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La humanidad se atrofia

A lo largo del último siglo, la humanidad se ha sentido profundamente fascinada por el concepto de inteligencia. A principios del siglo XX, el gobierno francés encomendó a Alfred Binet la tarea de identificar a los niños que necesitaban apoyo educativo especial. Su respuesta fue … la creación del primer test de inteligencia, una herramienta que pronto se extendió por todo el mundo. El propio Binet advirtió que este instrumento jamás debía emplearse como una etiqueta rígida, pero con el tiempo, los cuestionarios estandarizados se convirtieron en herramientas de clasificación y jerarquización que, muchas veces, reforzaron las desigualdades sociales existentes. ¿Cuántos estudiantes fueron injustamente etiquetados como «menos capaces» por la puntuación sobre su coeficiente intelectual (CI) de una sola prueba? ¿Y cuántos fueron privados de oportunidades porque su forma de inteligencia no encajaba dentro de una cifra?
Hoy vivimos un fenómeno comparable. Nos sentimos cautivados por algo que en esencia no es malo, pero que, si se utiliza sin criterio, puede resultar profundamente perjudicial. Me refiero a la tecnología. En el siglo XXI nos enfrentamos a una nueva revolución —no educativa, ni industrial, sino tecnológica— cuyo ritmo es vertiginoso. La inteligencia artificial representa su forma más sofisticada. Promete beneficios inmensos: eficiencia, automatización, acceso inmediato a cantidades ingentes de información. Pero conviene preguntarse: ¿a qué precio? ¿Estamos dejando que las máquinas piensen por nosotros? ¿Estamos entregando nuestra memoria, nuestra atención, nuestra capacidad de razonamiento? En revoluciones anteriores ya pagamos precios altos.
Con la popularización del coche, dejamos de caminar; ganamos velocidad, pero perdimos forma física. Con los GPS, nuestra capacidad natural de orientación comenzó a atrofiarse. Pero lo que hoy se está viendo amenazado no es lo físico, sino lo que precisamente nos distingue como especie:nuestra mente. El riesgo no es solo que deleguemos tareas, sino que dejemos de ejercitar el músculo; más importante: el cerebro. Esta revolución no nos está haciendo más tontos… de momento. Pero podría hacerlo, si no la dirigimos con sentido crítico. ¿Está la tecnología expandiendo nuestra inteligencia… o sustituyéndola silenciosamente? Habría que preguntarle qué piensa a Michel Desmurguet, autor del libro ‘La fábrica de cretinos digitales’.
A medida que la tecnología avanza, surge una paradoja inquietante: nunca habíamos tenido tantas herramientas a nuestro alcance y, sin embargo, cada vez usamos menos las capacidades más humanas de nuestra mente. Nos estamos acostumbrando a pedirle a la tecnología que piense, recuerde, organice y decida por nosotros. Pero lo más preocupante es lo que estamos dejando atrás en ese proceso: nuestra inteligencia emocional. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una conversación profunda sin mirar tu móvil ni una sola vez? ¿Recuerdas cómo se siente mantener la mirada de alguien durante un silencio incómodo, pero necesario? Estamos perdiendo el arte de leer un gesto, de interpretar una pausa, de percibir el estado de ánimo del otro más allá de lo que dice. Hoy en día, una buena parte de nuestra comunicación se ha reducido a tocar botones y enviar emoticonos: pulgar arriba, cara sonriente, corazón rojo, fuego. ¿Qué ocurre cuando sustituimos palabras y matices por iconos?
No hace tanto, en la década de los 90, el mundo entero descubría con entusiasmo el concepto de inteligencia emocional. Daniel Goleman y otros investigadores pusieron sobre la mesa algo que parecía revolucionario: que saber gestionar las emociones, reconocer las de los demás y navegar la vida social con empatía y autocontrol era tan importante como resolver un problema matemático. Por fin se hacía justicia a una dimensión de la inteligencia que durante décadas había sido ignorada. En las escuelas se empezó a hablar de habilidades emocionales, en las empresas se valoró el liderazgo empático y en la sociedad empezamos a entender que no todo se mide con un test de CI. Fue un paso de gigante. Y sin embargo… ahora parece que estamos retrocediendo.
La omnipresencia de pantallas y la inmediatez de los mensajes digitales nos están alejando del contacto real, del matiz, del lenguaje no verbal, incluso de la empatía. Las emociones ya no se expresan: se seleccionan de una lista. La tristeza se resume con una carita azul, el enfado con un emoji de cejas fruncidas, la alegría con una cara que ríe a carcajadas. ¿No es alarmante que estemos entrenando a nuestros hijos en este nuevo código emocional empobrecido? ¿Qué consecuencias puede tener esto para su desarrollo afectivo y social? Las nuevas generaciones pueden conocer todas las banderas del mundo en TikTok, pero no saben consolar a un amigo si no es con un «gif». El lenguaje emocional se está atrofiando, y con él, una parte esencial de nuestra humanidad.
Quizá ha llegado el momento de frenar y hacer una pausa. No para rechazar la tecnología, sino para ponerla en su sitio. Volver a mirar a los ojos. A escuchar sin distraernos. A recuperar la riqueza del lenguaje emocional que habíamos comenzado a conquistar hace apenas unas décadas. La tecnología no es el enemigo, pero necesita límites. Solo si nos atrevemos a reaprender lo básico —el contacto humano, la escucha, la empatía— podremos integrar el mundo digital sin perder lo más importante: nuestra capacidad de sentir, comprender y conectar con los demás. ¿Y si empezamos hoy? ¿Y si decides dejar el móvil en el bolso o en el bolsillo la próxima vez que alguien te cuente algo importante? Tal vez descubras que tu atención… es el mayor regalo.

