Publicado: diciembre 6, 2025, 9:00 am
El final de la vida de una persona requiere unos cuidados acordes con la complejidad de ese proceso único e irrepetible. Los cuidadores informales (familiares, amigos o personas con vínculos afectivos), formales (aquellos que reciben una remuneración por su trabajo) o profesionales de la salud (principalmente, equipos especializados en cuidados paliativos) conforman una red básica para reducir el sufrimiento y garantizar el soporte adecuado a la persona enferma durante el trance de morir.
Sin embargo, brindar esa asistencia no resulta algo inocuo y puede tener “efectos secundarios” en todos los que participan.
Contagio emocional y “fatiga por compasión”
Al cuidar de una persona con una enfermedad avanzada es fácil centrarse en la observación y el alivio de las necesidades que tiene o que van apareciendo. Hay incluso quien es capaz de adelantarse a que aparezcan. El inconveniente es que esa atención tan centrada en el otro puede hacer que se pierdan de vista las propias necesidades. “¿Qué necesito yo para estar bien?” es una pregunta que puede parecer egoísta o fuera de lugar en esas circunstancias, pero resulta imprescindible si queremos asegurar una buena calidad en los cuidados y no desgastarnos en exceso.
Frecuentemente, la vivencia de la enfermedad, el final de la vida y la pérdida del ser querido activan un cóctel de emociones: sufrimiento, hostilidad, enfado, culpa, vergüenza, amor, esperanza, decepción, gratitud, etc. Como seres humanos empáticos, no somos inmunes a ninguno de esos sentimientos. Si el cuidador no tiene formación ni las habilidades de gestión adecuadas, puede experimentar un tsunami emocional que le genere desasosiego y le deje una huella psicológica perdurable, difícil de borrar.
El desgaste por empatía o “fatiga por compasión” sería el equivalente del burn out o “síndrome del estar quemado” en aquellas profesiones donde se establece una relación de ayuda. El hecho de estar en contacto permanente con el sufrimiento puede llevar al profesional a sentirse exhausto y a perder el sentido de su trabajo o, incluso, la capacidad de generar un vínculo terapéutico con sus pacientes.
Estar expuesto constantemente a la incertidumbre de la evolución de una enfermedad y, finalmente, a la muerte puede generar impotencia, indefensión (o falta de control sobre las circunstancias) y preocupación constante. Además, la fragilidad y la muerte hacen que el cuidador se cuestione su propia existencia. O sea, es habitual que surjan dudas y preguntas como ¿qué sentido tiene la vida? o ¿qué sentido tiene sufrir? Si bien es cierto que estas reflexiones pueden dar lugar a grandes aprendizajes, al mismo tiempo pueden abrir un camino introspectivo difícil de recorrer en soledad y sin certezas.
Y, por último, el cuidador también puede experimentar el duelo anticipado, un proceso de aflicción o dolor que comienza antes de que se produzca el fallecimiento del ser querido. Suele estar acompañado de preocupación por el futuro y sentimientos de culpa, enfado e injusticia. Aunque son emociones que nos preparan para la pérdida, pueden dificultar la tarea de cuidado y no aseguran un mejor proceso de duelo una vez la muerte se haya producido. Transitar por esa anticipación, aceptar lo que está ocurriendo, requiere de una mirada compasiva del otro y de uno mismo.
Espacios para cuidar de las propias necesidades
Para mitigar todos estos posibles “efectos secundarios” hay un antídoto: el autocuidado. Este ayuda a preservar pequeños espacios para atender y cuidar de las propias necesidades, ya sean físicas (como comer sano, ducharse o hacer ejercicio), psicológicas (meditar, realizar actividades significativas…) o sociales (compartir con otros, dejarse ayudar…). Crea un espacio de conexión donde recordar que nuestro bienestar es tan importante como el del otro.
En este sentido, el autocuidado también puede considerarse un acto de responsabilidad, puesto que el malestar del cuidador afecta al enfermo. Es decir, al cuidar de uno mismo somos capaces de generar una especie de efecto mariposa que mejora los cuidados que podemos ofrecer a los demás.
Además, sabemos que aquellos profesionales capaces de generar un cambio de mirada hacia su propio rol y su contribución hacia el alivio del sufrimiento ajeno tienen menor riesgo de sufrir fatiga por compasión. A este fenómeno se le conoce como satisfacción por compasión.
Si el profesional se hace consciente de sus propios límites, valora sus esfuerzos de atención hacia el otro, celebra sus logros e incluso amplía su perspectiva y se siente partícipe de un bien mayor, podrá compensar ese desgaste por empatía.
Aplicado a los profesionales de los cuidados paliativos, esto se traduciría, por ejemplo, en tener claro que el objetivo no es curar al enfermo sino aliviar su sufrimiento; ser conscientes de lo que sí se ha podido conseguir (reducir significativamente el dolor físico, emocional o espiritual del enfermo) y sentir que contribuyen al bien de la sociedad mejorando la calidad de vida de las personas (y de sus seres queridos) hasta el final de sus días.
Junto con las pautas de autocuidado, esta lectura contribuirá a que la balanza del profesional se decante más hacia la satisfacción que hacia el desgaste. Eso le dotará de mayores recursos de afrontamiento ante situaciones de alto impacto emocional y le ayudará resignificar el sentido de su propio rol.
