Después de una larga y agitada campaña electoral (para muchos también bastante chapucera), una pequeña parte de los norteamericanos eligen al gobernante más importante del mundo. El más importante, pero no necesariamente el que cuenta con más votos. La democracia del país que más influye en la vida pública y más se implica en la que gobierna entre los cerca de 200.000 países en que se halla repartido el planeta, se rige por normas muy antiguas que para los historiadores podrían remontarse a los tiempos del colonialismo británico.
Lo sorprendente, y seguramente injusto, es que no todos los ciudadanos cuentan lo mismo al sumar su voto. Primero porque antes de acudir a las urnas, si son nativos, tienen que inscribirse en el censo que da derecho a participar. Una importante mayoría, alrededor del 50%, no se molestan y de partida la elección se reduce a los más politizados, lo cual deja fuera de la elección del llamado ticket presidencial (presidente y vicepresidente) a la mitad de los ciudadanos.
La segunda premisa del sistema es que el voto adquiere valor solo por el Estado en que se realiza: 48 de los 50 que integran la Federación, con la excepción en parte de Nebraska y Maine. El recuento de los votos de cada Estado proporciona lo que se denomina el candidato electoral, que será el que represente finalmente los votos de todos los partidos, particularmente el Demócrata y el Republicano, sin distinción, lo cual hace que sus diferencias cuenten. El resultado, es decir, la elección del nuevo presidente es la suma final de los representantes (delegados) de todos los estados. El resto de los votantes carece de valor.
Cada Estado tiene un número de ‘votos electorales’ proporcional a su población: el que más, California, cuenta con 44 y el número va variando; en segundo lugar el de Texas; y el último, el de Maine, con seis. La cifra de todos los votantes tenidos en cuenta es de 538 y el vencedor es el que supera la cifra de 270. En caso de empate serán las cámaras de representes y Senado, que ambas son formadas a través de sistemas complejos, pero más justos.
En la práctica matemática, el presidente, el que repito es considerado más poderoso del mundo, no es necesariamente el más votado en Norteamérica: teniendo en cuenta que entre los dos finalistas solo suman el 50% del votante potencial y que el sistema final solo cuenta la suma de los estados, en lo cual suelen estar muy igualados, el elegido casi nunca alcanza el 30% de los electores. Y lo más injusto es que, con frecuencia, el que suma más votos individuales es el que pierde.
Tampoco cabe añadir que las elecciones, que empiezan en los caucus, las primarias y las convenciones, pueda decirse que sean un modelo de limpieza democrática: el resultado es fruto de los fanatismos de grupos, de condiciones raciales y con frecuencia del dinero, de los millones que sus interesados variados aporten para financiar el proceso. En eso están implicados factores industriales y comerciales que a lo largo de la campaña aportan cantidades a menudo astronómicas y de donaciones modestas de humildes simpatizantes.
La limpieza de todos estos pasos tampoco suele ser siempre rigurosa, pero entre todo surge un nombre, el que tiene el poder de influir en el resto de la humanidad, desde implicarlo en conflictos y guerras hasta decidir el recurso a las armas atómicas. El resultado implica a la suerte y no solo del ganador, sino la de todos. La comparación que cabe entre nosotros es muy sencilla: lo más similar es el juego de la Lotería, con premio Gordo reservado a la suerte y la pedrea para los que no jueguen o compren más décimos. Bien es verdad que en este caso la suerte nos afecta a todos.