Publicado: agosto 13, 2025, 1:30 am
Desde que el presidente Trump dio los primeros pasos para tratar de cumplir la más difícil de sus promesas electorales —poner fin a la guerra de Ucrania— sus interacciones con Putin se han sucedido como si fueran los asaltos de un combate de lucha libre. Pero no se llame a engaño el lector, que no estamos hablando del duro deporte olímpico que merece el respeto de todos, sino de los divertidos espectáculos cómico-gimnásticos en los que destacó más que nadie el recientemente fallecido Hulk Hogan.
Los falsos combates de la WWE —siglas de World Wrestling Entertainment, una empresa de entretenimiento que nunca tuvo nada que ver con el mundo del deporte— tenían guiones muy simples. A un lado estaban los luchadores buenos, muchos de los cuales llevaban banderas norteamericanas. Al otro, los villanos, entre los que se encontraba un puñado de rusos —pocos de ellos lo eran de verdad— invariablemente vestidos del color rojo que entonces identificaba a la pérfida URSS.
Los golpes que se daban unos a otros, perfectamente coreografiados, no pretendían parecer reales —aquél era un espectáculo para familias— sino asombrar a los espectadores… y casi siempre lo conseguían. En algunas ocasiones, para dar un poco de emoción a los combates por el cinturón de campeón, se permitía que los malos ganaran a los buenos; pero había una condición para que aquello no desilusionara a los espectadores: tenía que ser con trampas. Unas trampas todavía más divertidas que los propios combates.
Imaginar a Trump y Putin en un cuadrilátero como ese tiene la ventaja de que ayuda a desenmascararles. A los dos, porque, aunque en distinta medida, ambos lo merecen. El guion del espectáculo, como es lógico, varía dependiendo del color del cristal con que lo veamos. Si usted es prorruso, creerá que el magnate trata de robarle a Putin una victoria que sus tropas están a punto —siguen estando a punto, quiero decir, porque llevan ya tres años y medio en esa situación— de conseguir en el campo de batalla. Si es trumpista, apreciará los esfuerzos del magnate, de largo el presidente norteamericano que más méritos ha acumulado para recibir el premio Nobel de la Paz. O eso dice él.
Sin embargo, a la mayoría de los espectadores sin prejuicios el mundo de la WWE se nos queda pequeño. Sabemos que no hay nada de verdad en esas luchas simuladas. Trump y Putin se disputan, más que ninguna otra cosa, el palo más alto del gallinero global, aquél donde solo puede estar uno de los dos. Por eso, asalto tras asalto, el norteamericano insiste en un alto el fuego que llevaría su firma, mientras Vladimir Putin lo rechaza porque necesita una victoria que lleve la suya.
El verdadero Putin no lucha por poner fin a la guerra, sino por el espacio que necesita para continuarla. Desde la primera conversación con Donald Trump, su objetivo no ha variado un milímetro: cansar al norteamericano para conseguir que busque en otra parte su Nobel de la Paz. Y, hasta ahora —aunque sea con trampas, como corresponde a su papel de malvado— no se puede decir que lo esté haciendo mal.
A Alaska, Putin no llevará concesiones, sino propuestas imposibles que dejen la pelota en el tejado de Zelenski. No porque crea que el ucraniano va a aceptarlas —nadie entregaría un cinturón de ciudades fortificadas en el Donbás a cambio de un pequeño terreno sin relevancia estratégica en la frontera norte— sino porque sabe que el presidente norteamericano terminará frustrado y, con un poco de suerte, se olvidará de su amenaza de imponer sanciones secundarias al petróleo ruso y repartirá las culpas entre el agresor y el agredido.
Trump, por su parte, seguirá luchando por ese esquivo Nobel de la Paz. Quizá ni siquiera entienda las críticas que se le hacen desde Europa. ¿No recibió el premio Jimmy Carter, el fallido presidente que consiguió sentar a Menájem Beguín y Anwar el-Sadat en Camp David para firmar la paz entre Egipto e Israel? ¿No se llegó allí a un acuerdo de “paz por territorios” como el que Trump propone?
Alguien debería explicarle al magnate un pequeño matiz que él parece haber pasado por alto. En Camp David se alcanzó la paz después de que Israel devolviera a Egipto el territorio que le pertenecía. Lo que él parece sugerir es justo lo contrario: la cesión de tierra ucraniana —tierra habitada, no lo olvidemos, que no es solo un bien que se puede enajenar sino un hogar para millones de personas— como pago por el fin de la agresión. Lo que logró Carter exige liderazgo. Para lo que pretende Trump, basta la cobardía.