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Leyendo a Daniel P. Schreber: cómo narrar la enfermedad mental

Publicado: septiembre 14, 2025, 7:30 pm

Mi mejor amigo, Diego, es médico. Y como yo, padece una de las peores enfermedades psiquiátricas: el trastorno generalizado de ansiedad. No hago menos cualquier otra enfermedad psiquiátrica, todas son horribles, pero la ansiedad descolla como un mal que parece normalidad. Se esconde a plena vista.

Diego me dio la mejor descripción de un ataque de ansiedad: es como morir sin morir. Los pacientes agónicos sienten que se les va el alma, su terror ante la muertes va creciendo, la respiración agitada, los temblores en el cuerpo. Los pacientes ansiosos sienten todo eso. La diferencia es que los moribundos mueren y, desde luego, sanseacabó. En el caso del ansioso, en especial si es el primer ataque, el miedo crece, se confunde con un infarto o algo peor —uno se va inventado teorías para explicar el terror, un infarto es la más socorrida—y sólo se detiene con ejercicios de respiración o de plano ansiolíticos. Dios bendiga al genio que inventó el Rivotril.

Acabo de tener un ataque de pánico (o sea, un ataque de ansiedad, los términos son intercambiables) hace unos días. Mi propia psiquiatra me ha descrito como “panicosa”. Tengo esa tendencia a hacer drama.

El jueves, mientras veía el Thursday Night Football de la NFL, me empezó a doler el pecho. No quise darle mayor importancia, pensé que era por el frío, pero por ahí se fue alimentando el miedo. Raro: estaba muy tranquila, viendo en la tele algo que me gusta mucho, qué pasaba. El dolor se fue moviendo al brazo izquierdo y ahí llegó de plano el terror: seguro me está dando un infarto, llamen al médico, me muero. Me sudaban frío las manos; mi respiración, fuera de control; dolor generalizado en todo el cuerpo. “Tranquila, es ansiedad, tranquila, es ansiedad” me repetía como mantra. ¿Y si no? Me tomé la presión, por supuesto alterada.

Llamé a mi shrink para contarle lo que me pasaba. Diana, mi psiquiatra, estuvo al teléfono conmigo alrededor de cuarenta minutos; su presencia ayudó a controlar la situación. Con ejercicios de respiración fui sintiéndome mejor. El dolor desapareció.

Pero al día siguiente desperté de nuevo con ese chingado dolor en el pecho. Empecé a asustarme otra vez. El caso es que acabé en una clínica cercana donde los médicos confirmaron que a mi corazón no le pasaba nada y que, en efecto, se trató de una crisis de ansiedad.

Aunque por lo que narro pareciera que sí, esos ataques es que no tienen un aura o algo que lo prepare a uno. Al menos a mí no me pasa, simplemente me suceden. La respiración agitada, el pulso al cien, dolor en el pecho: va somatizándose el pánico. Sientes que te desmayas y no vas a despertar. Me pasó en mi casa, imagínense que pase en un lugar público. No se lo deseo a nadie.

Tengo un libro de cabecera cuando se trata de la ansiedad y en general de los males mentales. En Daniel P. Schreber me veo reflejada.

Schreber fue un abogado alemán del siglo diecinueve diagnosticado con una enfermedad para la que la psiquiatría de su época todavía no tenía un tratamiento eficaz. Se trataba de la esquizofrenia, aunque para sus médicos era un caso de hipocondría y de ciertos raptos religiosos. La solución de su tiempos eran las “clínicas de reposo”, el eufemismo para los hospitales psiquiátricos para gente adinerada.

Como forma de lidiar con su enfermedad, Schreber escribió un diario de su estancia en la clínica del Castillo de Sonnenstein y otros hospitales, así como su relación con los médicos, en especial con Paul Flechsig, eminente psiquiatra de ese tiempo que fue su médico tratante durante su estancia en diversas clínicas y sanatorios.

Aunque Schreber no tenía la intención de publicar sus memorias, como él mismo explica en el prefacio del tomo, sus diarios llegaron a manos de un editor que vio en ellos algo de valor. Primero circularon como un panfleto, pero pronto Scherber escribió una segunda y luego una tercera entrega. El libro se acabó titulando Memorias de un enfermo de nervios (en español publicado por Sexto Piso) y se convirtió de forma inesperada en un documento leído y comentado por personajes como Sigmund Freud y Jacques Lacan. El legado de esas memorias es el avance en el tratamiento de las enfermedades mentales y emocionales.

A Schreber, a la luz de la psiquiatría moderna, lo que le pasaba era la psicosis relacionada con la esquizofrenia. En su momento al abogado lo ingresaron por su incapacidad para dormir y su sensibilidad extrema al estrés de la vida diaria. Cada vez que una dificultad sucedía en su vida, Schreber recalaba en una clínica mental. Incluso terminó su vida en uno de esos hospitales.

Aunque Schreber tuvo una vida productiva —se casó y fue considerado un abogado brillante, incluso con influencia política—, la enfermedad mental lo asoló toda su existencia; su mal lo hizo caer en ataques cada vez más debilitantes. Sus estados psicóticos rozaban el misticismo: charlaba con la divinidad y llegaba a conclusiones espirituales de alto calibre. Un místico zen, por llamarlo de algún modo, en plena implosión.

Así como no le deseo a nadie la enfermedad mental, agradezco a los psiquiatras su trabajo: sin ellos, muchos de nosotros acabaríamos sin tratamiento, dejados a la mano de Dios y la bondad de nuestros cercanos. O la de los extraños, parafraseando a Tennessee Williams.

El sufrimiento de Daniel P. Schreber sirvió para que las generaciones de médicos que le siguieron tuvieran mayor sensibilidad a las enfermedades mentales, pero faltaba (y falta todavía) mucho conocimiento al respecto. Por ejemplo, nuestro Hospital de la Castañeda fue un proyecto moderno de la época de Porfirio Díaz. Se vio como un gran avance que pronto se convirtió en una cárcel de indeseables: lo mismo internaban a psicóticos y pacientes con un mal mental legítimo que a homosexuales o presos políticos. De la mente sabemos aún tan poco. La Casteñada dejó una herencia: cómo no manejar un hospital psiquiátrico. A veces parece que en nada hemos avanzado al respecto.

Hoy sabemos que el trastorno generalizado de ansiedad tiene orígenes genéticos y algunos de los tratamientos más avanzados son cuasi mágicos: hierbas como la lavanda y la hoja de san Juan han demostrado eficacia, incluso como suplementos a tratamientos farmacológicos cada vez más específicos. Las hierbas están siendo reconocidas seriamente como un tratamiento adecuado. Un tecito de tila, por favor.

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