Publicado: octubre 22, 2025, 10:30 pm
El ducado de York siempre ha recaído en hombres. De hecho, desde su creación, en 1385, se ha concedido, cuando ha estado vigente, al segundo hijo varón del monarca británico de ese momento, siempre y cuando su anterior poseedor no siguiese con vida. Su historia, sin embargo, no puede ser más controvertida, porque entre quienes lo han ostentado se hallan historias que reflejan todos los aspectos de la monarquía británica y sus ancestros, desde traiciones a decapitaciones, escándalos o misterios sin resolver.
El pasado viernes, el príncipe Andrés renunciaba a su uso, si bien no a su titularidad. De esta, como del propio título de príncipe, solo puede despojarle el rey en connivencia con el Parlamento mediante un documento denominado patente real («letters patent» en inglés) y que a buen seguro es una decisión que Carlos III no tomará a menos que haya una resolución judicial clarividente, porque por ahora el tercer hijo de Isabel II mantiene su inocencia en la trama por sus vínculos con el magnate y pederasta Jeffrey Epstein.
De hecho, precisamente el suicidio de la víctima, Virginia Giuffre, y sus inminentes memorias, así como su relación con un espía chino como forma de ganar dinero para poder pagar la mansión de la que su hermano quiere que se vaya, hacen pensar que el ducado de York vuelve a hacer gala de una supuesta «maldición» para su poseedor, y deja en el aire si el príncipe heredero, Guillermo de Inglaterra, querrá, cuando muera su tío, cederle dicho título a su segundo hijo, el príncipe Louis.
Porque además se trata de un ducado que ha tenido que ser «creado» hasta en ocho ocasiones porque solo en sus comienzos fue heredado y, desde entonces, jamás lo ha sido: quien lo posee o bien no tiene hijos varones o bien acaba siendo coronado rey sin ser el primero en la línea sucesoria, por lo que debe volver a cederlo. Y eso que ya empezó siendo un título que atrajo el mal fario, cuando Edmundo de Langley, cuarto hijo del rey Eduardo III, se convirtió en su primer portador.
Recuerdan desde Vanity Fair que Edmundo acabó siendo un personaje conocido mundialmente por Shakespeare debido a su obra Ricardo II. El entonces duque de York fue, además de su tío, uno de sus más cercanos e importantes consejeros, si bien acabaría siendo cabecilla de una de las traiciones a la corona más recordadas, cuando apoyó Enrique Bolingbroke, futuro Enrique IV, en su invasión al país en 1399, que dio nacimiento a la etapa de la Casa de Lancaster en el trono.
A Edmundo de Langley le sucedió su hijo, Eduardo, que también fue consejero de reyes y que falleció durante la guerra de los Cien Años. Concretamente, en la batalla de Aguincourt, en suelo francés, en 1415. Las teorías sobre su muerte son dos, ambas provenientes de testigos directos: unos dicen que le rompieron la cabeza con una maza mientras que otros afirman que esa herida no lo mató, sino que murió asfixiado cuando comenzaron a apilar sobre él montones de cadáveres.
Sea como fuere, el ducado de York se quedó en barbecho diez años, hasta que lo heredó el sobrino de Eduardo, Ricardo, quien, dado su tremendo poder al ser el feudatario con mayores títulos y rangos, intentó usurpar el trono de Enrique VI, asegurando que era el heredero legítimo por su linaje familiar y llegando a ser regente, purgando a sus opositores y encarcelando al rey, que tenía severos ataques de locura. Se daba por hecho, incluso entre los lores, que subiría al trono, algo que se le prometió, pero en la batalla de Wakefield en 1460 fue derrotado por la reina Margarita.
