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La estupidez, parte del Humanismo Mexicano

Publicado: octubre 5, 2025, 6:00 pm

“El poder de uno necesita la estupidez del otro.” — Dietrich Bonhoeffer.

Quiero ser claro en mi manera de pensar, pienso que la estupidez no es ausencia de inteligencia, sino renuncia a la conciencia. En México, en pleno 2025, la estupidez no es una broma ni un insulto. Es una enfermedad cultural sistémica y lo digo con holismo. Se ha convertido en una forma de ceguera colectiva que nos impide ver lo evidente: somos un país que no se autodestruye y autosabotea solo por la maldad de unos cuantos, sino por la indiferencia, el silencio y la obediencia acrítica de la mayoría. Por la alienación colectiva escondida en la ignorancia.

La estupidez funcional —esa que Bonhoeffer (cristiano alemán de la resistencia antinazista) denunciaba en los años cuarenta— ha mutado aquí en un sistema social, político y económico que se sostiene en la renuncia a pensar, en el conformismo, en la complicidad.

Desde mi experiencia como desarrollista humano y líder humanista, sé que la estupidez no es falta de inteligencia, sino abandono del juicio ético. Es la decisión de callar para no incomodar, de obedecer sin preguntar, de repetir lo que no se comprende. Lo he visto en familias empresarias, en instituciones públicas, en la educación, en la política y sus funcionarios y en la economía. Lo he visto en mí, en nosotros, en el país que amo. Lo digo con verdad, franqueza y responsabilidad.

Y por eso escribo: porque callar ante esta renuncia colectiva sería convertirme en cómplice. No más. Es el momento de convertirnos en activistas estratégicos, en un empresariado con dignidad proactiva y responsable, con política real (de servicio) y compromiso para reconstruir nuestro tejido social.

México no sufre por falta de talento ni de recursos; sufre porque la conciencia está en huelga. Porque hemos hecho del autoengaño una virtud nacional. Lo disfrazamos de humor, de “ingenio mexicano”, de “así somos”. Y mientras reímos, el país se desangra.

Por eso, como dijo Bonhoeffer: “La estupidez es un enemigo más peligroso del bien que la maldad.” Hablemos de lo que nos duele, sin miedo, con objetividad y adultez lúcida. Leamos algunos ejes que muestran la estupidez en la que nos hemos abandonado.

Desigualdad, discriminación y marginación

La estupidez social se alimenta de desigualdad.

La ENADIS 2022, elaborada por el INEGI, revela que 23.7% de la población mexicana ha sido discriminada recientemente; las mujeres la viven más que los hombres. Y aunque el coeficiente de Gini (el índice que mide la desigualdad económica en la distribución de ingresos de una población, variando entre 0 y 1.) bajó a 0.401 en 2024, las brechas estructurales persisten: la pobreza multidimensional alcanza casi 30% de la población, y la extrema 5%.

El Economista aquí ha documentado que la aparente mejora estadística se debe más a transferencias sociales que a desarrollo real. Yo pienso que existe un subregistro –como es común– en todos nuestros datos.

La desigualdad no es solo económica; es moral, es espiritual y cultural. Nos hemos acostumbrado a pensar que unos “valen” más que otros. A justificar la exclusión con frases como “el que quiere puede”, “los pobres son flojos” o “en México levantas la mano y tomas un fruto”.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu lo explicó hace décadas: los sistemas de poder se perpetúan no solo por la fuerza, sino por el habitus, por las creencias que nos hacen aceptar nuestro lugar. Hemos construido narrativas estúpidas que disfrazamos de orgullo y nacionalismo.

Cuando una sociedad normaliza la humillación, instala la estupidez como política pública. Y la economía lo resiente: un país que margina talento, diversidad y regiones enteras, mutila su propio desarrollo humano.

Amartya Sen —Premio Nobel y autor del enfoque de capacidades— diría que no hay libertad sin oportunidades reales. La desigualdad es una forma de analfabetismo moral, o sea, ignorancia colectiva.

No hay crecimiento posible donde la dignidad se convierte en privilegio.

Violencia e inseguridad sistémica

Pocas fuerzas son tan peligrosas como la estupidez organizada, y para muestra basta un botón. México registró más de 15,000 homicidios dolosos solo en el primer semestre de 2024. Según datos citados por El Economista, más del 58% de la población considera insegura su ciudad. La violencia no es ya un fenómeno: es un modo de existencia.

