Los trastornos de conducta alimentaria han aumentado significativamente, especialmente tras la pandemia de Covid-19, debido a factores como tendencias alimentarias actuales, el ambiente obesogénico, el estigma del peso y los estereotipos de belleza. En la adolescencia, predominan la anorexia y la bulimia nerviosa, mientras que en la adultez destaca el trastorno por atracón. Todos requieren tratamiento psicológico y nutricional, siendo la anorexia particularmente peligrosa en casos de bajo peso extremo. Desde hace tiempo se investiga también el papel del cerebro en estos comportamientos adictivos. Esto es que trata de responder un estudio europeo liderado por el Instituto de Psiquiatría, Psicología y Neurociencia (IoPPN) del King’s College London (Reino Unido). De acuerdo con la investigación, que se publica en ‘ Nature Mental Health ‘, más de la mitad de los jóvenes de 23 años analizados presentaron comportamientos alimentarios restrictivos, emocionales o incontrolados. Además, el trabajo apunta a que las diferencias estructurales en el cerebro parecen influir en el desarrollo de estas conductas. Los investigadores descubrieron que el proceso de « maduración cerebral «, por el cual el volumen y el grosor de la corteza (la capa externa del cerebro) disminuyen durante la adolescencia, es un factor que determina si los adolescentes desarrollan conductas alimentarias restrictivas o emocionales/descontroladas en la edad adulta temprana. Las conductas alimentarias restrictivas, como las dietas y las purgas, implican la limitación deliberada de la ingesta de alimentos para controlar el peso y la figura corporales. Por contra, las conductas alimentarias emocionales o descontroladas, como los atracones, se caracterizan por episodios de consumo de alimentos en respuesta a emociones negativas o impulsos compulsivos. Los investigadores analizaron datos de 996 adolescentes de Inglaterra, Irlanda, Francia y Alemania. Los participantes proporcionaron datos genéticos, completaron cuestionarios sobre su bienestar y sus hábitos alimentarios y se sometieron a una resonancia magnética a los 14 y 23 años. A los 23 años, los participantes fueron clasificados en tres tipos de hábitos alimentarios: comedores saludables (42%), restrictivos (33%) y comedores emocionales o descontrolados (25%). El estudio encontró que los tres grupos tenían diferentes patrones de salud mental y comportamiento a lo largo del tiempo. Por ejemplo, explican en su artículo, aquellos jóvenes con conductas alimentarias poco saludables (restrictivas y emocionales/descontroladas) a los 23 años tenían niveles más altos de problemas internalizantes (por ejemplo, ansiedad o depresión) y externalizantes (por ejemplo, hiperactividad, falta de atención o problemas de conducta) a los 14 años, en comparación con los que comen de forma saludable. Los problemas internalizantes aumentaron significativamente con la edad entre los 14 y los 23 años entre los que comen de forma poco saludable. Aunque los externalizantes disminuyeron con la edad en todos los grupos, los niveles generales fueron más altos entre aquellos con una alimentación emocional o descontrolada. Además, los investigadores encontraron que las personas con hábitos alimentarios restrictivos habían seguido más dietas durante la adolescencia en comparación con quienes tenían hábitos alimentarios saludables. Los hábitos alimentarios poco saludables se relacionaron con la obesidad y un mayor riesgo genético de tener un IMC elevado. Al analizar los datos de las imágenes por resonancia magnética (IRM) a los 14 y 23 años para investigar la maduración cerebral a lo largo del tiempo y cuánto había disminuido el volumen y el grosor de la corteza, los autores del estudio vieron que la maduración cerebral se retrasó y fue menos pronunciada en los que tenía hábitos alimentarios de pocos saludables. En su opinión, la maduración cerebral desempeñó un papel en el vínculo entre los problemas de salud mental a los 14 años y el desarrollo de conductas alimentarias poco saludables a los 23 años y, subrayan, esta conexión no estaba relacionada con el IMC. Una maduración cerebral menor también ayudó a explicar cómo el riesgo genético de un IMC alto influye en las conductas alimentarias poco saludables a los 23 años. En concreto, escriben, la maduración reducida del cerebelo (una región del cerebro que controla el apetito) ayudó a explicar el vínculo entre el riesgo genético de tener un IMC alto y conductas alimentarias restrictivas a los 23 años. La investigación destaca cómo la maduración cerebral, la genética y las dificultades de salud mental interactúan para contribuir a los síntomas del trastorno alimentario. Según Sylvane Desrivières , autora principal del estudio, los hallazgos resaltan los posibles beneficios de una mejor educación destinada a abordar los hábitos alimentarios poco saludables y las estrategias de afrontamiento desadaptativas. Esto podría desempeñar un papel crucial en la prevención de los trastornos alimentarios y en el apoyo a la salud cerebral en general«.