Publicado: febrero 19, 2025, 5:00 am
Un bosquecito de arrayanes baña sus pies en el Lago Verde. Desde el eco domo del Camping Agreste puede verse cómo el agua se mueve hasta cubrir el pasto, para luego retirarse suavemente. Es un día ideal para el kayak. “Tienen mucha, mucha suerte: no hay una gota de viento”, enfatiza Juan Capllonch. Más que un guía, Juan es un fanático enamorado del PN Los Alerces. Lo conoce tan a fondo que podría recorrerlo con los ojos cerrados. Y sueña con su conservación al máximo. Tal es así que todas las actividades que planifica con su empresa, Frontera Sur, buscan tener el menor impacto posible. “Quiero que esto dure para siempre, no quedan muchos lugares así”, asegura, mientras despliega un mapa del parque en una mesa del camping.
Razones para amar este sitio no le faltan a Juan. El parque, que fue declarado como Patrimonio Mundial por la UNESCO, alberga un bosque milenario (los alerces son la segunda especie viviente más longeva del planeta) y una impactante biodiversidad desparramada en forma proporcional en sus más de 260 mil hectáreas. Además, es una pieza clave para conservar el ecosistema de los Bosques Templados Valdivianos, una ecorregión considerada por los científicos como prioritaria y sobresaliente para la conservación a escala mundial.
Desde la playa del camping vemos cómo el lago cierra su perímetro rodeado de un bosque frondoso de maitenes, alerces, coihues, pinos, cipreses. Los cauquenes nadan tranquilos, a sus anchas, y en su propiedad. Junto a Juan, su guía ayudante, Nicole, y el fotógrafo arrancamos a remar cerca de las 10 de la mañana. Apenas nos deslizamos hacia el lago, abandonamos el remo y dedicamos unos minutos a permanecer en el epicentro de la belleza, justo enfrente de la desembocadura del río Rivadavia, que forma una correntada precisa para ingresar formando un surco en el lago hasta adoptar su forma.
Cruzamos el Verde bordeando rocas inmensas hasta que aparece, en el corto horizonte, el puente colgante del río Arrayanes. Juan avisa que vamos a hacer una parada previa, antes de remontar uno de los cauces más cortos y bellos de la Patagonia. Enfilamos los kayaks hacia el antiguo muelle del Lago Verde, donde atracaban las embarcaciones cuando estaba permitida la navegación a motor por el Arrayanes. “Gracias a Dios, prohibieron eso y podemos mantener este lugar lo suficientemente prístino”, dice.
En lo que queda del muelle, una familia de coipos toma sol y duerme la siesta. Juan despliega un mantel con mermeladas caseras de rosa mosqueta, grosella, guindas, que combinamos con scones caseros. “Es la herencia galesa de la zona”, aporta. Y agrega: “Les debemos mucho a esos aventureros galeses que se instalaron en el valle 16 de octubre para plantar la bandera argentina y que, además, decidieron ser argentinos”, dice, inflando el pecho.
Apenas apuntamos hacia el Arrayanes, el agua empieza a tornarse tan turquesa que parece irreal. El kayak se desliza empujado por la corriente que conecta el Lago Verde con el Futalaufquen. Son apenas 500 metros de naturaleza extasiante. Juan va marcando algunos tesoros al paso: “Ahí hay un alerce solitario, pocos lo conocen”. Antes de pasar por el camping, el río se ensancha y se vuelve bien caudaloso, sin perder transparencia. Las truchas deambulan como aletargadas acercándose a las costas, donde la vegetación tupida proyecta su sombra.
La desembocadura del Arrayanes en el lago Futalaufquen (el Futa para los lugareños) obliga a retomar la remada, ya sin corriente a favor. El objetivo es llegar a la playa El Francés. “Es increíble que siga sin soplar el viento, por lo general en esta parte del trayecto se despierta”, dice Juan, asombrado. Una península pedregosa es el primer mojón. El agua se aclara en degradé y el calor está a punto para el chapuzón. Juan nos pide que aguantemos hasta el siguiente punto. Que lo que viene es mejor. Y tiene razón. La playa de Cume Hué, una histórica hostería de Los Alerces, es una bahía rodeada de vegetación, con un pequeño muelle. El chapuzón es obligatorio. Nicole aprovecha para probar las técnicas de rolado. Apenas salimos del agua, una lugareña nos reta a tirarnos del muelle. Su marido advierte: “Ojo que ahí está muy fría”. Al salir, nos espera con una cerveza bien helada. Un merecido premio.
Al regresar al camping, Juan nos recomienda hacer el sendero hacia el Mirador del Lago Verde. “Si salen ahora, van a llegar a la mejor hora”. Es una hora y 1.6 km de una caminata de dificultad media. Es una pendiente apenas pronunciada que sube hasta un mirador desde donde se ven los lagos Verde, Rivadavia y Menéndez. El sol cae y se esconde detrás de los Andes nevados. El cuadro es inmejorable. La Patagonia en todo su esplendor.