Publicado: mayo 27, 2025, 12:30 am
El recién estrenado papa León XIV se asomaba hace unos días al balcón central de la basílica de San Pedro y alzaba la voz en italiano: “¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!”. Es posible que pocos se percataran de que el papa Prevost estaba citando con exactitud las palabras que pronunció Pablo VI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, el 4 de octubre de 1965, hace sesenta años. Aquella fue la primera vez que un pontífice romano comparecía en la ONU; y el papa Montini, que sabía que el mundo entero le estaba mirando y que su discurso pasaría a la historia, también gritó, en francés: “Jamais plus la guerre, jamais plus la guerre!”.
¿A alguno de los dos le hicieron caso? No, a ninguno. A pesar del llamamiento explícito del actual Pontífice, ahora mismo Vladímir Putin sigue machacando a Ucrania, y Netanyahu acrecienta su presión sobre Gaza con restricciones a la ayuda humanitaria y bombardeos continuos. A Pablo VI le pasó lo mismo. Su dramática apelación no detuvo la guerra de Vietnam, ni ninguno de los más de veinte conflictos bélicos que se desencadenaron hasta su muerte en 1978. Aquella conmovedora invocación a la paz no tuvo el menor éxito, pese a que todos los delegados de la Asamblea General aplaudieron puestos en pie.
Entonces, ¿para qué sirve lo que diga el representante de Dios en la Tierra, si nadie le hace caso cuando reclama la paz? ¿Alguna vez han funcionado sus llamamientos? Sí, pero muy pocas.
En octubre de 1962, una dramática apelación a la paz y a la sensatez del anciano Juan XXIII había contribuido claramente a evitar que Estados Unidos y la Unión Soviética comenzasen una guerra nuclear devastadora. Fue la célebre “crisis de los misiles”. Tanto el católico John F. Kennedy como el ateo Nikita Jruschov agradecieron públicamente la intervención del Pontífice. Más tarde, en los años setenta y ochenta, la larga mediación del Vaticano evitó que dos dictaduras que se decían católicas, la chilena de Pinochet y la argentina de Videla, se enfrentasen en una guerra por el control del remoto canal de Beagle.
Se trata de excepciones. Las invocaciones de los Santos Padres a la paz casi nunca tienen éxito, pero todos ellos reiteran allí donde están la necesidad de una paz mundial y eterna. La clave de esta insistencia en el mensaje quizá la dio Michael Anderson al dirigir una película excepcional, Las sandalias del pescador. En ella, un funcionario soviético le pregunta a su líder, Piotr I. Kamenev, cómo puede ser que esté tan preocupado por la elección de un nuevo papa, cuando al fin y al cabo gobierna sobre un diminuto Estado de medio kilómetro cuadrado. La respuesta de Kamenev es luminosa: “Sea el que sea, habla con la voz de Dios para la cuarta parte del mundo”.
Ese puede ser precisamente el poder del Papa, lo que el geopolitólogo estadounidense Joseph Nye llamó en 1990 “soft power”, poder blando. Persuasión frente a coacción. Es decir, el pontífice se configura como una autoridad moral, un referente de los valores éticos universales, que son muy escuchados y valorados por miles de millones de personas, sean católicas o no.
Si no, no se entiende que a la larga misa de inicio del pontificado de León XIV asistieran delegaciones de más de 150 países y solo faltaran 45 representantes de otras tantas naciones para hacer pleno. Había reyes y reinas, presidentes, jefes de gobierno, ministros y gobernantes de todas partes. En las sillas destinadas a los invitados podían verse, mezclados, trajes occidentales, kipás judías, kufiyas árabes, emblemas budistas, skufias y klobuks ortodoxos, y todo tipo de símbolos de diferentes religiones, culturas y continentes. ¿Cómo puede ser que tres cuartas partes de los máximos dirigentes mundiales acudiesen a homenajear y felicitar a un hombre al que hasta hace unos días apenas conocían, cuyo ejército lo forman 135 vistosos voluntarios de la Guardia Suiza, y que no controla la economía mundial ni posiblemente la de su Estado? Como se ve, un hombre que sólo cuenta para influir con su voz y su ejemplo.
Por eso hay que suponer que nadie en el planeta posee la autoridad moral que tiene el Papa católico. A nadie le oye tanta gente. Una autoridad que lanza mensajes que muchas veces son ley para quienes le escuchan, estén donde estén. Son cuestiones morales y no geopolíticas, que conmueven a millones de conciencias, aunque la mayoría de las veces parezca que nadie hace caso a ese señor vestido de blanco que habla desde un balcón romano.
El poder del Papa puede que sea blando, pero es relevante y no debe despreciarse, aunque no se profese ninguna religión. Hay dirigentes que acuden a Roma a besar el anillo papal pero vulneran a la vez los valores éticos más elementales, fomentando la injusticia y la violencia. Pueden seguir actuando así, como si la influencia del Papa no fuese con ellos, pero por prudencia y por si acaso harían bien en atender los llamamientos a respetar los principios morales universales. El juicio de la Historia demuestra que estén vivos o muertos, siempre les llega su San Martín.