En las últimas cuatro he tenido una escucha –impotente– de seis asaltos con violencia, una extorsión irracional, maltrato familiar, encarcelamiento injustificado. ¿Qué nos pasa? Todo lo anterior de gente cercana y que estimo. ¿Cómo andan tus estadísticas?

La estupidez organizada es la que confunde fuerza con autoridad y miedo con orden. Es la que convierte la impunidad en costumbre. Y aquí radica la tragedia: cuando la violencia se normaliza, la ciudadanía deja de indignarse. Es el comienzo de una posible degradación como nación.

Byung-Chul Han, filósofo coreano-alemán, afirma que vivimos en una sociedad del rendimiento, donde la violencia ya no necesita látigos; se vuelve autoimpuesta. En México, esa violencia estructural está tatuada en la cotidianidad: en los feminicidios impunes, en los periodistas asesinados, en los desplazados que nadie cuenta, en el aumento preocupante de enfermedades y trastornos mentales.

Aristóteles recordaba que la política auténtica es “la búsqueda del bien común”. El servir a la población antes del interés –macabro– personal. Nuestra política actual se parece más a una administración del miedo y desde ahí, la alienación y obediencia colectiva.

El costo económico de la inseguridad supera 4.8% del PIB, según el Instituto para la Economía y la Paz; pero el costo humano es incalculable: generaciones que crecen creyendo que vivir con miedo es normal, vidas que prometían futuro, han sido enterradas involuntariamente.

Y mientras tanto, repetimos frases estúpidas: “Así es México”, “que se cuiden solos”, “el que nada debe nada teme”. Se ha convertido en una jungla llena de depredadores furtivos, inconscientes de las consecuencias.

La violencia organizada sólo puede prosperar en una sociedad que ha renunciado a pensar, nombrar y confrontar su dolor.

Demagogia, alienación y polarización social

Bonhoeffer advirtió que el mal puede ser enfrentado, pero la estupidez… solo puede ser liberada y como ejemplo les digo que la polarización mexicana no nació en redes sociales: nació en la cultura de la obediencia y la demagogia que tiene años. No es el algoritmo, es el conformismo.

La demagogia ofrece seguridad emocional a cambio de pensamiento crítico. Nos da un “ellos/as” y un “nosotros/as”, una narrativa que tranquiliza el miedo, la angustia y la falsa verdad.

Bonhoeffer, en Cartas desde la prisión, escribió: “Contra la maldad se puede protestar; pero la estupidez no. La razón cae en oídos sordos.”

Vivimos entre gritos y etiquetas. La inteligencia emocional del país se fractura cada día. Repito, ¿Qué nos pasa?

Zygmunt Bauman —crítico de la modernidad líquida— diría que hemos convertido el diálogo en espectáculo: debatimos para vencer, no para comprender.

Y lo más grave es que esta polarización tiene rentabilidad política y mediática. El país se parte en bandos, y mientras discutimos, la desigualdad crece, el bosque se seca, los hospitales colapsan. Y todavía hay gente y funcionarios que se esconden detrás del mensaje de “LA NACIONALIZACIÓN”.

El “ingenio mexicano” se vuelve excusa: el alambrito, el chiste, la burla al sistema. El humor, que debería sanar, se convierte en anestesia, en drogas.

Byron Good, antropólogo médico, recuerda que el sufrimiento solo se cura cuando se nombra. Y nosotros preferimos el meme y el deslizamiento digital “scroll” a los libros, a la conciencia y el AUTOCUIDADO.

La demagogia no solo empobrece el lenguaje: empobrece el espíritu público. Estamos perdiendo nuestra esencia.

Clasismo: política, empresa y pobreza

El clasismo mexicano no se limita a las diferencias de ingreso. Es un sistema de valoración humana. Es violencia hipócrita.

Según el INEGI, 56% de la población se considera “clase baja”, 42% “media” y apenas 1% “alta”. Pero en realidad, la frontera no es económica, sino simbólica: quién tiene voz, quién tiene acceso, quién merece respeto. En otras palabras “soy compadre o comadre del cacique.”

El clasismo es una estupidez elegante: sonríe mientras excluye.

