A Laura (nombre ficticio) le diagnosticaron una anorexia nerviosa el año pasado, con 41 años. A finales de la década de los 30, disconforme con su imagen física, fue «cerrándose». «Dejé de cenar fuera porque me sentía más cómoda comiendo en casa y así yo controlaba. Lo vivía como una normalidad. Hasta que llegué a comer y cenar cada día lo mismo: por la mañana no desayunaba -solo tomaba un café con leche-, comía una ensalada con cherrys y fruta y cenaba pan tostado con queso, un poco de mermelada y fruta. Y no merendaba nada», relata.