Publicado: julio 6, 2025, 2:30 am


Cuando un gramo de ketamina cuesta menos que una bolsa de chuches, la gravedad habla por sí sola. En Reino Unido preocupa el uso de la ketamina en niños de 12 años. Los precios se han desplomado y el acceso se ha vuelto extremamente sencillo. Una crisis que ha llevado a las autoridades británicas a elaborar medidas de prevención a contrarreloj. En nuestro país, aunque su consumo no se haya disparado de esa manera, esta misma semana un treintañero confesaba en Valencia haber agredido sexualmente a una menor después de drogarla precisamente con esa sustancia. En el juicio se valora la posibilidad de aplicar una atenuante al agresor por toxicomanía: alegó su propio consumo como explicación a sus actos. Se trata de un círculo vicioso bidireccional. La falsa idea de libertad se torna cárcel, y el juego, laberinto.
La combinación de drogas y juventud no es solo un problema sanitario, se convierte en una puerta de entrada a la conducta antisocial. La adolescencia es una etapa de transformación biológica y emocional. El cerebro aún está en desarrollo, se van ramificando las áreas responsables del juicio, del control de impulsos y de la toma de decisiones. Cualquier impedimento a su normal evolución puede tener consecuencias catastróficas. La búsqueda de experiencias nuevas, la necesidad de pertenencia al grupo o el rechazo a figuras de autoridad, son factores que aumentan significativamente la vulnerabilidad de los adolescentes frente al consumo de drogas. Y el resultado es multiforme. Merma su mente, y desvía su vida.
Si ya solo el consumo de cannabis, incluso de manera puntual, puede producir cambios estructurales y cognitivos en el cerebro adolescente, los estragos del uso sistemático de sustancias resultan incuantificables. Los jóvenes son morfológicamente más sensibles a sus consecuencias, y por eso pueden desarrollarse mucho más rápidamente tanto adicciones como trastornos de la conducta. Numerosos estudios confirman que el consumo en esa etapa vital está íntimamente ligado a comportamientos antisociales y delictivos.
Lo que ocurre al principio tiene consecuencias en el después. Al consumir se deteriora el autocontrol y aumenta la probabilidad de desviación de la conducta. Y en última instancia, se cae en el delito, y una vez en ese círculo, se accede más fácilmente a entornos donde el consumo se generaliza e intensifica. Es una dinámica de refuerzo mutuo. Basta echarle un vistazo a Instituciones Penitenciarias, donde el consumo entre su población se multiplica. Según un meta-análisis norteamericano, el crack multiplica hasta por 6 la probabilidad de cometer delitos. La heroína lo hace entre 3 y 3,5. En el caso de la cocaína, se asocia con un riesgo 2,5 veces mayor, y aunque en menor medida, incluso la marihuana se vincula a comportamientos delictivos, con un aumento del riesgo de 1,5 veces.
La asociación estadística entre ambas variables, droga y delincuencia, es alta y consistente, en especial cuando hablamos de dependencia y consumo problemático. Claro que no todo uso se traduce en delito, y gran parte de los que “solo” experimentan no desarrollan ni adicción ni una carrera delictiva. Pero el problema es que no se sabe cómo afecta hasta que se prueba. Y si esa sustancia toca un punto clave del cerebro, uno ignoto, una vulnerabilidad congénita, a veces ya no hay vuelta atrás.
Los más jóvenes se justifican porque creen que por una vez no pasa nada, porque piensan que controlan, porque a esa edad se minimizan los riesgos. No están programados para valorar las consecuencias reales, y se ensalzan en un estado endiosado porque un adolescente se siente al mismo tiempo tan vulnerable como poderoso. El entorno familiar cumple un papel decisivo. La falta de supervisión, los modelos parentales consumidores y los conflictos constantes son factores que trazan el camino al consumo y al delito. A nivel escolar, el bajo rendimiento, la exclusión social o el fracaso académico pueden reforzar el riesgo. La presión del grupo de iguales sigue siendo el detonante más común del primer contacto con las drogas. El contagio de normas, valores y conductas desviadas, refuerza la normalización.
Pero a la normalización le precede una problemática previa, que es el acceso. En el caso británico, la ketamina es muy barata. Se puede conseguir por un par de libras, y esto la convierte en droga de iniciación. El gobierno británico valora endurecer las penas relacionadas con el tráfico, pero las soluciones deberían trascender también lo punitivo, para combinar intervención comunitaria, atención psicológica, refuerzo educativo y políticas públicas de integración y prevención.
Es un círculo vicioso porque el consumo facilita la desviación, y la desviación consolida el uso. Es bidireccional porque no solo afecta su cerebro, sino determina su vida. Si a los 12 tontean con ketamina, qué será de ellos cuando lleguen a los 40, siempre que superen los 30. Por eso las estrategias de prevención no deberían limitarse solo a endurecer las penas y a promover campañas escolares. Programas como la Terapia Funcional Familiar (FFT) han demostrado ser eficaces para reducir la reincidencia delictiva en adolescentes con conductas antisociales y problemas de consumo. Han tenido tiempo de probarlas, pero estamos a tiempo de retirárselas.