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Como pollos sin cabeza

Publicado: febrero 3, 2025, 12:20 am

No hace mucho tiempo, el planeamiento de la defensa —es decir, el estudio que definía las necesidades militares de las naciones— se consideraba una actividad académica seria. Luego es verdad que los gobiernos hacían de su capa un sayo recortando por aquí y estirando por allá, pero había un cierto rigor de base que, por mucho que se difuminara a su paso por los ministerios —sobre todo el de Hacienda— permitía esperar que a los carros de combate no les faltara la munición y que los portaviones contaran con aviones aptos para volar desde ellos… algo que en España ya no parece garantizado.

Hoy, por desgracia, lo que fue un sosegado ejercicio de pensamiento militar parece haberse convertido en una subasta pública. Mientras nuestro gobierno, lastrado por unos socios que todavía sacan rédito electoral de la desacreditada bandera del desarme unilateral, se queda muy por debajo de la puja mínima del 2% del PIB, el Secretario General de la OTAN sube hasta el 3% y el presidente Trump, siempre ávido de notoriedad, nos sorprende con ese delirante 5% que exigió a sus aliados —pero no a los EE.UU.— en el Foro de Davos. ¿Alguien da más?

Como estamos hablando de cosas muy serias —tanto la seguridad de los europeos como cada décima de punto de porcentaje de nuestro PIB indudablemente lo son— no debiera tratarse el asunto con la frivolidad con la que llega a la opinión pública. Nunca es bueno empezar las casas por el tejado, y el debate político sobre los presupuestos de defensa únicamente tiene sentido si se parte de una postura acordada sobre cuál es la amenaza a la que hacer frente. Solo así es posible generar las capacidades militares necesarias para la disuasión, un mecanismo complejo —suma de medios y voluntades— y enormemente caro… pero mucho menos que la propia guerra.

¿Qué debemos temer los ciudadanos europeos? La lista sería larga y quizá la encabece la burocracia interna de la UE, pero reduzcámosla a las amenazas de naturaleza militar. Hoy por hoy, en nuestro continente el problema es Rusia. Las ambiciones de Putin la han convertido en nuestro enemigo, y no porque nosotros queramos serlo. Es verdad que no estamos en guerra con ellos —ni lo estaremos mientras exista la OTAN— pero tampoco estamos en paz.

A primera vista, la situación parece estable y no justifica la alocada subasta que estamos presenciando. Sin embargo, imaginemos que el pueblo norteamericano —Donald Trump pasará, pero la tentación aislacionista siempre estará presente en el alma de los EE.UU. — decide poner fin al vínculo trasatlántico. ¿Cómo dejaría eso a la vieja Europa?

Se equivoca quien piense que nos enfrentaríamos a un escenario parecido a los de la Segunda Guerra Mundial. Vivimos en la era de la guerra híbrida y, de un día para otro, no cabe esperar la invasión de ninguna de las repúblicas exsoviéticas por las divisiones acorazadas rusas. No ocurrió así en Ucrania y mucho menos parece posible en cualquier país miembro de la UE.

La amenaza, que ya se deja ver en Moldavia, es bastante más sutil. El Kremlin apoyaría primero a la minoría prorrusa de la víctima que haya escogido —supongamos que sea Estonia, porque Putin ya se ha permitido recordarnos el pasado imperial del puerto de Narva— y, disparado el independentismo, le proporcionaría armas para facilitar la insurrección. Declarada la guerra civil, Rusia reconocería el movimiento secesionista y le apoyaría con armas y sodados de forma encubierta. Estabilizado el frente, acusaría de genocidio al gobierno legítimo —o de nazismo, por ridículo que pueda parecer— y cruzaría la frontera teniendo por pretexto la legítima defensa de los ciudadanos de etnia rusa y por propósito real el de apoderarse de un territorio que perteneció a su antiguo imperio. ¿En qué momento de este largo proceso —once años lleva en Ucrania— se atrevería Europa a parar los pies a una potencia con 6.000 armas nucleares?

