Publicado: agosto 16, 2025, 10:15 pm
Fuente de la noticia : https://www.abc.es/salud/alvarez-de-mon-engano-comparacion-20250812130952-nt.html
Te despiertas un día cualquiera en agosto. Miras el móvil. Dos historias seguidas: una amiga en un yate en Menorca, otra cenando en una terraza en Santorini. Tú estás en casa, aún con legañas, mirando la lavadora por poner. No sientes envidia, pero una punzada … aparece. No estás mal, pero de pronto tu día parece menos especial. Ni te habías planteado irte de vacaciones porque este verano te toca trabajar, pero ahora sientes que deberías estar en otro sitio, haciendo otra cosa, siendo otra versión de ti.
Cada verano, las redes sociales se llenan de fotos de playas paradisíacas, cenas al atardecer, cuerpos bronceados y sonrisas perfectas. En apariencia, todo el mundo parece estar viviendo momentos excepcionales. Y es precisamente en esa avalancha de imágenes cuidadosamente seleccionadas donde se esconde una de las trampas psicológicas más comunes (y dañinas) de nuestra época: la comparación social.
Todos comparamos, aunque no lo queramos. Compararse es algo humano. Desde pequeños, aprendemos observando a los demás, entendiendo quién corre más rápido, quién dibuja mejor, quién saca mejores notas. Pero en la era digital, este mecanismo natural ha adquirido proporciones gigantescas y muchas veces distorsionadas. Porque cuando nos comparamos hoy, no lo hacemos con personas reales en contextos reales, sino con versiones editadas, seleccionadas y publicadas para causar una impresión.
Nuestro cerebro no compara realidades completas, sino fragmentos llamativos. Se fija en lo que brilla, no en lo que pesa. No compara todo lo que somos con todo lo que es el otro, sino lo que nos falta con lo que el otro parece tener de sobra. Y lo hace rápido, automático, sin pedirnos permiso. Esa es la trampa.
Y lo hacemos sin darnos cuenta. Aunque no queramos, nuestro cerebro interioriza lo que ve y lo toma como referente. Al ver a alguien con una vida aparentemente idílica, tendemos a asumir que eso es lo normal o incluso lo esperable, y entonces medimos nuestra propia vida con ese estándar. El problema es que ese estándar no es real. No sabes lo que hay detrás de una foto. Una imagen en redes sociales es apenas una fracción de segundo de una escena. No sabemos cómo se siente esa persona, si discutió cinco minutos antes de hacer la foto o si está subiendo esa imagen buscando validación porque en el fondo se siente sola. Solo vemos el encuadre perfecto, el filtro, la sonrisa. Y aun así, nos afecta.
Este fenómeno se intensifica en verano, una temporada alta de comparación. La mayoría tiene vacaciones, pero no todos viajan. Y en redes, el que no se va parece desaparecer. Lo que queda visible es una selección de imágenes espectaculares que crean la ilusión de que todos, menos tú, están teniendo un verano de película. La paradoja es que muchas veces, incluso quienes las suben lo hacen más por generar una reacción que por disfrutar de la experiencia. Es fácil caer en la trampa de vivir para ser vistos, no para ser felices.
Uno de los mayores peligros de mostrar constantemente nuestra vida es que, sin darnos cuenta, dejamos de vivirla plenamente. Empezamos a hacer cosas no por el placer de hacerlas, sino por cómo se verán en una foto o por la cantidad de likes que pueden generar. Cuando nuestra motivación se basa en la reacción del otro, estamos cediendo el control de nuestra felicidad. Además, la necesidad de exhibirse puede alejarnos del propósito genuino de muchas experiencias: descansar, compartir, explorar, crecer. Si salimos a cenar y pasamos más tiempo eligiendo el ángulo de la foto que disfrutando de la conversación, estamos perdiendo algo valioso.
La clave no es demonizar las redes sociales, sino aprender a usarlas con conciencia. Podemos seguir disfrutando de ellas, pero con el recordatorio constante de que lo que vemos no es la vida completa de nadie. Es solo una vitrina. Y sobre todo, necesitamos recuperar el placer de vivir para uno mismo. Viajar sin publicar. Comer sin fotografiar. Reír sin grabar. Hacer planes que no tengan ningún objetivo más que hacernos sentir bien, sin importar si alguien lo sabe.