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Querer el pastel y comérselo también

Publicado: octubre 30, 2025, 5:00 am

Durante décadas, la relación aérea entre México y Estados Unidos simbolizó el éxito de un modelo de apertura que, con todas sus imperfecciones, sostuvo el crecimiento económico mexicano. Décadas después, lo que ha salvado estructuralmente a México son precisamente los tratados de libre comercio firmados por los presidentes Carlos Salinas y Ernesto Zedillo con Estados Unidos y Europa. A pesar de la retórica nacionalista, ese modelo funcionó y demostró sus capacidades, también sus debilidades. Hoy, ese andamiaje enfrenta una nueva amenaza: una ola de nacionalismo regulatorio que cruza la frontera en sentido inverso.

La reciente decisión esta semana del Departamento de Transporte de Estados Unidos de cancelar 13 rutas de aerolíneas mexicanas, la carga aérea desde el AICM y congelar la expansión desde el Aeropuerto de Santa Lucía (AIFA), la joya de la corona de López Obrador, no es un hecho aislado. Es parte de una agenda más amplia del gobierno de Donald Trump, que está utilizando la regulación como herramienta de poder económico y político. El secretario de Transporte, Sean Duffy, argumenta que México violó el acuerdo bilateral de 2015 al restringir vuelos estadounidenses y transferir la carga aérea al AIFA.

Detrás de esa frase hay una lógica más profunda. En apenas unos meses, la nueva administración republicana ha lanzado una ofensiva regulatoria que va mucho más allá de la aviación: sanciones financieras contra bancos mexicanos bajo el FEND Off Fentanyl Act, medidas de control energético y advertencias comerciales a socios estratégicos. Washington ha comprendido que el poder ya no se ejerce solo mediante aranceles o sanciones, sino a través de permisos, licencias y normas técnicas.

Lo paradójico es que, mientras Estados Unidos aplica un nacionalismo económico mediante la regulación, México insiste en un nacionalismo retórico que depende, para sobrevivir, de la apertura comercial que tanto critica. El gobierno quiere el pastel y comérselo también. Quiere mantener ese discurso nacionalista, pero a la vez atraer inversiones privadas. Se enarbola el discurso de soberanía, pero se sostiene gracias a los mismos tratados de libre comercio que se descalifican políticamente. Esa tensión define el momento actual: una política exterior mexicana sin brújula clara frente a un socio que ya transformó las reglas del juego.

Las implicaciones de esta nueva agenda son profundas. La primera es asimétrica: Estados Unidos puede escalar medidas regulatorias en aviación, banca o energía con un costo político mínimo. México, en cambio, carece de herramientas equivalentes, así que usa la narrativa que apela a un nacionalismo ya caduco. La segunda es sistémica: Washington está sentando precedentes que podrían replicarse en toda América Latina, especialmente en sectores donde el cumplimiento normativo es débil. Y la tercera es estructural: la política comercial estadounidense ya no busca abrir mercados, sino controlarlos.

México necesita menos declaraciones y más estrategias de defensa regulatoria, coordinación institucional y anticipación de escenarios. El poder del siglo XXI no se mide por tarifas o aranceles, sino por la capacidad de diseñar reglas y hacer que los demás las acaten. Si México no fortalece su diplomacia económica y técnica, quedará atrapado en su nacionalismo.

En los noventa, la apertura fue la tabla de salvación de México. Hoy, el reto es más complejo: preservar su inserción global sin caer en la trampa de los discursos vacíos ni en el sometimiento silencioso.

Porque en esta nueva era del poder regulatorio, los países no pierden soberanía por firmar tratados, sino por no entender las reglas que los rigen.

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