Publicado: febrero 20, 2025, 12:20 am
En el primer año de carrera uno de mis profesores definió el recorrido político de determinado país europeo como «una nostalgia recurrente del autoritarismo». Nuestro docente era dado a afirmaciones un tanto extravagantes, expresadas siempre con rostro impasible. Le divertían nuestras reacciones e imagino que nuestra ingenuidad. En aquel momento logró lo que buscaba: en los 90, con el modelo de la transición aún impoluto e idealizado, la mera idea de que un país deseara apartarse del sistema democrático nos resultaba inconcebible y la clase se convirtió en un gallinero.
Anoté la frase en el margen de los apuntes como una boutade más. Sin embargo, volvió a mi cabeza con más frecuencia de la que nunca hubiera imaginado: cuando en Rusia me explicaban su imperiosa necesidad de un líder fuerte, al que podrían perdonar cualquier otro defecto, siempre que mostrara esa virtud. O cuando en países del ámbito de la vieja URSS me decían exactamente lo mismo, dado que tenían que defenderse del hipotético líder fuerte ruso. Entonces llegó la Primavera Árabe, pero aún así todo resultaba demasiado lejano, demasiado exótico.
Esta semana he recordado a menudo al viejo profesor, ya fallecido, y su insistencia en que entendiéramos que existía historia antes del breve intervalo que nuestras vidas abarcaban, y que esa historia ocultaba horrores. Y bastan unos días y unas declaraciones chulescas y la desfachatez a la hora de negar los errores en los que los líderes políticos incurren para que lo que decíamos ayer a boca llena y entendíamos como el progreso normal de una sociedad desdibuje, una vez más, sus límites. La nostalgia se está convirtiendo en una petición, y los líderes fuertes en una caricatura que Chaplin ya encarnó en 1940. Y los ciudadanos, como hicimos en aquella aula universitaria, negamos, alborotamos un poco, no demasiado, y aguardamos a que nos pongan nota.