Publicado: diciembre 18, 2025, 11:30 pm
El inminente estreno de la tercera película de la serie Avatar viene acompañado de críticas de signos opuestos. Hay quien se deja seducir por la espectacularidad de sus imágenes y quien asegura que James Cameron nos vende por tercera vez el mismo guion. Puede que ambas cosas sean ciertas, pero a lo que a mí me llama la atención es que, cuando se trata de la vida real, todos seamos mucho menos exigentes.
No hay nada espectacular ni novedoso en la enésima ronda de negociaciones dirigida por la administración Trump sobre la guerra de Ucrania. Todos sabemos lo que va a ocurrir porque lo hemos visto en anteriores ocasiones: la Casa Blanca asegura que la paz es inminente mientras presiona a Zelenski hasta que el presidente ucraniano acepta hacer ciertas concesiones… y todo salta por los aires cuando Putin dice que nones.
Si el guion no ofrece giros sorprendentes que puedan merecer nuestra atención, la coreografía —que es lo que hace estimables a películas como Avatar— tampoco. ¿A quién puede interesarle ver como los líderes europeos fingen afanarse para diseñar unas garantías de seguridad que se implementarán después de un alto el fuego que no se va a producir? Y, sin embargo, si juzgamos por las páginas que ocupan en los periódicos, la farsa todavía tiene su público. Como en el cine, a veces basta un actor carismático para hacer taquilla. Una pena que ese actor sea el presidente Trump.
No habrá en Ucrania una paz negociada porque, seamos claros, Putin no la invadió para ver como toda o parte de ella se convierte en una nación independiente, segura y soberana, integrada en Europa… y justo al lado de su frontera. Aunque muchos lo hayan olvidado, fue el deseo popular de integración en la UE, y no en la OTAN, la causa de la guerra en 2014. El dictador ruso, malvado pero no estúpido, era consciente entonces —y sigue siéndolo ahora— de que nada sería más perjudicial para su régimen que comparar las vidas a ambos lados del nuevo telón de acero que se cierne sobre nuestro continente. En el lado de Kiev, una ciudadanía libre y razonablemente próspera. Europa no es jauja, sobre todo vista desde dentro, pero casi todo el mundo la envidia. En el lado de Moscú, un pueblo obligado a vivir cantando alabanzas al amo Putin y, como ya ocurre en la Ucrania ocupada, forzado a entregar a sus jóvenes para combatir en sus campañas.
La vida es como es, y nadie debería rasgarse las vestiduras porque los más destacados líderes europeos —cerditos, les acaba de llamar Putin— finjan discutir planes que saben imposibles para contentar a un Trump que, maltratado por las encuestas de opinión en su propio país, cada día parece más inestable.
Sin embargo, no basta con torear a Donald Trump. Es necesario centrarse en la difícil tarea de forzar al oso ruso —cada día más oso, a la vista de sus últimas declaraciones— a aceptar lo que no quiere y, mientras eso ocurre —pueden ser muchos años— apoyar a Ucrania para que resista sus embestidas lo mejor posible.
Podemos marear la perdiz fingiendo que, sin que tengamos que hacer nada, la paz llegará en 2026. Ya lo hicimos en 2025 y en los tres años anteriores»
¿Cómo hacerlo sin provocar algo peor? Las sanciones son la mitad de la respuesta. Tienen que funcionar, y no solo económicamente. Me parece inaceptable que tengamos que resignarnos a que los misiles rusos sigan fabricándose con piezas occidentales.
La otra mitad de la respuesta está en la financiación de la guerra. La idea de emplear los activos rusos es atractiva. Pero si no hay coraje o argumentos legales para aceptarla, habrá que buscar otras soluciones. No tiene mucho sentido disponer de 800.000 millones de euros para prepararnos para la guerra y regatear la décima parte de esa cifra para prevenirla.
Mientras llegan las decisiones, podemos marear la perdiz fingiendo que, sin que tengamos que hacer nada, la paz llegará en 2026. Ya lo hicimos en 2025 y en los tres años anteriores. Pero, la verdad, hablar de garantías de seguridad para Ucrania, a estás alturas, me parece vender la piel del oso ruso antes de cazarlo.
