Publicado: marzo 6, 2025, 11:30 pm
28 de diciembre de 2024. Voy en el coche con mis padres y, como no soy yo quien conduce, no se me ocurre mejor forma para pasar las cuatro horas del trayecto que gastando una inocente inocentada en mi Instagram: publico una foto junto a mi sobrina del día que nació y escribo un texto dando gracias a la vida por hacerme padre. Todo muy inocente, naif y muy de día de los inocentes. Ayer, dos meses después, un conocido me felicitó por mi paternidad. Me río, pero también hago una doble lectura: lo que antes eran rumores de barrio, ahora vuelan a la velocidad de la luz sin filtros ni frenos.
Que las redes sociales han revolucionado la forma en la que nos informamos es una obviedad pero, a veces, hay que recordarlo. El modo en el que nos comunicamos, y opinamos, ha abierto la caja de Pandora a la peligrosa pandemia de los bulos.
Pese a que confesé mi broma tan solo unas horas después… parece imposible que algunos no la sigan viendo como una verdad. Cuando una versión jugosa y polémica se cuela en el imaginario colectivo, esa falsa verdad es la que perdura. Es la que interesa creer. No importa que los hechos digan lo contrario o que existan pruebas que desmonten las mentiras. El hecho de que las redes y sus algoritmos fomenten la viralidad no ayuda. El hecho de que un tuit pueda arruinar reputaciones y que un montaje fotográfico o un audio manipulado puedan sembrar dudas o desatar el caos hacen que cuando la verdad asoma, sea demasiado tarde.
Si algo se dice con seguridad, alguien lo dará por hecho y nadie está a salvo. Todos somos víctimas y verdugos: cuando compartimos sin cuestionar o contrastar hacemos daño. En la era de la postverdad lo más peligroso es que, aunque desmintamos, siempre habrá alguien que prefiera quedarse con la versión más impactante, pese a que no sea necesariamente cierta.