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Francisco y el padre Horna

Publicado: abril 23, 2025, 12:30 am

El padre Horna, Ángel Horna, era uno de los tipos más feos que yo he visto en mi vida. Su cara era como una zanahoria puesta del revés: terminaba en punta y allí había un matojo de pelos colorados. Sonreía todo el tiempo… y mostraba una dentadura que parecía diseñada por el enemigo.

Los niños, naturalmente, le adorábamos. Yo tenía nueve o diez años y estudiaba en el colegio de los Jesuitas de León. El padre Horna era el más simpático, el más cariñoso y comprensivo, el más cercano, el menos solemne y el más juguetón de todos. Nunca se cansaba de hacernos caso. Le adorábamos, ya lo he dicho.

Un día, el padre Horna nos dio un disgusto muy gordo y nos hizo llorar. Nos dijo que se iba del colegio. Ante nuestra cara de desolación, nos dijo simplemente la verdad: que había otros niños, muy lejos, en un país que se llamaba Honduras, que eran muy pobres y que le necesitaban más que nosotros. Y que su corazón le decía que tenía que irse allí de misionero. Nosotros no podíamos entender que nadie en el mundo necesitase al padre Horna más que nosotros, pero él nos prometió que nos escribiría cada poco. Lo cumplió.

Muchos años más tarde me dijeron que el padre Ángel Horna había muerto allí, en Honduras, entre los indios misquitos. Me contaron algunos detalles que habría sido mejor que no supiese. Reconozco que se me saltaron las lágrimas. Aquel jesuita sonriente que nos hizo tan felices había dado su vida por aquello en lo que creía. Por la gente que no tenía nada, ni esperanza siquiera, y que le necesitaba más que nosotros.

Me acuerdo muchas veces del inolvidable padre Horna, pero sobre todo ahora, cuando se acaba de morir otro jesuita: el «padre Jorge», es decir, el papa Francisco. Como mi cura favorito de cuando era niño, Francisco abandonó una vida cómoda y rutinaria en Buenos Aires para irse de misionero a un lugar hostil, la curia vaticana, donde se empeñó en recordarle a toda aquella suntuosa gente que lo más importante, lo único importante, eran los que no tenían nada, ni esperanza. No el poder, no el dinero, no la vanidad.

Como el padre Horna, el jesuita Francisco ha muerto trabajando, peleando hasta el último minuto, desobedeciendo a la lógica de los médicos y haciendo lo que ha hecho toda su vida: clamar contra la injusticia y llevar esperanza allí donde no la había.

Dos jesuitas, dos hombres admirables que yo jamás olvidaré. Descansen ambos en paz.

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