado colombiano logró doblegar a los guerrilleros y conducirles a la mesa de negociación, hoy ni el país abunda en presupuesto ni cuenta con la ayuda directa que Estados Unidos ofreció a través del Plan Colombia.
A un año del fin del mandato de Petro, las fuerzas de seguridad operan con unas capacidades de inteligencia, vigilancia y reconocimiento al 30-40% de las que tenían hace apenas unos años, disponen de menos recursos aéreos (en parte por la deficiente relación con Washington) y cuentan con menor capacidad cibernética (afectada por las malas relaciones con Israel), como ha destacado Evan Ellis, de la Escuela de Guerra del Ejército estadounidense.

Publicado: agosto 25, 2025, 4:45 pm

La fuente de la noticia es https://www.abc.es/internacional/politicas-petro-recrudecen-violencia-colombia-20250825121408-nt.html

Los últimos meses han supuesto un notable incremento de la violencia en Colombia, país que parece encontrarse de nuevo en un espiral descendente: la evolución puede reconducirse, pero la polarización política complica una reacción eficiente.

La presidencia de Gustavo Petro ha acelerado el deterioro de la situación. Exmilitante del desaparecido grupo terrorista M-19, la desconfianza de Petro hacia el Ejército, su indulgencia hacia la producción de coca y un cierto engreimiento sobre su capacidad para negociar con los grupos armados una «paz total», como él la bautizó, han creado las condiciones para un recrudecimiento de la violencia.

El acuerdo de paz firmado en 2016 con las FARC, que el próximo año cumplirá una década, no estuvo bien cimentado. La presidencia de Iván Duque (2018-2022) implementó algunos de sus aspectos, pero al no percibirlo como propio no puso empeño en resolver problemas que objetivamente planteaba el acuerdo. La crisis del Covid en 2019 y 2020 motivó la vuelta a las armas de quienes tenían estas como un modo de subsistencia y redujo la capacidad del Estado, desbordado por la emergencia sanitaria, para avanzar en la prestación de seguridad en territorios que habían ocupado los guerrilleros.

En ese contexto, la llegada al poder en agosto de 2022 del primer presidente de izquierda marcó un giro que el tiempo ha demostrado negativo en esta cuestión. Nada más alcanzar la presidencia, Petro retiró a una cincuentena de generales de las fuerzas de seguridad y apartó a otros mandos que no eran de su confianza; redujo drásticamente las campañas de erradicación forzosa del cultivo de coca (con un discurso de comprensión hacia los pequeños productores, intento de despenalización del consumo y culpabilización de Estados Unidos como gran mercado final), y suavizó la presión sobre los grupos armados, con frecuentes altos al fuego, en el marco de negociaciones de su propuesta electoral de «paz total».

La consecuencia ha sido un incremento de las acciones violentas, con una ola de asesinatos selectivos y el resurgimiento del secuestro. A comienzos de año los enfrentamientos entre facciones de las antiguas FARC y el ELN, a su vez confrontados por el Ejército, provocó el desplazamiento de miles de civiles en el Catatumbo, reviviendo situaciones del largo conflicto armado sufrido anteriormente por el país.

El recuerdo de aquel pasado ha sido quizá más simbólico con el asesinato de un candidato para las presidenciales de 2026, Miguel Uribe Turbay, en un país donde los atentados contra políticos marcaron décadas de violencia partidaria. Los ataques de la semana pasada contra objetivos de las fuerzas de seguridad, obra de dos disidencias de las FARC enfrentadas entre sí (ataque con dron contra un helicóptero policial, en el que murieron trece agentes, y con dos camiones cargados con explosivos, con muerte de siete civiles), han acabado por generar esa sensación de desplome de la convivencia.

A esa violencia ha contribuido un fuerte incremento de la extensión del cultivo de coca. De 2023 a 2024 la producción de droga aumentó un 53%, alimentando los ingresos de los grupos armados, que son quienes controlan el territorio donde se realizan actividades ilícitas. La trivialización del consumo de droga, con un ministro del Interior, Armando Benedetti, abiertamente cocainómano y un Petro sobre el que públicamente se ciernen sombras al respecto, resta autoridad moral al Gobierno para el combate en este terreno. También la glorificación oficial que ha hecho Petro de la memoria del M-19, por otra parte, le quita credibilidad ante cualquier confrontación con los grupos armados.

Estos suman hoy unos 20.000 miembros, los mismos que tenían las FARC en el momento de su desmovilización en 2016. A diferencia de lo que ocurrió en la década previa al acuerdo de paz, cuando el esfuerzo en seguridad del Estado colombiano logró doblegar a los guerrilleros y conducirles a la mesa de negociación, hoy ni el país abunda en presupuesto ni cuenta con la ayuda directa que Estados Unidos ofreció a través del Plan Colombia.

A un año del fin del mandato de Petro, las fuerzas de seguridad operan con unas capacidades de inteligencia, vigilancia y reconocimiento al 30-40% de las que tenían hace apenas unos años, disponen de menos recursos aéreos (en parte por la deficiente relación con Washington) y cuentan con menor capacidad cibernética (afectada por las malas relaciones con Israel), como ha destacado Evan Ellis, de la Escuela de Guerra del Ejército estadounidense.

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