Ciertos relatos afirman que se burlaron de su cuerpo sin vida coronándolo con juncos, decapitándolo y exponiendo su cabeza en una pica. Todo ello no fue cortapisa para que su hijo, el futuro Eduardo IV, se convirtiera en duque de York, título que se perdió al fusionarse con la corona cuando ascendió al trono. Pero su final no fue mucho mejor —murió a los 40 años con unas terribles dolencias, que en su día se achacaban sus vómitos para poder comer más y que hoy se cree que padecía sífilis— y las consecuencias de sus actos para con sus descendientes.
Porque unos diez años antes de morir volvió a crear el ducado de York, concediéndoselo a su segundo hijo, Ricardo, y nombrando sucesor del trono a su primogénito, que entonces tenía 12 años, Eduardo V, que apenas estuvo en el trono de abril a junio de 1483, aunque nunca fue coronado: su tío, Ricardo III, se sentó en el trono y confinó a ambos hermanos, dando lugar a lo que se conoció como «los príncipes de la Torre».
Se trata de un misterio que, por ahora, jamás se ha resuelto, pues ambos hermanos, todavía pequeños, desaparecieron de la Torre de Londres sin dejar rastro, y las teorías son múltiples: desde que fueron asfixiados y lanzados al río hasta que consiguieron escapar, que fueron enterrados vivos entre dos muros o que incluso vivieron una vida holgada bajo la promesa de nunca revelar su verdadera identidad. Sea como fuere, con su desaparición también murió el ducado de York, que desde entonces, para que alguien lo volviese a ostentar, ha tenido que ser creado nuevamente.
De hecho, su tercera creación fue para que lo ostentase Enrique Tudor, pero el título volvió a la corona en 1509, cuando se convirtió en uno de los reyes más famosos de todos los tiempos, Enrique VIII de Inglaterra. Tardaría cien años en volver el ducado de York, yendo a parar a manos de Carlos Estuardo, segundo hijo de Jacobo I y Ana de Dinamarca. Pero su hermano y heredero, Enrique Federico, falleció de tifus, y acabó siendo coronado como Carlos I en 1625. Su final, tras la revolución inglesa, no fue el más halagüeño para sucesores del título: fue decapitado tras un juicio con los parlamentarios —se negó a pedir la súplica, lo que le hubiera salvado— y su cabeza fue recosida a su cuerpo.
Su tercer hijo, Jacobo Estuardo, fue quien recibió el ducado, aunque no por herencia, sino cuando subió al trono su hermano, Carlos II, que le tenía tanto cariño que nombró el estado de Nueva York, al otro lado del Atlántico, en honor a él. Pero Jacobo acabaría ascendiendo al trono sucediendo a su hermano tras su muerte en 1685 como Jacobo II, para apeas tener que abdicar tras la Revolución Gloriosa tres años después. Cuarenta años después se volvió a crear para el último pretendiente jacobita al trono, Enrique Benedicto Estuardo, pero nadie reconoció dicho título de forma oficial.
La historia del ducado de York en el siglo XVIII, es, sobre todo, un revoltijo de nombres, porque se unió al ducado de Albany y se fue creando una vez tras otra porque todos, sin excepción, fallecían sin descendencia: Ernesto Augusto II de Hannover, de quien se estudia su posible homosexualidad; el duque Ernesto Augusto de Brunswick-Luneburgo; Federico Augusto, hijo del rey Jorge III… Y, con ello llegamos casi al final, a 1982, cuando se le concede a Jorge, segundo hijo de Alberto Eduardo, príncipe de Gales (futuro Eduardo VII) y nieto de la entonces monarca reinante, la reina Victoria.
Él sería el futuro Jorge V, padre del futuro rey Eduardo VIII y de su hermano, también Jorge, que acabaría reinando tras la adicación de su hermano en 1936 para casarse con una mujer divorciada estadounidense, Wallis Simpson. El entonces Jorge VI esperaba conservar el título, pero regresó a la corona y, al no tener hijos varones, nunca vio cómo su hija, Isabel II, le concedió nuevamente el título, queda por juzgar si maldito, a su tercer hijo, el príncipe Andrés.