SOBRE EL AUTOR
miguel álvarez de mon
Psiquiatra del Hospital Universitario Infanta Leonor (Madrid) e investigador del estudio UNATI

Publicado: agosto 7, 2025, 10:15 pm

Fuente de la noticia : https://www.abc.es/salud/miguel-alvarez-de-mon-humanidad-atrofia-20250808133959-nt.html

A lo largo del último siglo, la humanidad se ha sentido profundamente fascinada por el concepto de inteligencia. A principios del siglo XX, el gobierno francés encomendó a Alfred Binet la tarea de identificar a los niños que necesitaban apoyo educativo especial. Su respuesta fue la creación del primer test de inteligencia, una herramienta que pronto se extendió por todo el mundo. El propio Binet advirtió que este instrumento jamás debía emplearse como una etiqueta rígida, pero con el tiempo, los cuestionarios estandarizados se convirtieron en herramientas de clasificación y jerarquización que, muchas veces, reforzaron las desigualdades sociales existentes. ¿Cuántos estudiantes fueron injustamente etiquetados como «menos capaces» por la puntuación sobre su coeficiente intelectual (CI) de una sola prueba? ¿Y cuántos fueron privados de oportunidades porque su forma de inteligencia no encajaba dentro de una cifra?

Hoy vivimos un fenómeno comparable. Nos sentimos cautivados por algo que en esencia no es malo, pero que, si se utiliza sin criterio, puede resultar profundamente perjudicial. Me refiero a la tecnología. En el siglo XXI nos enfrentamos a una nueva revolución —no educativa, ni industrial, sino tecnológica— cuyo ritmo es vertiginoso. La inteligencia artificial representa su forma más sofisticada. Promete beneficios inmensos: eficiencia, automatización, acceso inmediato a cantidades ingentes de información. Pero conviene preguntarse: ¿a qué precio? ¿Estamos dejando que las máquinas piensen por nosotros? ¿Estamos entregando nuestra memoria, nuestra atención, nuestra capacidad de razonamiento? En revoluciones anteriores ya pagamos precios altos.

