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La herida invisible de Afganistán

Publicado: diciembre 8, 2025, 12:30 am

En Afganistán han pasado mas cuatro años desde que las puertas de las escuelas se cerraron para las niñas mayores de sexto grado, y allí se está gestando una de las tragedias silenciosas más profundas de nuestro tiempo. No es necesario ver violencia explícita para reconocer el daño: basta escuchar la voz quebrada de una joven que, como millones de otras, vio interrumpida su educación sin explicación, sin alternativa, sin esperanza inmediata de retorno. Esa joven es Farkhunda, pero podría ser cualquier niña afgana. Su historia no es excepcional; es, precisamente, la norma. Y ahí radica el escándalo.

Farkhunda cuenta que cada mañana su mano aún busca la mochila escolar, como un reflejo de una vida que le fue arrebatada. La imagen es devastadora: una estudiante que ya no puede serlo, una adolescente con sueños intactos pero caminos cerrados. Su testimonio, íntimo y desgarrador, revela más que una experiencia individual; muestra el impacto emocional y social de una política que pretende borrar a toda una generación de mujeres del espacio educativo y, en consecuencia, público.

El día que las escuelas cerraron para ellas, Farkhunda asistió a su examen final sin comprender del todo que sería el último. Describe el ambiente cargado de incertidumbre: las compañeras llorando en los pasillos, la maestra abrazándolas, las despedidas apuradas, la sensación de que algo irremediable estaba ocurriendo ante la mirada de todos. Ese es el tipo de dolor que no deja cicatriz visible, pero marca para siempre.

La prohibición no solo cortó sus estudios; fracturó su comprensión del futuro. ¿Cómo asimilar que soñar con ser doctora, maestra o ingeniera es ahora un delito implícito? ¿Cómo aceptar que la educación, el recurso más básico para aspirar a una vida digna, se ha convertido en un privilegio prohibido? Farkhunda lo expresa con una claridad estremecedora: “Cuando veo a niñas de otros países avanzar, mi corazón se rompe. No por envidia, sino por tristeza de que aquí ser niña y querer estudiar es casi un crimen”.

En un mundo donde el acceso a la educación se discute en términos de calidad, digitalización y equidad, Afganistán vive una realidad absurda: una lucha por el derecho elemental a entrar a un aula. Nos enfrentamos a una paradoja moral: mientras el planeta avanza hacia la inteligencia artificial, la expansión del conocimiento y nuevas fronteras científicas, millones de niñas afganas luchan por algo tan básico como abrir un libro en un espacio seguro.

La comunidad internacional —incluida la ONU, organizaciones de derechos humanos y expertos en educación— ha denunciado repetidamente esta situación. La Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán (UNAMA) advirtió recientemente que las “aulas vacías” son recordatorios de un futuro amputado. No obstante, las declaraciones, los comunicados y las condenas no han cambiado la realidad concreta: las puertas siguen cerradas, el silencio continúa, y el “hasta nuevo aviso” del régimen talibán se estira de forma dolorosa e indefinida.

Los efectos de esta política son profundos y duraderos. Como señala la activista Forouzan Khalili, la exclusión educativa no es simplemente la negación de una clase o una materia; es un ataque a la autonomía, al pensamiento crítico, a la capacidad de las mujeres de participar en la vida social, económica y política. Algunas organizaciones han llegado a describir esta situación como una forma de “limpieza cultural”, no porque haya una eliminación física, sino porque se está arrancando la posibilidad misma de que una generación crezca con herramientas intelectuales y sociales para transformar su sociedad.

Los efectos de esta política son profundos y duraderos

La educación femenina no es un lujo progresista ni una moda internacional; es la base de cualquier desarrollo sostenible. En todas partes del mundo donde las mujeres han podido estudiar, las tasas de mortalidad han bajado, los ingresos familiares han subido, la estabilidad social ha aumentado y los ciclos de pobreza se han reducido de forma significativa. No es necesario ir muy lejos para comprobarlo: basta observar cómo comunidades vecinas, con acceso escolar femenino, muestran indicadores de desarrollo muy superiores.

Cerrar escuelas no solo perjudica a las niñas; perjudica al país entero. Un Afganistán sin mujeres formadas es un Afganistán sin doctoras, sin maestras, sin periodistas, sin científicas. Es un país condenado a depender de otros para cubrir necesidades básicas. Es un país que, voluntariamente o no, renuncia a la mitad de su talento humano.

A pesar de este panorama devastador, la resiliencia de las niñas afganas es sorprendente. Farkhunda cuenta que muchas de sus amigas estudian en secreto, comparten libros digitales, enseñan a sus hermanas menores. Ella misma revisa sus viejos libros en la azotea, no para un examen, sino para no olvidar quién es. Esa frase debería retumbar en la conciencia global: «Estudia para no olvidar quién es».

En esa declaración hay una verdad poderosa: la educación no es solamente acumulación de conocimientos, sino una afirmación de identidad y dignidad. Es la manera en que una persona dice: “Existo, pienso, valgo, puedo construir mi propio futuro”. Quitarle eso a una niña no es solo un acto de opresión; es un intento de redefinirla como un ser sin agencia, sin autonomía, sin voz.

Es imprescindible entender que lo que está ocurriendo en Afganistán no es un problema local ni cultural; es una crisis de derechos humanos y de justicia global. No debe analizarse con relativismo, sino con principios universales. El derecho a la educación no es negociable ni depende de interpretaciones ideológicas. Es un derecho fundamental reconocido por convenciones internacionales que Afganistán suscribió antes de la caída del gobierno anterior.

El mundo, sin embargo, parece acostumbrarse. La indignación inicial se ha esfumado, y la prohibición se ha convertido casi en una noticia vieja. Pero para Farkhunda, y para las millones de niñas como ella, la tragedia se renueva cada mañana al pasar frente a una escuela cerrada.

Su testimonio termina con una frase tan simple como poderosa: “Quizá hoy no, quizá mañana tampoco… pero llegará un día en que todas las niñas volverán a entrar al aula con libros y esperanza. O quizá nunca.”

Ese “quizá nunca” debería ser intolerable para cualquier sociedad que aspire a la justicia. No podemos permitir que el destino educativo de una generación se decida entre la resignación y el olvido. La responsabilidad moral y política recae tanto en los líderes afganos como en la comunidad internacional. No basta con declaraciones simbólicas; se necesitan acciones diplomáticas más firmes, estrategias humanitarias dirigidas específicamente a la educación y presiones coordinadas que no permitan que el derecho a estudiar sea una moneda de cambio.

Las niñas afganas no piden privilegios extraordinarios. Piden lo que cualquier ser humano merece: la oportunidad de aprender, de soñar, de construir un futuro. No es un acto heroico; es un acto básico. Es hora de que el mundo lo trate como tal.

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