Publicado: abril 23, 2025, 6:45 am
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Miyamoto Musashi, el guerrero más famoso del Japón del siglo XVII y autor del clásico de la estrategia militar ‘El libro de los cinco anillos’, condensó con precisa crudeza los principios de la escuela realista de las relaciones internacionales en la siguiente frase: «Es … mejor ser guerrero en un jardín que jardinero en una guerra». Europa se encuentra, hoy en día, en exactamente esta segunda y complicada posición geopolítica.
Este éxito del delirio colectivo, sin parangón en la historia de los suicidios civilizatorios, ha logrado que seamos una superpotencia de la burocracia, la normatividad y la política exterior del dedito, floreciendo cual brotes de jazmín al calor de una ‘pax americana’ que creíamos inmutable, no un préstamo provisional dependiente (como siempre lo son) de los intereses del que la había propiciado. ¡Ay del jardinero que cree que todo el año es primavera!
Sin embargo, esto no ha sido siempre así. En el último siglo y pico, Europa ha sido de todo y en todas las circunstancias. En la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Europa fue, desgraciadamente para propios y ajenos, un guerrero en una guerra. Las dos contiendas mundiales son consideradas por muchos analistas e historiadores no solamente un mismo conflicto con un débil armisticio en medio, sino proyecciones de, en esencia, una guerra europea. Con un mundo dominado todavía por los imperios coloniales centroeuropeos, la competencia entre los mismos fue el principal motor que arrastró al resto del planeta a la guerra. Cierto es que existieron otros conflictos en otras partes del mundo con sus propias dinámicas.
En China consideran que la Segunda Guerra Mundial se inició con la invasión de Manchuria por Japón en 1931 y finalizó en 1949 con la victoria de Mao Zedong sobre Chiang Kai-shek. Pero es fácil imaginar que, con una Europa en paz, estas contiendas no habrían encontrado una confrontación global en la que articularse y se habrían mantenido como conflictos regionales.
Después, durante la Guerra Fría, Europa fue un guerrero en un jardín. El Viejo Continente se convirtió en el más militarizado del planeta, bajo la espada de Damocles nuclear, desgarrado en dos a ambos lados del Muro de Berlín. El bloque occidental, basado en la democracia y el libre mercado, favoreció un desarrollismo que aspiraba a erigirse en un modelo moral frente a la falta de libertad del otro lado del Telón de Acero mientras se preparaba para una potencial invasión del Pacto de Varsovia. El planeta entero y Europa en particular se preparaban para un conflicto que nunca llegó, al menos de forma directa, mientras una calma, tensa pero calma al fin y al cabo, iba cristalizando y dejando espacio para lujos como mayos del 68.
Finalmente, con el colapso de la URSS, el mundo pareció abrazar el modelo unipolar. El politólogo estadounidense Francis Fukuyama ya había anunciado en su obra ‘El fin de la Historia’ que el mundo adoptaría la democracia liberal y el libre mercado como último estado de evolución política, resultando todo ello en el fin de grandes conflictos como los que habían azotado a la humanidad desde su origen. Europa compró entusiasmada esta idea y pudo convertirse, finalmente, en un jardinero en un jardín, todo ello a costa de ignorar las señales de alarma de que este supuesto equilibrio mundial eterno no era más que una ilusión. Alarmas que sonaban cerca (como las guerras de los Balcanes) y lejos (como el genocidio de Ruanda), pero que fueron sistemáticamente ignoradas tanto por los gobernantes como por la sociedad europea.
Y ahora parece que hemos completado el cerramiento del círculo. El ‘uróboros’ geopolítico. El eterno retorno civilizatorio. La última fase de las combinaciones posibles. El mundo ha vuelto a hacer cierta la frase del filósofo español Jorge Santayana que dice «sólo los muertos han visto el fin de la guerra», y ha recuperado la inestabilidad de un modelo multipolar. La naturaleza aborrece el vacío y la política no es una excepción: la exhibición de una debilidad suprema en la caótica retirada que EE. UU. visibilizó en Afganistán fue interpretada por Rusia como una abdicación de facto de su rol como garante mundial de un orden mundial ya extinto.
Pocos meses después, las fuerzas rusas cruzaban la frontera de Ucrania y devolvían al mundo a lo que, quizá, siempre había sido: un conflicto eterno y consustancial al alma humana. Y, para estupor de Europa, el Viejo Continente se ha encontrado convertido en lo que más temen en convertirse las naciones: un jardinero en una guerra.