Publicado: agosto 24, 2025, 6:03 am
Falleció en directo ante los ojos de miles de personas. Muchos de estos voyeurs de la muerte se habían encargado de vitorear la sucesión de vejaciones, retos y humillaciones que precedieron su final. Raphael Graven tenía 46 años y estaba en el top 10 de streamers más visitados de la plataforma Kick. Se dejaba vejar por dinero. Se encerró durante días en una habitación con otros tipos que se encargaban de hacerle el daño que otros pagaban. Pero sin audiencia no hay negocio, y eso es casi más preocupante que la mera constatación de que hay monstruos actuando ahí fuera.
No todos los visitantes a su canal pagaban por verle sufrir. Algunos se conectaban por morbo o por curiosidad. Decía Luther King que no le asustaba la maldad de los malos, porque le aterrorizaba la indiferencia de los buenos. La psicología lleva años estudiando la pasividad de la sociedad ante situaciones de injusticia. Y la frontera de la culpa y la responsabilidad se desvanece aún más en el entorno virtual. Como si las imágenes fueran ficción, como si la realidad dejase de ser verdad solo por la distancia moral que aplica una pantalla.
El efecto espectador explica que cuantos más testigos, menos se interviene. El psicólogo John Suler publicó en 2004 uno de los primeros estudios que trataban el efecto de la desinhibición en línea. Pionero en el campo de la ciberpsicología, centró su investigación en la influencia del anonimato, la invisibilidad, la dilución de autoridad y la asincronía que emergía de los entornos digitales: se produce una sensación de distancia temporal de los hechos que facilita el atrevimiento, porque no es necesario un enfrentamiento directo o inmediato con el interlocutor. Como si se estuviese parapetados.
Se activan mecanismos de desconexión moral, fruto de cierta disonancia cognitiva. Se culpa al otro, porque se cree que actúa voluntariamente, o porque, total, ya había otros mirando. Entonces, la deshumanización toma el relevo de todo raciocinio y llega a desembocar hasta en sadismo. La audiencia disfruta pagando por ver violencia, y el dolor se espectaculariza.
El fenómeno del Schadenfreude es bastante común. No sería descabellado que cualquier lector de este artículo lo haya experimentado alguna vez. Es una emoción compleja. Viene del alemán, significa alegrarse por el mal ajeno. Combina cierto grado de satisfacción, alivio, placer o euforia ante el fracaso o sufrimiento del otro. Lo hay en niveles muy bajos, tan bajos que nos pueden hasta permisibles, por ejemplo, a través del humor. Las caídas, los golpes o las torpezas se han usado de siempre en las comedias. Esto no nos convierte en bárbaros, pero existe una tendencia interna que en algunos se ve expandida y termina convirtiéndolos en voluntarios partícipes del horror. Según Shcopenhauer, es una de las emociones más innobles del ser humano.
En Internet la audiencia es masiva. Ensayos sobre psicología de la vergüenza y la humillación muestran que el impacto emocional de ser expuestos en público aumenta cuantos más espectadores haya. Por eso, la amplificación en sí misma se convierte en un atractivo más, que hace que se perciba la degradación aún más valiosa cuanto más visible y compartible sea. Un monstruo que se regodea y se retroalimenta.
Comprender las razones por las que un individuo se presta a este tipo de acciones es más complejo si cabe. Entran en juego factores sociales, educacionales, ambientales o endógenos. A veces es una forma de obtener atención, validación, excitación o simplemente subyace una necesidad económica. El caso del francés recuerda demasiado a uno español que recientemente volvió a viralizarse. Simón Pérez se dio a conocer junto a Silvia Charro en 2017 a raíz del famoso vídeo de las hipotecas a tipo fijo.
Ambos salían en una grabación hablando de economía, pero el verdadero interés surgió de su estado, evidentemente alterado, por algún tipo de sustancia. A partir de entonces ambos perdieron el trabajo y muchos siguieron la pista de a Simón, que acabó en la misma plataforma que Graven, publicando contenido similar, en el tono más desagradable posible. Y, una vez más, salió a la luz la enésima muestra de cómo actúa la hipocresía. Muchos se quienes condenan sus actos son los mismos que buscan su contenido en Internet, inconscientes, ojalá, de que su curiosidad alimenta a la bestia, y los convierte en cómplices. Lo preocupante es la tendencia: proliferan cada vez más los retos virales de autolesión, las pruebas de dolor, las cazas al pijo, al inmigrante, al indigente, a la mujer, al débil, al enfermo. Todo vale para causar revuelo.
Se podrían encontrar una retahíla de explicaciones psicológicas y sociológicas a los motivos de la degradación, pero existe una solución mucho más rápida y efectiva para parar esto, y es la legislación. La plataforma australiana Kick se promociona como una alternativa más permisiva que Twitch, con reglas más flexibles frente a la restricción de contenidos relacionados con copyright, discurso de odio, apuestas, acoso y sexualidad. Claro que está prohibido el contenido violento, pero ojos que no ven, plataforma que no siente. Existe un equipo de moderación 24/7 que utiliza IA, reportes de usuarios y auditorías regulares para identificar y sancionar contenido nocivo.
La evidencia es que no es suficiente. Y su laxitud puede tener consecuencias fatales. Las autoridades francesas están investigando el caso de Graven y ojalá las españolas no tengan que hacerlo en un futuro con Pérez. Lo que ya se denomina en la prensa internacional como el “Salvaje Oeste digital” refleja la vacuidad de los estándares de seguridad y control. Las víctimas, como siempre, son los más vulnerables. Pero la responsabilidad, para variar, es de la sociedad. Porque quien no prohíbe lo que puede impedir, parece consentirlo. Y el que permite el mal, está haciendo el mal.