Lo veo en los consejos empresariales, donde se confunde mérito con apellido; en la política, donde se premia la lealtad antes que la preparación; en la vida cotidiana, donde se desprecia al trabajador/a pero se celebra su sacrificio.

Joan Tronto, filósofa del cuidado, sostiene que la justicia comienza con reconocer la vulnerabilidad ajena. Si las élites mexicanas no recuperan esa capacidad empática, el país seguirá fragmentado, descarrilado y roto.

Raj Sisodia, impulsor del capitalismo consciente, insiste: “las empresas que no cuidan, no perduran”. Y nuestro país, bajo la narrativa del bono o compensación emocional, ha creado una sutil forma de explotación con abuso y aprovechamiento de la necesidad y desigualdad económica. Insisto, ¿Qué nos pasa?

El clasismo no solo hiere: encarece. Una sociedad que desprecia a la mayoría se vuelve económicamente inviable.

Y sin embargo, seguimos escuchando frases absurdas: “la gente de pueblo no entiende”, “si es pobre, que se aguante”, “lo político no es para cualquiera” o “en este país quien quiera salir de la pobreza, trabajando, lo logra.”

La estupidez de clase no radica en el privilegio, sino en la negación de la interdependencia.

Aristóteles lo llamaría pérdida de philia: del lazo social que sostiene la polis (armonía colectiva).

Sin Estado de derecho: arbitrariedad y destrucción institucional

La estupidez institucional es la que confunde poder con impunidad.

México acumula más de 100,000 desaparecidos reconocidos por el Registro Nacional. Según informes citados por El Economista y la CNDH, más del 94% de los delitos no se denuncian o no llegan a sentencia.

Vivimos bajo la ley de la excepción: donde la justicia depende del contacto y la arbitrariedad del poder.

Cuando Bonhoeffer hablaba de la “renuncia a la conciencia”, describía precisamente esto: la obediencia ciega al sistema aunque sepamos que está roto.

Patricia Werhane, especialista en ética empresarial, sostiene que la corrupción es siempre un fenómeno sistémico: florece donde el pensamiento se subordina al miedo, al abuso y al poder.

La posible desaparición del CONEVAL —como se ha discutido en 2025— simboliza ese deterioro. Sin evaluación autónoma, el país pierde su espejo moral.

La “nacionalización” del sector salud –como se ha discutido en los últimos tres años– es un absurdo incongruente. Han comprado todo de tecnología extranjera. El nombre es una estrategia dogmática.

Y lo que se pierde después es la confianza.

Michael Sandel lo explicaría como el precio de una meritocracia falsa: cuando las instituciones prometen igualdad, pero operan desde el privilegio.

El Estado sin derecho no es ausencia de leyes; es exceso de simulación.

Por eso, como nación, nos volvemos cómplices: preferimos no meternos, “no hacer olas”, “dejar que otros arreglen”.

La estupidez jurídica, institucional o administrativa se vuelve sentido común.

Administración pública sin preparación ni vocación social

Una república que no valora la competencia ni la formación se condena a improvisar.

Aristóteles, en su Política, definía la virtud del gobernante como phronesis: sabiduría práctica orientada al bien común. Lo que no se parece nada a lo que sucede en la actualidad mexicana.

Hoy tenemos –sin generalizar– funcionarios sin preparación, sin vocación de servicio, que confunden gestión con propaganda.

El Economista ha señalado que en la administración pública mexicana más del 60% de los cargos directivos son asignados por afinidad política y no por méritos técnicos. Esto explica el caos en la implementación de políticas de salud, educación y medio ambiente. Mientras tanto, en los niveles gerenciales o menores se esfuerzan por dar los resultados que demanda la población y se queman hasta la despersonalización… eso sí, con la renuncia por adelantado en la mano.

Carl Rogers, padre de la psicología humanista, enseñaba que el liderazgo auténtico surge de la congruencia. Sin autenticidad, toda gestión es manipulación.

Y lo mismo vale para la política: quien busca el poder sin servicio se convierte en funcionario de su propio ego.

La falta de preparación no solo cuesta ineficiencia: cuesta vidas. Durante la pandemia, la improvisación institucional dejó miles de muertes evitables.

