Publicado: noviembre 3, 2025, 10:00 pm
Retrocedamos en el tiempo hasta un día cualquiera de hace más de dos millones y medio de años. En algún punto del África oriental, quizás cerca de las orillas del lago Turkana o en las colinas de Olduvai , un antepasado nuestro manipula una piedra. No hay plan, no hay intención creadora. Tal vez intenta romper un fruto, abrir una raíz o simplemente descarga su frustración contra un hueso duro. Lo cierto es que, al golpear, un trozo del canto rodado se desprende dejando un filo inesperado. La piedra, ahora cortante, brilla al sol. Y en ese instante -imposible de registrar, pero decisivo- nace el primer invento de la humanidad. Este episodio, repetido incontables veces hasta que alguien reconoció su utilidad, marca un hito silencioso que transformó para siempre la relación del ser humano con el mundo. Fue un invento azaroso, pero también el comienzo de la técnica , de la inteligencia práctica y, si se quiere, de la cultura. Aquella lasca de piedra fue la primera herramienta y el primer testimonio de que la mente humana estaba empezando a fabricar su destino. En los yacimientos de Gona (Etiopía) se han encontrado las que se consideran las herramientas más antiguas conocidas: simples lascas desprendidas de núcleos de piedra. No son cuchillos ni hachas, sino fragmentos afilados tan elementales como efectivos. En las mismas capas se han encontrado huesos de antílopes con marcas de corte, señal de que esos utensilios se usaron para carnicería. Aquellos primeros artesanos pertenecían al género Australopithecus o, quizás, a los primeros Homo habilis. No sabían, por supuesto, que estaban inaugurando la historia tecnológica. Solo habían comprendido que una piedra rota en la forma adecuada servía para algo que sus manos y dientes no podían hacer. Con eso bastó para iniciar la revolución más larga de la humanidad: la edad de la piedra. Lo fascinante de este primer invento no es tanto el objeto en sí, sino el cambio cognitivo que implicó. Por primera vez, una criatura no se limitaba a usar lo que la naturaleza le ofrecía, sino que la modificaba para obtener una ventaja. Se trata de un salto mental enorme: la noción de que se puede transformar el entorno mediante una acción deliberada. Algunos arqueólogos hablan del «momento Prometeo»: el instante en que la humanidad descubrió que el mundo es moldeable. Desde entonces, toda herramienta -del hacha de mano al teléfono móvil- es, en el fondo, una variación de aquel gesto primero de golpear la piedra. La invención de la lasca tuvo consecuencias que van más allá de la mera utilidad práctica. Tallar piedra exige coordinación motora, planificación y atención. Los músculos de la mano y del antebrazo se volvieron más hábiles, y el cerebro amplió sus capacidades de control fino. No es casual que el desarrollo de la industria lítica coincida con la expansión del cerebro humano. Las manos empezaron a enseñar al cerebro nuevas formas de pensamiento. Tallar una piedra no es solo golpear: implica prever dónde se desprenderá la lasca, calcular el ángulo, ajustar la fuerza. Es un ejercicio de anticipación mental, una forma primitiva de geometría aplicada. Cada golpe era una lección en física empírica. El filo improvisado derivó pronto en herramientas cada vez más elaboradas. De las simples lascas se pasó a los núcleos tallados deliberadamente, y de ahí a los bifaces del Homo erectus, verdaderos prodigios de simetría y habilidad manual. El azar, que a menudo se asocia con la improvisación o el desorden, fue en este caso el maestro supremo. Nos enseñó que los descubrimientos nacen muchas veces de lo inesperado, que un error puede ser una puerta y que la inteligencia consiste en reconocer oportunidades allí donde otros solo ven accidentes. En la lasca que abrió la carne de un animal hace más de dos millones de años está contenido todo: la cocina, la cirugía, la escultura y la ciencia. Gracias a ella, comenzamos la larga aventura de transformar la tierra, de imaginar, de crear. La verdadera hazaña de aquel remoto antepasado no fue inventar una herramienta, sino inventarse a sí mismo como ser capaz de inventar. Y todo comenzó con una piedra rota.
