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Los tres cerditos y el lobo de la guerra

Publicado: noviembre 22, 2025, 6:04 am

Hay mucha sabiduría en los cuentos que el tiempo ha convertido en clásicos. Sin ir más lejos, el de los tres cerditos contribuyó a inculcar en los niños de mi generación la idea de que la seguridad se paga con esfuerzo.

Hoy, la truculenta historia del lobo feroz que derribaba casas con sus soplidos no se les cuenta a los más pequeños porque, con razón o sin ella, preferimos que crezcan sin miedo. Sin embargo, ante un público adulto, la fábula puede contribuir a que entendamos a qué se enfrenta Europa, supliendo la campaña que debería protagonizar nuestro Gobierno para explicarnos por qué es preciso gastar más en defensa —dejemos, por el momento, el problema del cuánto más— cuando tenemos listas de espera en los hospitales y dudas sobre la viabilidad del sistema de pensiones.

La primera casa: la ONU

Recuerde el lector lo que le contaron cuando era niño. El menor de los cerditos, el más perezoso de los tres, construyó una casa de paja que le pareció suficiente para protegerse del lobo feroz. No fue el único que pecó de optimismo. La humanidad edificó con un material todavía más frágil el papel en el que está escrita la Carta de las Naciones Unidas una estructura de seguridad que nos parecía capaz de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”.

Si mis hijos me hubieran preguntado hace 25 años si el mundo era de verdad un lugar seguro, probablemente les habría hablado de esa casa de papel. Una casa que no era para todos —la ONU no tenía herramientas para lidiar con las guerras civiles— pero sí para la mayoría de los seres humanos. Por desgracia, me habría equivocado. El edificio se fue agrietando poco a poco, expandiendo cada vez más el agujero que presentaban los conflictos internos —muchos de ellos transformados en guerras proxies hasta que, en el año 2003, el presidente Bush terminó de derribarlo con sus soplidos sobre el Irak de Saddam Hussein, un dictador malvado pero que no disponía de las armas de destrucción masiva que justificaron la invasión.

La segunda casa: la disuasión nuclear

Todos nos sentimos un poco más vulnerables a partir del 2003. Pero, al menos en Europa, encontramos refugio en la casa del segundo cerdito. ¿La de madera? No, no era de madera como en el cuento. Ni siquiera era una casa de verdad. Era el paraguas de disuasión nuclear que el contribuyente norteamericano extendió sobre nuestro continente. Y no por generosidad, como hoy dicen algunos, sino por conveniencia: Europa era para ellos en la Guerra Fría lo mismo que Ucrania para nosotros en los tiempos que corren.

Si mis hijos me hubieran preguntado hace 15 años si el mundo era un lugar seguro, les habría hablado de esa ominosa casa de ojivas nucleares, fea pero consistente. Una casa que no era para todos ya había ocurrido lo de Irak pero sí para los europeos. Por desgracia, me habría vuelto a equivocar. Desde que Putin se apoderó de Crimea, el arma nuclear ya no es esa exótica herramienta que los poderosos esgrimían para mantener la paz entre ellos mismos. Ahora es también el revolver con el que Rusia apunta a Europa para tratar de que no hagamos nada mientras arranca los primeros bocados del continente.

La tercera casa: las relaciones económicas

No aprendemos. Si mis hijos me hubieran preguntado hace solo 5 años si el mundo era un lugar seguro, todavía les habría explicado que las relaciones económicas entre la Rusia de Putin y la Alemania de Merkel, en las que la primera suministraba energía asequible mientras la otra ofrecía tecnología de calidad, eran demasiado valiosas para comprometerlas en una guerra que sería ruinosa para ganadores y perdedores. Europa, por lo menos, parecía estar a salvo. Maquiavelo, hace cinco siglos, se habría reído de mi ingenuidad. Al contrario de lo que ocurría en el cuento, el edificio que parecía de sólido ladrillo se ha caído al primer soplido. Nada es demasiado valioso cuando lo que busca el lobo no es alimento, sino poder.

Un final por escribir

Todo esto, por desgracia, ya es historia. Pero queda por escribir el final del cuento. Y tenemos que hacerlo nosotros, los europeos.

Aunque sea un poco tarde, somos muchos los que empezamos a percibir que ya no nos quedan casas donde escondernos. Tenemos que enfrentarnos en campo abierto al lobo de la guerra sin saber con certeza de qué lado estarán nuestros antiguos protectores del otro lado del Atlántico. ¿Nos defenderán o preferirán morder ellos también un poco de Groenlandia? De ahí esas encuestas que muestran cómo crece el apoyo popular a las inversiones en defensa.

Tenemos que enfrentarnos en campo abierto al lobo de la guerra sin saber con certeza de qué lado estarán nuestros antiguos protectores del otro lado del Atlántico

Sin embargo, con los ojos apenas abiertos a la fea realidad, ya hay quien quiere que los volvamos a cerrar. Putin y Trump reanudan estos días sus soplidos para tratar de que Ucrania y Europa depongan las armas que aún no tenemos y ¡vuelvan a fiar su seguridad a una nueva casa de papel! El lobo ruso prometerá por escrito que, si se le deja devorar medio cerdito, renunciará para siempre a todo lo demás. Habrá quien le crea, pero a mí me suena a lo que dicen mis nietos cuando piden un bocado más de su postre favorito: ¿último, último?

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