Publicado: mayo 26, 2025, 11:30 pm
La movida del papado se ha comido toda la actualidad y la historia asociada a ella. Desde el ingreso hospitalario del Papa anterior hasta la elección y primeras declaraciones del nuevo, la Iglesia se ha zampado las noticias.
La Iglesia es ideal para la tele, son medios simbióticos. Ni los desfiles de modas como la gala Met ni los premios o las guerras dan tan bien en las pantallas gigantes y pequeñas que nos abducen.
El mundo-pantalla nos recuerda a McLuhan (y a Woody Allen, que lo coló en una peli) y su frase «el medio es el mensaje». La Iglesia es fundamental, medular, espectacular. Los colores, el arte en dosis inabarcables y la fe en la otra vida hacen audiencia por tres o cuatro vías. No hay institución, país o personaje que consiga ese tirón. Aparte de la metafísica, que es lo más importante para el ser humano después de todo lo demás.
El pobre Trump es de los que más ha sufrido esta sobredosis de capelos, joyas y ceremonias. Desde que quiso tomar el Capitolio por las bravas con aquellos secuaces capitaneados por el del casco de bisonte –a los que ha indultado–, no ha conseguido nada aparte del poder, que, como se ve y se sabe, tiene sus fricciones: la mayor es que casi nadie quiere hacer caso al que gobierna.
El ciclo papal, largo e intenso, se prolonga por la expectativa de que el único agente global que no tiene capacidad ejecutiva, ni ejército ni armas atómicas, es el Gran Influencer de las conciencias. Es lógico que tanto chupar pantalla el Vaticano haya exasperado a los que han perdido horas de presencia, empezando por los capitostes máximos Trump y Putin, amigotes y rivales, o enemigos y compinches (según días).
Pero a los que no están en prime time el papalicio también les ha robado protagonismo ante sus respectivas audiencias-país. Así, India y Pakistán, siempre en pleno derbi de Epsom, se han lanzado unos misiles para conseguir que sus poblaciones les amen (y, de paso, recuerden que si el Papa tiene vía directa ellos manejan bombas atómicas, que también son una vía directa a los otros mundos).
Los nacional-populismos (o sea, casi todos) necesitan gallear mucho para que la población no les olvide y deje de temerlos: o sea, la guerra o su amenaza, intercambiar algún pepinazo con el vecino, aumentar el presupuesto para tanques obsoletos (el tanque ya nace obsoleto).
Así que el ciclo papalicio de fastos, emociones (emoticonos) y fe (la única globalización que no se ha cargado Trump de momento) ha podido provocar celos de Estado, o sea, de grandes figurones presidencialistas de sí mismos que se han podido sentir, con toda razón, olvidados y ninguneados.
No hay forma de hacerse un hueco. Por eso Trump proclama cada día un arancel diferente. Al menos consigue que los mercados suban y bajen a lo loco. Y que la gente se aterrorice. Cada vez más capitostes creen que han de comportarse como terroristas para seguir al mando. Es el gran triunfo del terrorismo, la versión estatal. Hitler y Stalin y tantos otros ya lo hicieron, y esos antecedentes tenebrosos aumentan el miedo global.
Los celos de tantos presidentes ególatras que han perdido audiencia tensan y encarecen un poco más un mundo ya peligroso. Quizá el mayor servicio que podría prestar el Papa León XIV sería un mes de perfil bajo.