Publicado: julio 2, 2025, 12:00 am
LONDRES – ¿Por qué hostiga Donald Trump a la Universidad de Harvard y otras instituciones educativas de gran prestigio? La razón oficial es un supuesto antisemitismo, pero más de 600 académicos de Harvard, muchos de ellos judíos, creen que esta acusación es absurda.
El bolsillo tampoco puede ser la razón. La educación superior es una industria muy exitosa que proporciona 4.5 millones de empleos en Estados Unidos. Dejar a esta industria sin clientes extranjeros al negarles visa es de locos.
La verdadera razón es política. A un amplio espectro del electorado estadounidense le disgustan cada vez más las universidades y sus graduados. Darles en la cabeza a los académicos trae beneficios políticos, aun cuando resulte ser una pésima política educacional.
Un cliché de la política estadounidense es que el populismo de Trump se nutre del abismo que separa a los arrogantes universitarios que hacen gala de títulos prestigiosos y los ciudadanos de a pie que con suerte terminaron la escuela secundaria. Pero es un cliché que contiene más de un elemento de verdad. Libros con títulos como Polarized by Degrees: How the Diploma Divide and the Culture War Transformed American Politics (Polarizados por los diplomas: cómo el trecho de los títulos y la guerra cultural transformaron la política estadounidense) lo han demostrado repetidamente. Políticos como Hillary Clinton hicieron su parte al describir a los partidarios de Trump (muchos de los cuales no estudiaron en la universidad) como una “tropa de deplorables”.
¿Qué se puede hacer al respecto? Destruir las instituciones educativas de prestigio –como Trump parece querer– no conduce a nada. Los progresistas que detestan a Trump deberían tener una alternativa mejor, pero están acorralados por la historia.
Hace una generación, la crítica de derecha acusaba al Estado de bienestar de repartir beneficios de manera indiscriminada. Las anécdotas de Ronald Reagan acerca de los pobres que conducían Cadillacs gracias a los dineros públicos siempre fueron exageradas, pero dejaron una huella en la política estadounidense. Los políticos liberales respondieron recortando el generoso Estado redistributivo (recordemos la promesa de Bill Clinton de “poner fin al Estado de bienestar tal como lo conocemos”) y proveyendo ayuda solo a los pobres que la “merecían”. Los pensadores liberales reconocieron entonces lo que habían negado durante mucho tiempo: es legítimo distinguir entre quienes merecen apoyo estatal y quienes no lo merecen.
En filosofía moral, una cuestión central es cómo y cuándo las personas llegan a merecer su destino en la vida, y si acaso el merecimiento es un criterio válido para asignar honores y recompensas materiales. En las décadas de 1980 y 1990, una escuela de filósofos liberales, conocidos como los “igualitarios de la suerte”, argumentaban que la justicia requiere que distingamos entre las “circunstancias” y las “decisiones”. Las desigualdades de ingreso provenientes de las circunstancias deben ser contrarrestadas, ya que a nadie se le puede culpar por haber nacido en la pobreza. Pero si heredas una fortuna y optas por dedicarte a los juegos de azar hasta que la pierdes, la sociedad no debería rescatarte de tu propia irresponsabilidad.
Esta postura alineó a los liberales con las intuiciones morales de la clase media. Por supuesto que el ciudadano que trabaja duro y que cumple con las reglas del juego se merece un título universitario prestigioso, un empleo bien pagado, y una casa cómoda en un vecindario seguro.
Pero esta postura contribuyó a crear otro problema: la arrogancia. Como sostiene el filósofo Michael Sandel, los ganadores tienden “a llenarse el pecho con su éxito, y a olvidar la buena fortuna que les ayudó en el camino”. Una vez que se tiene la arrogante convicción de que uno merece el diploma de Harvard, no será difícil convencerse de que los de abajo también se merecen su destino. Dentro de poco, el titulado se convertirá en un elitista más que mira sobre su hombro a los pobres diablos que habitan la región de Estados Unidos que queda entre las costas.
En pocas palabras, este es el dilema del liberal contemporáneo: si expresa muy poca fe en el mérito, parece traicionar al sueño estadounidense; pero si expresa demasiada fe, parece traicionar a quienes el sueño estadounidense dejó atrás –entre ellos, los hombres blancos sin estudios universitarios que, sintiéndose menoscabados, terminaron votando por Trump–.
¿Hay alguna salida? ¿Podemos mantener nuestra fe en la educación como el método más certero de ascenso social y al mismo tiempo evitar la arrogancia de quienes tienen estudios superiores?
Sí, siempre que estemos conscientes de que no se puede volver atrás: las soluciones no van a requerir menos fe en el mérito y la responsabilidad, sino más. La ofensa más profunda que las elites pueden infligir a los menos afortunados es dudar de que son capaces de conducir sus propias vidas. ¿Quieres irritar a los que no tuvieron la buena fortuna de ir a la universidad y conseguir un empleo bien remunerado? Trátalos como víctimas indefensas, tal como lo han hecho a menudo los políticos y activistas progresivos. Esa no es la manera de construir una sociedad de iguales.
Las universidades también tienen que tomar el mérito más en serio. Se puede acusar a Harvard, con razón, de ser demasiado woke, pero más grave es la acusación de que ha sido insuficientemente meritocrática. No es coincidencia que en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, los hijos del 1% más rico superen en número a quienes provienen del 50% de abajo de la distribución de ingresos. Esto se mantiene así debido a que en las admisiones se da preferencia a los hijos de los exalumnos y a los atletas que practican deportes de élite como el remo o el squash.
También debe desaparecer la absurda brecha que existe en el estatus de los empleos manuales y los de cuello y corbata. Y puede desaparecer porque no siempre fue así. Yo soy hijo de académicos. Una de las primeras cosas que me sorprendió cuando llegué a Estados Unidos, hace muchos años atrás, fue que el plomero que vino a arreglar el inodoro no se mostró mayormente impresionado por la familia que lo había contratado. Su automóvil era más grande que el nuestro y, a juzgar por lo que cobró, ganaba bastante más que mi padre, profesor universitario.
En los últimos 25 años la tecnología cambió esta situación: los oficinistas con conocimientos de Word y Excel pasaron a recibir remuneraciones más altas que cualquier plomero o electricista. Pero es muy probable que en los próximos 25 años la tecnología opere en la dirección opuesta. La inteligencia artificial recopilará jurisprudencia mejor que el mejor asistente legal, interpretará los resultados de los exámenes mejor que el mejor radiólogo y codificará mejor que el mejor programador. En contraste, se remunerará cada día mejor a quien pueda reparar las cañerías o cuidar a un pariente de avanzada edad.
Asimismo, un poco de honestidad ayuda mucho a reducir el problema de la arrogancia. Yo fui profesor de Harvard, y es larga la lista de los golpes de suerte que me permitieron llegar ahí. No decirlo sería violar el lema de Harvard: veritas, es decir, verdad.
Traducción: Ana María Velasco
El autor
Andrés Velasco, exministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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