¿Quién nos iba a decir que en 2025 viviríamos en una dictadura? ¿Quién hubiese imaginado que fuese autoimpuesta? En una época en la que la libertad de expresión está enredada en hilos invisibles, vivimos en la autocensura: para muchos resulta más fácil callar que hablar. Ni los gobiernos ni los sistemas nos imponen nada, pero nuestro miedo al patinazo es poderoso, atroz y altamente paralizante. Si usáis las redes sociales, sabéis a lo que me refiero. Una palabra erróneamente escogida y mal entendida, un comentario que perdura en el tiempo, un tuit desenterrado… Hoy nadie está a salvo y el temor a ser «cancelados» nos frena.
La sombra de los jueces supremos de las redes nos afectan a todos. A las personas de a pie y también a las grandes marcas: sus declaraciones son cuidadosamente redactadas, sus mensajes, de tan neutros que son, terminan siendo inocuos. Para evitar ofender, no dicen nada y por tratar de gustar a todos, sus campañas no emocionan a nadie.
La autenticidad es un lujo que pocos se pueden permitir, pero también es cierto que gracias a estas voraces críticas en las redes se han sacado a la luz comportamientos y discursos que merecían ser cuestionados. El problema es cuando pasamos de pedir explicaciones al linchamiento masivo. Ahora, el tribunal popular más que debatir, señala, condena y cambia de víctima antes de reflexionar.
Lo paradójico es que nos hemos convertido en policías de nuestras propias ideas que continuamente se preguntan si la honestidad conviene. El miedo al error nos hace olvidar que equivocarse es humano y también lo es cambiar de opinión. Puede que sea el momento de volver a ser lo suficientemente valientes como para equivocarnos. Si la sociedad tiene miedo de hablar, deja de avanzar y con el silencio, perdemos todos. Eso sí, que hablen otros. Yo estoy más guapo callado.