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Tiempo de gladiadores

Publicado: enero 19, 2025, 2:20 am

Vuelven los gladiadores, vuelve la violencia recreativa y lo hace, como todo lo malo o lo bueno que nos sucede, gracias a Estados Unidos. En el octógono de las Artes Marciales mixtas solo puede quedar uno y me da por pensar que este deporte del que son asiduos espectadores Donald Trump, Elon Musk y Mark Zuckerberg, es un signo de los tiempos: el ganador se lo lleva todo. No hace tantos años el boxeo estaba proscrito en los medios de comunicación. La única violencia que se nos dejaba ver a los niños, adolescentes y jóvenes del siglo pasado era la de ETA, que se nos mostraba sin censura cada dos semanas en prime time, pero el boxeo se consideraba un deporte brutal y despreciable. Poco a poco, se filtra en Occidente una visión de la sociedad que finge creer que el ganador es siempre quien más lo merece y que la redistribución de la renta mancilla su esfuerzo.

Hubo un tiempo en que la alternativa al capitalismo puntero que encarna Estados Unidos era la Unión Soviética. Ya no, claro. Ahora la alternativa a Estados Unidos se encuentra también en Estados Unidos. Todo es ya Estados Unidos. Basta con observar cómo nuestra izquierda más woke adopta un discurso que deja fuera lo material y convierte a España en una caricatura de Norteamérica. Oigo decir a un arrepentido: «Soy un heterosexual blanco con privilegios». Con privilegios, tal vez, pero para los norteamericanos tú no eres blanco, amigo, así que tranquilo. ¿O es que no has visto a los vascos de MacGyver?

Así que Estados Unidos es su propia alternativa, porque Rusia, con Putin, solo puede ofrecer cursos de envenenamiento a opositores y estrategias de invasión. Y el modelo yihadista o el de Maduro tampoco convencen, salvo a quienes cobran de ellos. Las izquierdas no socialdemócratas soñaban con una Rusia modélica, una utopía donde la libertad y la igualdad convivían. De modo que las matanzas de Stalin eran errores ya corregidos, y cualquier ciudadano podía dedicarse a lo que desease tras una educación inclusiva y excelente. Era, para sus defensores, un lugar donde nadie se quedaba atrás y todos, salvo los locos o los traidores, vivían felices. Aquellos que saltaban el muro de Berlín o que llegaban en barca a Miami desde Cuba eran agentes comprados por el capitalismo. ¡Con lo bien que se estaba en la cárcel!

Pero aquel modelo sí tenía un efecto positivo para los trabajadores del primer mundo. Estos podían esgrimir los logros del campo soviético —algunos ficticios, otros muy reales— y presionar para lograr avances sociales y laborales a este lado del muro. Yo nací en Londres, hijo de españoles, y como bebé disfruté de unas ventajas hoy impensables incluso para los británicos: hospitalización obligatoria durante diez días para las madres, visitas de un asistente social que velaba por el bienestar del recién nacido y su familia y leche gratis en la puerta de casa. Si esto no es progreso, que venga Dios y lo vea. Hablamos de los años setenta, cuando África empezaba en los Pirineos, es decir, cuando ser español no comportaba ningún privilegio, sino todo lo contrario.

Todo esto desapareció con Margaret Thatcher, que justificó su agenda privatizadora tras señalar abusos en la utilización del dinero público. En España, la sola imagen del hermano del presidente manifestando que desconoce dónde se ubica la oficina pública que dirige socava más la confianza en lo público que cualquier subida de impuestos disparatada (pero no sé si el vídeo es real o está manipulado con inteligencia artificial, la verdad). El dinero público tiene que ser sagrado precisamente para quienes más creemos en él. Si la ciudadanía percibe que sus impuestos pagan los sueldos de enchufados, surge la desconfianza (o la paranoia) y el discurso privatizador encuentra su camino.

Y, mientras tanto, en línea con los nuevos tiempos, Zuckerberg, el gerifalte de Meta, mete en su consejo de administración a Dana White, el jefe de la UFC —la principal organización de Artes Marciales Mixtas— y elimina su programa de verificación de datos en Instagram y Facebook. Muchos lo ven como el final de un tipo de censura reprobable, pero incluso en las artes marciales mixtas hay reglas: no puedes meterle el dedo en el ojo a tu rival ni golpearle en las partes blandas. Sin límites, ganan los abusones, los que juegan sucio. Así que cuidado con celebrar siempre la desregulación como un triunfo de la libertad. Es, al final, otra forma de regulación: la ley de la selva. Es decir, todo —todo— para el más poderoso y tú no eres poderoso, amigo mío, por mucho y bien que tuitees.

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