Publicado: septiembre 20, 2025, 4:00 am
No me refiero, amigos lectores, al duque Churchill, el duque de Marlborough. Tomo prestado el título de aquella vieja canción que muchos recordamos de la infancia. Para mí, evoca un recuerdo muy grato: era un día soleado, a la hora del recreo, cuando mi padre me compró el disco Juguemos a la Rueda. En uno de sus lados de acetato sonaba aquella melodía: Mambrú se fue a la guerra…
Por Elsa Muro / lapatilla.com
Recuerdo mi infancia como una niña buena, en un colegio de monjas. Aquella canción, que en su momento parecía inocente y juguetona, tiene un trasfondo sombrío. Se cree que su origen se remonta a un episodio histórico: la Guerra de Sucesión Española. El personaje que inspiró la canción habría sido John Churchill, primer duque de Marlborough, un inglés cuyo apellido nos lleva también a pensar en Winston Churchill.
La deformación del nombre “Marlborough” terminó en Francia como “Malbrouck” y llegó a nosotros convertido en “Mambrú”. Así fue como entró en nuestras rondas escolares. Pero bajo esa apariencia infantil, la canción encierra una verdad amarga: habla de la guerra. De los que se van… y no vuelven.
Y hoy, más que nunca, esa letra vuelve a resonar. Pero ya no desde la nostalgia, sino desde la preocupación, el miedo y la tristeza ciudadana.
No es Mambrú quien planea ahora la guerra. No es un duque. Es uno de los voceros más fuertes del gobierno, quien ha venido amasando poder y, sin disimulo, sosteniendo un régimen de terror, persecución y purgas internas, incluso hacia sus propios correligionarios.
Se trata del gran líder de El Furrial.
Este personaje, que encarna lo más oscuro de la revolución “roja, rojita”, recientemente se atrevió a declarar lo siguiente:
“¿Hay alguien de los que están aquí que vamos a hacer una transición? ¿De una revolución pacífica a una lucha revolucionaria armada? ¿Alguien tiene alguna duda? ¿Estamos claros con eso? ¿Estamos de acuerdo con eso?
Pero creo que llegó la hora de la guerra revolucionaria contra un enemigo peligroso. Y no solamente creo, sino que este partido [PSUV] debe revisar inmediatamente todas las formas, más allá de las que ya existen. Nadie puede subestimar a ese enemigo. Nadie debe sobreestimarlo tampoco. Son derrotables. Ellos lo saben, y nadie puede quitarnos el derecho de luchar. Nada ni nadie nos va a quitar ese derecho. Lo que hace nuestra lucha, una lucha auténticamente justa, auténticamente justa”.
Después de años de sembrar odio, de vaciar de contenido ético la función pública, de convertir al Estado en herramienta del partido, y de destruir los lazos que nos unían como sociedad, ahora se pretende justificar la violencia con una retórica de “enemigos” y de “lucha armada”.
Quienes lo escuchaban —como muestran las imágenes en redes sociales— no reflejaban entusiasmo. Reflejaban miedo, vergüenza, incertidumbre. Y no sólo entre los militantes (cada vez menos) de ese partido. Esa incertidumbre recorre el cuerpo entero del país: una nación que anhela libertad, bienestar, reunificación con sus seres queridos, y la posibilidad de volver a caminar juntos, con esfuerzo y solidaridad, hacia un futuro digno.
Como madre, como profesional, como ciudadana, estoy atenta a tirios y troyanos.
No deseo invasiones. No celebro que se atropelle la soberanía de un país. Pero la verdad debe decirse: han pasado décadas, se han perdido miles de vidas humanas, se ha saqueado una riqueza que jamás volverá, y se ha humillado al ciudadano al punto de convertirlo en un rehén de su propio país. Hoy, nuestras fronteras son cárceles. Nuestra cotidianidad es un campo de concentración emocional.
Y ahora, cuando el poder comienza a tambalear, se nos amenaza con más guerra. Con transiciones armadas. Con luchas “justas” justificadas por el miedo, el resentimiento y la ambición desbordada de quienes ya no tienen nada que perder.
Pero Venezuela no es la Argentina de los años 70. La historia está ahí, para el que quiera verla. Ya sabemos a qué conducen los delirios guerristas disfrazados de justicia. Sabemos el costo de mantener los privilegios de una élite a costa del sufrimiento del pueblo.
Por eso no quisiera repetir —ya no con el sentido de la alegría infantil, sino con la tristeza ciudadana— aquella vieja canción:
“Mambrú se fue a la guerra… ¡qué dolor, qué dolor, qué pena!
Se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá…
Do-re-mi-fa… no sé cuándo vendrá.”
Porque hoy, Mambrú podemos ser todos.
Y no los del Furrial.