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Testosterona y rubio platino

Publicado: septiembre 28, 2025, 9:30 am

Todos hemos visto fotos de Trump cuando era joven: no era tan rubio. Tenía un rubio apagado, cenizo, que se confundía con la tierra del campo o con las cortinas del salón. Y, sin embargo, con los años se ha vuelto cada vez más rubio, hasta alcanzar una tonalidad solar, deslumbrante, de emperador elegido por los dioses. Nunca habíamos tenido un emperador del mundo tan rubio. Algo querrá decir. Es evidente que Trump se quiere rubio, se gusta rubio. Quizá, al mirarse al espejo, no vea su rostro sino a Robert Redford guiñándole un ojo desde Dos hombres y un destino.

Me vino esta reflexión capilar mientras veía un documental sobre Charlie Sheen, otro individuo fascinante. Charlie Sheen, en realidad, fue bautizado Carlos Estévez. Pero un Carlos Estévez en Hollywood habría acabado, con suerte, sirviendo cócteles en Los vigilantes de la playa. Se lo cambió a Sheen, como su padre, Martin, para triunfar a lo grande. El abuelo de Trump también se fabricó una identidad: del alemán y áspero Drumpf al transparente y explosivo Trump, que parece sacado de un cómic de Superman. En esto los norteamericanos tienen una larguísima tradición de ocultación o cambio que señala cierto perfil del país. Tony Curtis en realidad era Schwartz, de origen judío y húngaro. Kirk Douglas se apellidaba Danilovich, judío bielorruso. Natalie Wood era Zakharenko, rusa. Dean Martin, Crocetti, italiano. Rita Hayworth, Cansino, mexicana. Raquel Welch, Tejada, de padre boliviano. Y John Wayne, el mismísimo tótem del salvaje oeste, en realidad se llamaba Marion Morrison, que parece nombre de ama de llaves norirlandesa o similar.

Aquí, en cambio, Ortega-Smith sigue llamándose Ortega-Smith, pese a ser más español que todos nosotros juntos. Quizás la sonoridad anglosajona le dé un aire distinguido en este mundo rendido a Hollywood. Un colega escritor me dijo una vez que yo tenía suerte de haber nacido en Londres, que así vendería más libros. De momento, solo me ha servido para que en algunas librerías coloquen mis novelas en la sección de literatura extranjera.

Charlie Sheen, en el documental, jura que ha dejado las drogas. Pero su mirada tiene una especie de ira profunda y visceral que parece desmentirlo. Durante un tiempo combinó cocaína con testosterona. Resultado: niveles de testosterona cinco veces por encima de lo permitido. La testosterona es la nueva medicina o droga de los ricos, sobre todo de los varones ricos, que en lugar de resignarse al declive natural prefieren enchufarse hormonas por la vena o por el recto. Trump, aparte de tinte, seguro que también recurre a la testosterona. De ahí su agresividad. «Yo no respeto a mis adversarios, los odio», llegó a decir en el funeral de Charlie Kirk, dejando a la viuda en una posición complicada. Y Netanyahu, me pregunto, ¿también se alimenta de testosterona o se cayó, como Obelix, en la marmita al nacer?

Pero lo esencial no es la testosterona. Lo esencial es que el mundo ha cambiado en un parpadeo; estamos en el final de un ciclo o en el comienzo de otro. Durante décadas, Occidente pagó las culpas del nazismo de dos maneras. Una: con políticas de inmigración abiertas, festivas y bienintencionadas que no se discutían. Y dos: con la creación del Estado de Israel en Oriente Próximo, esa tierra bíblica y soñada por las tres religiones del libro, pero que al final es un territorio como otro cualquiera, con gente de carne y hueso que ahora vive bajo ruinas. La deuda del Holocausto la hemos pagado entre todos —ganadores, perdedores y mediopensionistas—, como la de los bancos alemanes en 2008, pero los que más caro la han pagado han sido los palestinos (que no tenían culpa de nada).

Esa deuda ya se saldó o está a punto de saldarse. De ahí la violencia desatada de Netanyahu en Gaza y de ahí que cada vez más gente se pregunte cómo es posible que una potencia occidental —porque Israel lo es— pueda arrasar un territorio entero sin casi resistencia. Las nuevas generaciones no se sienten atadas a aquella deuda. Y también empiezan a poner en duda la viabilidad del multiculturalismo alegre y obligatorio en los países del primer mundo occidental. El debate ya no es tabú.

Testosterona y rubio platino: esa es, por ahora, la respuesta simple que los poderosos ofrecen a dilemas que irrumpen de golpe y que resultan todo menos simples.

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