En salud pública, la ausencia de especialistas y la falta de medicamentos no es un accidente: es el reflejo de una administración sin proyecto humano. Es una enfermedad terminal sistémica.

Jean-Paul Sartre advertía que “somos responsables incluso de lo que no elegimos”, porque nuestra inacción también configura el mundo y cada nombramiento sin mérito, cada presupuesto mal asignado, cada silencio cómplice, nos hace corresponsables.

La estupidez burocrática no consiste en no saber, sino en no querer aprender.

La esperanza de ser la quinta economía del mundo

En el discurso político mexicano, la promesa de ser “la quinta economía del mundo” funciona como mantra. Se repite cada sexenio, desde el expresidente José López Portillo hasta la presidenta Claudia Sheinbaum, como si la grandeza económica pudiera decretarse. Pero detrás de ese eslogan se esconde una estupidez estructural: creer que crecer en cifras basta para prosperar en humanidad.

El Economista recordaba recientemente que, aunque México escaló posiciones en comercio internacional, la desigualdad y la baja productividad laboral siguen siendo su talón de Aquiles. El crecimiento sin justicia social es, en palabras de Amartya Sen (economista indio), un progreso sin libertad.

La ilusión de potencia mundial distrae de lo esencial: la educación deficiente, la violencia, la corrupción, la crisis ambiental, la falta de salud pública. Se proyecta un país macroeconómico mientras se desatiende al país humano. Aristóteles lo llamaría pérdida de telos: de propósito moral.

La verdadera economía —como enseña Raj Sisodia desde el capitalismo consciente— no se mide por el PIB, sino por la capacidad de un pueblo de cuidar y ser cuidado. México no será potencia si no es compasivo si no comienza a cuidarse. El AUTOCUIDADO es una postura política, filosófica, social y espiritual, no comprenderlo es involución.

Desertificación, deforestación y crisis hídrica

El país se seca, literal y moralmente.

La CONAGUA advierte que más del 70% del territorio nacional sufre algún grado de sequía; la sobreexplotación de acuíferos compromete el futuro de nuestras ciudades. El Economista publicó en abril de 2025 que veinte estados enfrentan estrés hídrico severo, y que la pérdida forestal anual equivale a más de 250,000 hectáreas.

La crisis ecológica es también una crisis ética. Hemos tratado a la naturaleza con la misma indiferencia con que tratamos la desigualdad: como si fuera ajena.

Riane Eisler, defensora de la cultura del cuidado, afirma que una civilización se mide por cómo cuida lo que la sostiene. En México, la estupidez ambiental consiste en creer que el agua es inagotable y que el bosque es obstáculo del progreso. Que el turismo es la base de nuestra economía y requiere de grandes cadenas hoteleras a costa de nuestros arrecifes.

Frederic Laloux –referente en consultoría empresarial–, al proponer organizaciones evolutivas, recordaba que toda institución sana respeta el ritmo del ecosistema al que pertenece. La economía mexicana, al ignorar su biología, erosiona su esencia.

La desertificación no sólo degrada la tierra: degrada el espíritu. Cada árbol talado sin conciencia es una renuncia a la vida.

Insalubridad: sin acceso, sin especialistas, sin esperanza

Uno de los rostros más dolorosos de la estupidez institucional es el abandono de la salud pública.

Según datos publicados por El Economista en julio de 2025, casi la mitad de la población mexicana carece de seguridad social. Una de cada tres personas no tiene acceso a servicios de salud, y la carencia de medicamentos esenciales es cotidiana.

El exceso de mortalidad posterior a la pandemia —alrededor de 788, 000 muertes entre 2020 y 2022— no fue sólo efecto del virus, sino del sistema: hospitales sin insumos, personal agotado, decisiones improvisadas.

Byron Good, antropólogo médico, explica que la salud es siempre una experiencia moral. Yo pienso que es el reflejo de nuestro autoconcepto personal y colectivo. Cuando el Estado falla en garantizarla, enferma la confianza colectiva pero cuando el AUTOCUIDADO es nulo, la negligencia e incongruencia sistémica emerge como epidemia y se esconde en la culpa de papá gobierno o la madre patria.

Y aquí, la estupidez se traduce en frases como “la salud pública es lo que alcanza” o “si quieres buen médico, págalo tú” o “afortunadamente ya contamos con consultas en farmacias de conveniencia”.