Con la popularización del coche, dejamos de caminar; ganamos velocidad, pero perdimos forma física. Con los GPS, nuestra capacidad natural de orientación comenzó a atrofiarse. Pero lo que hoy se está viendo amenazado no es lo físico, sino lo que precisamente nos distingue como especie:nuestra mente. El riesgo no es solo que deleguemos tareas, sino que dejemos de ejercitar el músculo; más importante: el cerebro. Esta revolución no nos está haciendo más tontos… de momento. Pero podría hacerlo, si no la dirigimos con sentido crítico. ¿Está la tecnología expandiendo nuestra inteligencia… o sustituyéndola silenciosamente? Habría que preguntarle qué piensa a Michel Desmurguet, autor del libro ‘La fábrica de cretinos digitales’.

A medida que la tecnología avanza, surge una paradoja inquietante: nunca habíamos tenido tantas herramientas a nuestro alcance y, sin embargo, cada vez usamos menos las capacidades más humanas de nuestra mente. Nos estamos acostumbrando a pedirle a la tecnología que piense, recuerde, organice y decida por nosotros. Pero lo más preocupante es lo que estamos dejando atrás en ese proceso: nuestra inteligencia emocional. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una conversación profunda sin mirar tu móvil ni una sola vez? ¿Recuerdas cómo se siente mantener la mirada de alguien durante un silencio incómodo, pero necesario? Estamos perdiendo el arte de leer un gesto, de interpretar una pausa, de percibir el estado de ánimo del otro más allá de lo que dice. Hoy en día, una buena parte de nuestra comunicación se ha reducido a tocar botones y enviar emoticonos: pulgar arriba, cara sonriente, corazón rojo, fuego. ¿Qué ocurre cuando sustituimos palabras y matices por iconos?

No hace tanto, en la década de los 90, el mundo entero descubría con entusiasmo el concepto de inteligencia emocional. Daniel Goleman y otros investigadores pusieron sobre la mesa algo que parecía revolucionario: que saber gestionar las emociones, reconocer las de los demás y navegar la vida social con empatía y autocontrol era tan importante como resolver un problema matemático. Por fin se hacía justicia a una dimensión de la inteligencia que durante décadas había sido ignorada. En las escuelas se empezó a hablar de habilidades emocionales, en las empresas se valoró el liderazgo empático y en la sociedad empezamos a entender que no todo se mide con un test de CI. Fue un paso de gigante. Y sin embargo… ahora parece que estamos retrocediendo.

La omnipresencia de pantallas y la inmediatez de los mensajes digitales nos están alejando del contacto real, del matiz, del lenguaje no verbal, incluso de la empatía. Las emociones ya no se expresan: se seleccionan de una lista. La tristeza se resume con una carita azul, el enfado con un emoji de cejas fruncidas, la alegría con una cara que ríe a carcajadas. ¿No es alarmante que estemos entrenando a nuestros hijos en este nuevo código emocional empobrecido? ¿Qué consecuencias puede tener esto para su desarrollo afectivo y social? Las nuevas generaciones pueden conocer todas las banderas del mundo en TikTok, pero no saben consolar a un amigo si no es con un «gif». El lenguaje emocional se está atrofiando, y con él, una parte esencial de nuestra humanidad.

Quizá ha llegado el momento de frenar y hacer una pausa. No para rechazar la tecnología, sino para ponerla en su sitio. Volver a mirar a los ojos. A escuchar sin distraernos. A recuperar la riqueza del lenguaje emocional que habíamos comenzado a conquistar hace apenas unas décadas. La tecnología no es el enemigo, pero necesita límites. Solo si nos atrevemos a reaprender lo básico —el contacto humano, la escucha, la empatía— podremos integrar el mundo digital sin perder lo más importante: nuestra capacidad de sentir, comprender y conectar con los demás. ¿Y si empezamos hoy? ¿Y si decides dejar el móvil en el bolso o en el bolsillo la próxima vez que alguien te cuente algo importante? Tal vez descubras que tu atención… es el mayor regalo.

SOBRE EL AUTOR

miguel álvarez de mon

Psiquiatra del Hospital Universitario Infanta Leonor (Madrid) e investigador del estudio UNATI

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