Publicado: julio 1, 2025, 12:30 pm
España es la campeona del mundo. Lo mereció en un encuentro en el que fue la única que lo intentó, en un choque durísimo que acabó en una prórroga decidida por un precioso gol de Iniesta. En el comienzo del partido, minutos antes del encuentro, se palpaba la intensidad del momento, y es que no hay nada en la vida, nada, comparable a la emoción que se siente ante la final de un Mundial de fútbol. Nada: ni el rugir de las entrañas cuando merodeas el teléfono antes de llamar a la mujer amada, el sonido de una canción, la visión de una bella escena de cine o tirar de la melena a un león. Nada es comparable a ese estado de permanente alerta de todos los sentidos ante lo que ves, oyes o sientes. Todo se almacena en el alma: el color de las banderas, el sentimiento de ilusión que desprende la gente, el ruido y el constante sonido de la frase de Shankly en el último vericueto de tu mente: «Mucha gente piensa que el fútbol es un juego a vida o muerte, pero es mucho más importante que eso». Y cuando salen los tuyos al campo te cuesta hasta respirar y buscas ayuda en una mirada al amigo, «vamos, es la hora, es la nuestra». Y si uno recoge todo eso, resulta imposible adivinar lo que tiene que sentir el actor principal: los nervios en la cuerda de un violín. En el caso de los adalides de la fuerza y el rigor, la escena acompaña: a ira y fuego, que se complementa con la emoción del momento. Pero ¿España? Tenía que contener todos los sentimientos y calmarse para hacer su fútbol, que es cerebral, mecánico, de toque, serenidad y calma, calma y serenidad. En un tapete como este resulta doblemente meritorio. Vencer o morir porque no vamos a tener otra, ¿o sí?. Y rodó el balón. En el minuto menos uno se vio la fotografía del partido: una avalancha salvaje de patadas de los holandeses para frenar la circulación de juego de los españoles. De todos los colores y a todas las alturas: tobillo, rodilla, pecho, cabeza. Un vendaval de golpes de kárate, aikido y kung fu que no sabía de fútbol ni de balón. Los de Del Bosque se salieron del encuentro. Sin posibilidad de tocar sin jugarse el cuello, tenían que saltar en cada jugada no fuera que viniese el talador de turno a rebanarles el cuello. Holanda ha pasado de ser una naranja mecánica a ser una naranja macarra, barriobajera y podrida futbolísticamente, un equipo de la peor especie. En este sentido, Van Bommel y De Jong se distinguieron por tener el hacha más afilada. España intentó salir del agujero como pudo. Respondió de vez en cuando y se encontró con que entonces sí, dos pataditas, dos tarjetas, mientras que los otros veían el mismo número de cartulinas después de repartir en toda la geografía del toro hispano. Aun así, el poco fútbol que se vio partió de España, que intentó buscar a Villa y Pedro en largo, ante la imposibilidad de tocar en corto. En el maremágnum y caos de patadas y codazos, el que mejor mantuvo la calma fue Casillas. Realizó paradas estupendas y sostuvo al equipo. Pocas cosas variaron en la segunda mitad. Los holandeses variaron las patadas porque, aunque sólo fuera por acumulación de faltas, se estaban cargando, como en el baloncesto. Todo lo cifraban a los balones aéreos donde España se perdía, ausente, sin concentración. Fue Robben el que tuvo la copa, y Casillas se la quitó con una salida espléndida. Y a la prórroga, con los dos rotos, unos cosidos a patadas y los otros cansados de pegarlas. El fútbol se quedó olvidado en la taquilla del árbitro. En lo extra, todo fue de España, tres espléndidas ocasiones de Cesc, Iniesta y Navas, pero todo agua, sin premio al único que lo intentaba. Y como suele pasar, el único que lo intentó lo logró: al final, la gloria fue para el mejor.