He dedicado mi vida a fortalecer un sistema sanitario más humano; sé que la excelencia médica sin ética de cuidado es sólo técnica vacía. La política pública actual está orientada a satisfacer intereses políticos más que necesidades de salud poblacional.

Sin salud no hay productividad, ni educación, ni esperanza económica.

Carl Rogers lo habría dicho así: toda relación de ayuda empieza por la empatía; sin ella, no hay curación posible. La empatía mexicana es cuestionada por la estupidez sistémica en la que está inmersa.

Analfabetismo social y control de masas

El analfabetismo más peligroso no es el de la lectura, sino el de la conciencia.

México carga con un rezago educativo estructural: según la OCDE, siete de cada diez estudiantes no alcanzan niveles mínimos en lectura y matemáticas. Pero lo más grave no es la nota, sino el modelo: una educación diseñada para obedecer, no para pensar.

Gert Biesta, filósofo de la educación, propone enseñar para la subjetividad responsable, no para la mera funcionalidad. Nuestra escuela, sin embargo, sigue premiando la sumisión y castigando la curiosidad.

La estupidez educativa produce ciudadanos que consumen mensajes sin analizarlos, que repiten consignas políticas o religiosas sin reflexión.

Michael Sandel advertía que la democracia muere cuando el mérito reemplaza al sentido moral. Y James Bugental, psicólogo existencial, sostenía que la vivencia plena sólo nace del pensamiento crítico.

El resultado económico es devastador: baja productividad, innovación raquítica y un mercado laboral que castiga la creatividad.

Una nación que no enseña a pensar se condena a obedecer. Vuelvo a repetir ¿Qué nos pasa?

Migración y la ilusión de la oportunidad estadounidense

Cada año, más de 600,000 mexicanos cruzan hacia Estados Unidos, según datos de 2025. Muchos no huyen sólo de la pobreza, sino de la desesperanza. Somos un estado fallido y con tristeza, la gente busca una “mejor opción de buen vivir”… terminan marchando al norte.

La migración no es un fracaso individual: es síntoma de un país que no cuida a su población. Si quieres conservar algo, hay que cuidarlo y no pareciera que amamos a nuestra gente. Se nos está yendo. ¿Nacionalización?

Maristella Svampa, socióloga latinoamericana, habla de “exilio interior”: cuando las personas, antes de migrar físicamente, ya se han ido emocionalmente de su nación. Ese es el drama mexicano: millones de jóvenes que, aun viviendo aquí, ya no creen en México y el resultado se traduce en resentimiento social.

Simone de Beauvoir escribió que “convertirse en sujeto es un acto de resistencia”. De forma instintiva, la gente que migra busca ser sujeto en lugar de ser tratado como objeto marginado, explotado, maltratado y además en condiciones de supervivencia.

La migración, en ese sentido, es resistencia ante la estupidez estructural: ante un sistema que promete futuro y ofrece abandono. Pero también revela nuestro fracaso como país: si la prosperidad se busca fuera, la nación se vacía por dentro.

La economía mexicana se sostiene, paradójicamente, con las remesas: más de 65,000 millones de dólares anuales, el ingreso más alto de su historia. No son logros: son heridas monetizadas.

La protección narcosocial

Quizá la forma más peligrosa de la estupidez mexicana sea la alianza inconsciente con el crimen. En muchas regiones, el narco ofrece lo que el Estado niega: empleo, pertenencia, sentido.

El fenómeno es complejo, pero su raíz es clara: ausencia de comunidad. Cuando el tejido social se destruye, la delincuencia se vuelve proveedor de identidad.

Murray Bowen, teórico de sistemas familiares, diría que hemos fusionado el miedo con la lealtad. La gente protege al violento porque teme quedarse sola, teme a ser asesinado y ahí surge el derecho de piso. Una renta para sobrevivir… y nuevamente surge la frase “ser mexicano es ser RESILIENTE, somos gente de crisis, nacimos en ellas y eso nos hace fuertes.”

Y esa es la paradoja: la estupidez narcosocial no nace del mal, sino de la necesidad.

El costo económico del crimen organizado —según el INEGI— supera los 4.5 billones de pesos anuales. Pero el costo moral es infinitamente mayor: niños que crecen admirando al sicario más que al maestro, comunidades que celebran al capo y desprecian al doctor.

