Publicado: noviembre 2, 2025, 4:00 pm
España y México, dos países adultos e importantes, a falta de tiempo para intentar sacar mejor partido de sus relaciones diplomáticas, culturales y económicas, están enfrascados en el juego infantil del perdón. «Tú me perdonas y yo te perdono». Recordando los orígenes de esas trivialidades nos retrotraemos a los tiempos bíblicos y al perdón de los pecados, que, dicho sea de paso, todos cometemos. Perdonar es un juego de propósitos éticos y morales tan viejos y manoseados que ya ni en el sexto mandamiento dan nada de sí.
Lo que es menos frecuente en lo que queda de esta acostumbre es pedirse perdón recíproco. En el caso de México, la iniciativa, con pinta algo camorrista, fue de un expresidente –incapaz de frenar o disfrazar la ola de asesinatos que asolan el país para la cual sí sería oportuno el pedir perdón– que tiene dos apellidos de evidente corte maya o Xicoténcatl, López Obrador, tan dignos y respetables, aunque sin precedentes de conquistadores españoles. Quizás para disimular su ascendencia culpable sumó su nombre de pila, Andrés Manuel, a los apellidos, haciéndose llamar AMLO, que es más exótico y se escribe con mayúsculas, y no como Acamapichtli.
Es ridículo que dos países así, habitados por ciudadanos respetuosos, cultos y amigos, recurran a trucos tan ridículos que cuando echan mano de su pasado dejan en evidencia su poca herencia de miras. Por más que intento recordar, no consigo ver un caso similar en tiempos tan recientes. Entre Estados independizados en el pasado siglo pueden entenderse reivindicaciones administrativas y superadas por la modernización. Pero un empeño como el de AMLO no se vislumbra en ningún país desarrollado. Y la realidad es que ninguno carece de antecedentes colonialistas en las dos direcciones. Y que se sepa, ni California ni Arizona han pedido todavía perdón a Trump.
Sin necesidad de remontarse tantos años como en las relaciones entre España y México, el propio México actual rebosa en su historia de luchas internas y actuaciones coloniales entre sus pueblos. A España serían otros los países y pueblos que podrían implorarle algo parecido, si es que tanto lamentan cómo han sido incorporados al resto del mundo en el que ahora se encuentran satisfechos. España mismo también podría entretenerse en pedir perdón a los romanos, a los fenicios, cartagineses, árabes y hasta a los franceses en los tiempos napoleónicos, aunque valora la herencia, empezando por la lingüística que nos legaron.
Pero eso ni al presidente Sánchez se le ha ocurrido para distraer la atención de tantos problemas políticos como enfrenta. Fue su poco brillante ministro de Exteriores el que para zanjar el asunto dijo un par de frases, normales, aunque pronunciadas bajo exigencia, susceptibles de salvar semejante mezquindad y tan ridículo embrollo. La nueva presidenta de México parece que lo empieza a dar por cierto, carece de apellido español, lo está comprendiendo mejor.