Para disuadir a un líder como Putin —nadie sabe quién le sucederá, pero es probable que, como Stalin, retenga el poder hasta que muera por causas naturales— la UE necesita capacidades militares considerablemente superiores a las de Rusia. El factor de ventaja debe ser suficiente para compensar las inevitables ineficiencias que se derivan de la necesidad de armonizar las diferentes posturas nacionales. El coste de unos ejércitos así quizá no iría mucho más allá de ese mítico 2% acordado en el ámbito de la OTAN —recordemos que el PIB de la UE supera a Rusia en proporción de 9 a 1— y seguramente podría reducirse si la recién creada Comisaría de Defensa es capaz de coordinar mejor los esfuerzos inversores de las distintas capitales.

¿Y ya está? ¿Es tan fácil como eso? Por desgracia, no. Volvamos a Estonia. Si, en cumplimiento del artículo 42.7. del Tratado de la Unión, las brigadas mejor preparadas de la UE tuvieran que desplegarse para defender Narva, no solo se enfrentarían a las tropas rusas que tan poco nos han impresionado en Ucrania. Sobre ellas pesaría la amenaza de los millares de armas nucleares tácticas —así se llama a las que se emplean contra las fuerzas militares del enemigo— de que dispone Putin. Unas armas que el dictador no puede usar en tierras ucranianas por tres buenas razones —no está en desventaja militar, ni hay blancos que justifiquen un ataque nuclear, ni puede estar seguro de cómo responderían los EE.UU.— pero que, en el escenario de una guerra entre bloques, sí encajarían en la vieja estrategia soviética de “escalar para desescalar”.

¿Qué haría la UE si algunas de sus mejores brigadas fueran borradas del mapa por un ataque nuclear táctico? Ningún país europeo tiene armas de ese tipo y solo Francia dispone de un pequeño arsenal estratégico —son armas nucleares estratégicas las que se emplean contra las ciudades enemigas en ataques de represalia— superado por el de Rusia en una proporción de 20 a 1. ¿Alguien cree que París se suicidaría para defender Narva? Yo no.

Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que, cuando se discute el gasto militar, la mayoría de los gobiernos europeos cierran deliberadamente los ojos al elefante nuclear que está en la habitación. La seguridad de Europa no depende solo del número y la capacidad de nuestras brigadas. Ya pueden ser las mejores del planeta, de poco sirven si no tenemos ni vacuna —entienda el lector por vacuna la capacidad nuclear disuasoria que hoy aportan los EE.UU.— ni antídoto —que sería una defensa aérea capaz de lidiar con los misiles balísticos o de crucero lanzados por Rusia— para sobrevivir a la guerra nuclear. Así es muy difícil disuadir al Kremlin de probar su suerte en una guerra en la que, como hemos oído decir a Putin en infinidad de ocasiones, una potencia nuclear nunca puede ser derrotada.

La mayoría de los gobiernos europeos cierran deliberadamente los ojos al elefante nuclear que está en la habitación

Es cierto que el Tratado de no Proliferación Nuclear —TNP—, voluntariamente ratificado por las naciones europeas, nos ata las manos. Pero cada época tiene sus problemas y sus soluciones. Con el paso del tiempo, esa apuesta por el TNP que a todos nos pareció una buena idea ha demostrado ser demasiado ingenua. En realidad, los desarmes unilaterales siempre lo son. No todo el mundo es bueno y, una vez que el tratado empieza a desmoronarse —el clavo final del ataúd de la no proliferación lo ha puesto Putin al reconocer que está dispuesto a usar armas nucleares contra países que no disponen de ellas—, parece haber llegado el momento de que nuestros líderes dejen de correr como pollos sin cabeza persiguiendo décimas de PIB. Si de verdad les preocupa nuestra seguridad, bueno será que se sienten a discutir lo que verdaderamente hace la diferencia: ¿debe seguir siendo la UE el único actor relevante del tablero internacional que carece de disuasión nuclear propia?

Porque, si es así —y esa es una decisión tan importante que deberían tomarla los ciudadanos europeos después de un debate informado— quizá lo mejor sea olvidarse de la independencia estratégica… y dedicarle a Donald Trump nuestra mejor sonrisa.

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