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Colombia: la guerra de nunca acabar

Publicado: marzo 30, 2025, 4:30 am

Hay municipios colombianos emparentados con la violencia y la muerte desde hace décadas. Uno de ellos es San Pablo, ubicado en el departamento de Bolívar, al norte de Colombia, y bañado por el inmenso río Magdalena.

El tórrido clima no impide las disputas territoriales entre grupos armados vinculados a la producción y comercialización de cocaína. La conexión del municipio con otras zonas estratégicas para el narcotráfico ha provocado que San Pablo viva sumergida en la violencia desde hace décadas.

El impacto: un silente reguero de sangre que ha convertido a la mitad de la población local en víctima directa de la violencia y el desplazamiento de miles de personas.

San Pablo fue territorio paramilitar y ciclón guerrillero en el pasado. La nueva fase de la guerra sigilosa y poco mediática la protagonizan distintos grupos armados: el ELN, el único grupo guerrillero que no ha depuesto las armas en Colombia, el Clan del Golfo, el cartel de droga más poderoso colombiano, las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un grupo guerrillero que firmó la paz en 2016 y bandas criminales locales. Compiten también por los territorios de minería ilegal y participan en la extorsión y el secuestro.

La persecución afecta principalmente a líderes sociales y defensores de derechos humanos, pero centenares de familias han tenido que huir de una amplia zona que incluye al municipio de San Pablo tras recibir amenazas de distintos grupos ilegales que utilizan el reclutamiento forzoso de menores como práctica habitual para engordar sus unidades criminales.

La Defensoría del Pueblo y el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) han asegurado que desde que empezó este año más de cuarenta líderes sociales han sido asesinados. Los diversos actores armados que ejercen el dominio territorial han incrementado los homicidios en los primeros meses de este año y las cifras finales podrían superar las sumadas en los años anteriores.

Entre 2022 y 2024 se produjeron 548 asesinatos de líderes sociales, «uno cada dos días», una dinámica que se mantiene desde 2016, y que también incluye entre las víctimas a excombatientes de la guerrilla en proceso de reincorporación a la vida legal.

Las organizaciones humanitarias que realizan un conteo diario de los actos de violencia confirman que el limitado acceso a la justicia y los altos niveles de pobreza entre los indígenas, los afrodescendientes y los pobladores rurales posibilitan los abusos de los grupos armados. Y también el vacío de poder de un estado inexistente.

El acuerdo de paz de 2016 entre las FARC y el gobierno puso fin a medio siglo de guerra en gran parte del territorio colombiano, que es mayor que la suma de la extensión de España y Francia, y redujo la violencia durante unos años.

Pero nuevas formas de violencia fueron desarrolladas por los grupos criminales que han abortado la estrategia de «paz total» del actual mandatario Gustavo Petro cuando ya ha superado el ecuador de su gobierno que finaliza el año que viene.

A unos kilómetros del centro de San Pablo con locales de alcohol y alterne que compiten a mitad de tarde por el liderazgo del ruido, se encuentra Guarigua, comunidad que se ha ido constituyendo con retornados a partir de una ocupación kilométrica de tierras.

Unas mil familias desplazadas por los distintos conflictos armados viven en casas de madera bajo de techumbres de uralita que convierten los interiores en hornos sólo aliviados por ventiladores conectados a la luz eléctrica que se suelen cortar a menudo durante horas o jornadas enteras.

Entre sus habitantes vive Monica Paola Ardila con su pareja y su hijo de nueve meses, víctima en febrero de 2003 de una mina antipersona cuando tenía siete años. Tuvo que esperar hasta agosto del año pasado, es decir 21 años y medio después de la tragedia, para que el estado colombiano le otorgase una ayuda humanitaria permanente de unos 250 euros al mes, de los que tiene que restar el seguro médico para ella y su bebé y algunas consultas y medicinas. La Unidad para las Victimas también le otorgó después de años de espera una indemnización que le ha permitido comenzar a construirse una casa.

Durante años un abogado estuvo pleiteando en los tribunales con jueces que no aceptaban la responsabilidad del estado en su situación de víctima. Volvía del colegio cuando se topó con la mina antipersona que la dejó ciega, le amputó su mano derecha y le segó varias falanges de la izquierda. El seno derecho también fue afectado por la explosión y, tras ser madre en junio de 2024, estuvo a punto de sufrir una mastitis porque la leche materna no podía salir al carecer de pezón.

Los jueces esgrimieron la excusa inhumana de que la mina antipersona no la había puesto el Ejército Nacional por lo que el daño causado a la pequeña no era responsabilidad del Estado colombiano. Un amaño jurídico indecente para no indemnizar a una víctima menor de edad a pesar de que en Colombia guerrilleros, paramilitares y soldados del ejército regular han usado minas en el conflicto armado y es imposible saber quién puso la mina que cegó a Mónica para siempre.

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