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Historia de dos Trumps

En la montaña rusa, bromas aparte, del trumpismo hay días malos y días peores. Sin ir más lejos, durante la última semana se ha podido comprobar la coexistencia de un Trump que parece buscar la paz en Ucrania pero termina perdiéndose en la vileza de … su rencor. Un Trump que es incluso capaz de indultar a pavos destinados al menú del Día de Acción de Gracias, con un coste cada vez más prohibitivo en parte gracias a la guerra comercial entablada por la Casa Blanca.
Y sin solución de continuidad, Trump no ha dudado en acusar de «comportamiento sedicioso» y amenazar con la pena la pena de muerte a media docena de congresistas del Partido Demócrata por un video. Todo porque en su degradación moral, el trumpismo intenta convertir en traición lo que hasta ahora venía siendo más bien una obviedad constitucional: que los militares de Estados Unidos no tienen que obedecer órdenes ilegales.
El pasado octubre, Trump consolidaba su imagen de «pacificador sin fronteras» con un plan para poner fin a la devastadora guerra de Gaza, reclamando para sí el premio Nobel de la Paz por sobrados méritos en su narcisista opinión. Al mismo tiempo, utilizaba su Departamento de Justica para iniciar una ofensiva de vengativo lawfare contra su larga lista enemigos políticos (reales o imaginados): Leititia James, fiscal general de Nueva York; James Comey, ex director del FBI; John Bolton, ex consejero de seguridad nacional…
Ya el pasado mayo, Steven Levitsky, el conocido politólogo de Harvard, se preguntaba en las páginas del New York Times «¿Cómo sabremos que hemos perdido nuestra democracia?». Y planteaba una métrica sencilla para empezar a redactar el certificado de defunción de la democracia americana: la multiplicación del coste de oponerse al gobierno. En este sentido, Estados Unidos es ya un ejemplo del «autorismo competitivo» que convierte las instituciones públicas en armas políticas.
De hecho, ya se puede afirmar que Trumpolandia es como el «Hotel California» de los Eagels: «Puedes hacer el check-out cuando quieras pero nunca podrás marcharte».

Publicado: noviembre 27, 2025, 7:45 am

La fuente de la noticia es https://www.abc.es/internacional/pedro-rodriguez-historia-dos-trumps-20251127084816-nt.html

En la montaña rusa, bromas aparte, del trumpismo hay días malos y días peores. Sin ir más lejos, durante la última semana se ha podido comprobar la coexistencia de un Trump que parece buscar la paz en Ucrania pero termina perdiéndose en la vileza de su rencor. Un Trump que es incluso capaz de indultar a pavos destinados al menú del Día de Acción de Gracias, con un coste cada vez más prohibitivo en parte gracias a la guerra comercial entablada por la Casa Blanca.

Y sin solución de continuidad, Trump no ha dudado en acusar de «comportamiento sedicioso» y amenazar con la pena la pena de muerte a media docena de congresistas del Partido Demócrata por un video. Todo porque en su degradación moral, el trumpismo intenta convertir en traición lo que hasta ahora venía siendo más bien una obviedad constitucional: que los militares de Estados Unidos no tienen que obedecer órdenes ilegales.

El pasado octubre, Trump consolidaba su imagen de «pacificador sin fronteras» con un plan para poner fin a la devastadora guerra de Gaza, reclamando para sí el premio Nobel de la Paz por sobrados méritos en su narcisista opinión. Al mismo tiempo, utilizaba su Departamento de Justica para iniciar una ofensiva de vengativo lawfare contra su larga lista enemigos políticos (reales o imaginados): Leititia James, fiscal general de Nueva York; James Comey, ex director del FBI; John Bolton, ex consejero de seguridad nacional…

Ya el pasado mayo, Steven Levitsky, el conocido politólogo de Harvard, se preguntaba en las páginas del New York Times «¿Cómo sabremos que hemos perdido nuestra democracia?». Y planteaba una métrica sencilla para empezar a redactar el certificado de defunción de la democracia americana: la multiplicación del coste de oponerse al gobierno. En este sentido, Estados Unidos es ya un ejemplo del «autorismo competitivo» que convierte las instituciones públicas en armas políticas.

De hecho, ya se puede afirmar que Trumpolandia es como el «Hotel California» de los Eagels: «Puedes hacer el check-out cuando quieras pero nunca podrás marcharte».

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