Albert Camus, filósofo del absurdo, proponía rebelarse sin odio. México necesita una rebelión lúcida: ni punitiva ni ciega, sino regeneradora.

Síntesis: el rostro de la estupidez mexicana

Cuando se cruzan estos doce ejes —desigualdad, violencia, polarización, clasismo, arbitrariedad, improvisación, espejismo económico, degradación ambiental, insalubridad, analfabetismo, migración y narco-protección— aparece una nación que ha confundido el ingenio con sabiduría y la resignación con virtud.

Dietrich Bonhoeffer lo vio venir: la estupidez no se cura con conocimiento, sino con conciencia. México es un país de inmenso talento humano atrapado en estructuras mentales que lo limitan.

Zygmunt Bauman nos recordaría que la modernidad líquida disuelve vínculos; nosotros debemos volver a cohesionarlos con confianza y propósito.

Riane Eisler insistiría en la “cultura de la asociación”: pasar del dominio al cuidado. Yo pienso que debemos lograr que el AUTOCUIDADO sea una renovada postura soberana.

Y Amartya Sen concluiría que el desarrollo es libertad, pero sólo si se ejerce con responsabilidad. Para ello, hay que abandonar la estupidez mental, emocional y estructural.

Propuestas para la lucidez

Superar la estupidez mexicana no es tarea moralista, sino política (personal, como lo dijo Aristóteles hace milenios).

Implica AUTOCUIDADO y transformar la educación, rescatar las instituciones, profesionalizar la gestión pública y reconstruir la economía desde la ética.

Pero, sobre todo, implica un cambio de conciencia colectiva.

Pensar como acto cívico. | Educar para el discernimiento, no para la obediencia. Hacer del pensamiento crítico una política pública.

  1. Recuperar la ética del cuidado. | Como enseñan Joan Tronto y Riane Eisler, cuidar no es debilidad: es estructura de supervivencia. La empresa familiar mexicana puede ser laboratorio de ese cambio.
  2. Profesionalizar el Estado. | Convertir la función pública en vocación, no botín. La phronesis aristotélica aplicada a la gestión moderna.
  3. Revalorar la verdad. En tiempos de manipulación, la verdad es revolucionaria. El periodismo responsable, como el que impulsa El Economista, debe ser aliado del pensamiento lúcido.
  4. Promover una economía del bienestar. | Raj Sisodia y Frederic Laloux nos invitan a medir la prosperidad por la plenitud humana, no sólo por el capital.
  5. Practicar la rebeldía empática. | Albert Camus lo decía: el verdadero rebelde es quien dice no a la injusticia sin renunciar al amor. México necesita esa rebeldía.

La reforma de la lucidez

No escribo desde el pesimismo. Escribo desde la urgencia del amor. He visto a este país renacer muchas veces: después de terremotos, pandemias, quiebras y traiciones.

Sé que debajo del ruido, hay una conciencia que late. Pero debemos atrevernos a pensar, incluso si pensar duele. A mirar sin drogas –metafóricamente hablando– las grietas del espíritu y esencia mexicana. A no confundir prudencia con cobardía ni silencio con paz.

La estupidez no se combate con insultos, sino con lucidez, con amor por el bien común.

Cada persona que decide reflexionar antes de repetir, que cuestiona antes de obedecer, que actúa con ética aunque pierda privilegios, reconstruye México.

Bonhoeffer escribió desde una celda que “la libertad interior es el principio de toda resistencia”. Yo creo que esa libertad es hoy nuestro deber patriótico.

La dualidad del Humanismo Mexicano es una realidad, no verla es un autoengaño. Develarla, comprenderla y aceptarla nos hará cambiar y evolucionar como nación. Con liderazgo humanista, conciencia y el coraje de cuidar, este país puede volver a florecer.

Pero con estupidez, el futuro de México no será digno.

Abrazo esperanzador en letras.

* El autor es Doctorante en Desarrollo Humano, Universidad Motolinía del Pedregal, México; Master en Desarrollo Humano, Universidad Iberoamericana, México; Master ejecutivo en Liderazgo Positivo Estratégico, Instituto de Empresa, España. Licenciado en Comunicación Gráfica y Columnista en El Economista.

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