Kate Middleton no se parece nada a Diana de Gales, la suegra que nunca conoció, aunque lleve sus joyas y la homenajee en pequeños gestos y grandes estilismos. Princesa por su matrimonio con Guillermo, nunca ha dejado de ser ciudadana de a pie, lo contrario que Diana, a quien la fama amordazó de manera casi cruel.
Si la que fuera esposa de Carlos III era tímida y de mirada huidiza, Kate es risueña y tremendamente abierta. Una rubia, otra morena; una infelizmente casada, la segunda, unida por un amor a prueba de enfermedad e infidelidades. Diana fue una madre acomplejada, Kate es todoterreno y dicharachera… por citar algunas de sus más notables diferencias.
Ambas comparten, eso sí, el carisma que curiosamente no tiene nadie nacido en el seno mismo de la familia real británica, incluyendo a la reina Isabel, a las que todos veneraban, pero no por su simpatía ni calidez.
Ese liderazgo social que encumbró a Diana y la convirtió en la joya de los británicos es también la corona que adorna a Kate. Por eso, cuando en enero de 2024 se publicó que la mujer de Guillermo había sido operada de una dolencia abdominal, un escalofrío recorrió la vida de los británicos.
Aquel anuncio oficial, revestido de cierto oscurantismo y poco datos, fue acumulando ausencias de ella y de su marido, cuya cara era el espejo del alma: algo pasaba, pero no se sabía qué. Hasta que un día, la propia Kate confesó que padecía cáncer. Los ingleses y buena parte del mundo se quedaron entonces sin respiración.
La pieza más preciada de la familia del rey había caído en desgracia, una equivalencia de que el país también estaba en desgracia. A la dura enfermedad confesada por Kate habían precedido muchos rumores y malestar, tanto que la buena fama de la princesa empezó a tambalearse.
Pero su confesión pública, en un vídeo doméstico emitido casi en abril, vestida de vaqueros y con camiseta de rayas, en el que se mostraba abiertamente temerosa y confiada de su futuro, encauzó de nuevo su buena imagen. Iban a ser meses de duro tratamiento, con prolongadas desapariciones, un Guillermo delgado y desmejorado por la pena, especulaciones médicas… El vacío, en una palabra.
Cuando Kate contó que había finalizado los ciclos de quimioterapia, ya estaba empezando el otoño. Un nuevo vídeo en los alrededores de su casa de Norfolk, donde ha pasado la enfermedad, con sus hijos vestidos como pequeños granjeros y su marido cogiéndola de la mano sin dejar de mirarla, devolvió la esperanza a los británicos.
Desde aquel documento gráfico, lleno de sol, vida y música, Kate ha ido retomando su agenda pública, muy volcada en temas de cáncer, y sobre todo, en sus hijos, a quienes ha protegido de las hipótesis y del miedo a perder a su madre.
De rojo pasión y cuadros escoceses volvió al tradicional concierto de Navidad, que no existiría sin ella, o lo haría con menos brillo y color. Con esta aparición, a comienzos de diciembre, y algunas otras de tipo oficial aún restringidas, ha transcurrido un año entero y verdadero, como quien dice.
Año que su marido, Guillermo de Inglaterra, ha calificado como «brutal, el peor de mi vida». Eso dice quien perdió a su madre, Diana de Gales, cuando solo tenía 15 años.
La misa de Navidad, que reúne a toda la familia en una de sus localidades preferidas, Sandringham, ha devuelto la foto de una Kate contenta, vestida de verde esperanza, con su melena ondeante y palabras para personas como ella, que han sufrido el cáncer y necesitan consuelo.
Así ha sido 2024 para Kate y Kate para 2024, el personaje público más perseguido, analizado y esperado. La reina, de verdad, ha sido ella, casi sin dejarse ver en un año que ha vivido con miedo y dolor… peligrosa y angustiosamente.